En estos días aprendimos –o recordamos– que la decisión de Raúl Alfonsín de juzgar a las juntas militares de la última dictadura tuvo la forma legal de un decreto: el 158/83. Teníamos mucho menos presente el decreto anterior, el –obviamente– 157/83, promulgado al mismo tiempo que el famoso, apenas iniciado el período democrático, el 13 de diciembre de 1983. El 157 promovía la persecución penal de los cabecillas de las organizaciones armadas Montoneros y ERP. Sus consecuencias quedaron sepultadas en la memoria colectiva por el paso del tiempo y las circunstancias políticas pero para un sector de la sociedad ese par de decretos en conjunto marcan la inclinación del gobierno de Raúl Alfonsín por la “teoría de los dos demonios”. Vamos a tratar en esta nota de refrescar los episodios históricos y de desentrañar la superstición ideológica que se enorgullece en vano de refutar esa “teoría”.
El decreto 157/83 señalaba explícitamente a los montoneros Mario Eduardo Firmenich, Fernando Vaca Narvaja, Ricardo Obregón Cano, Rodolfo Galimberti, Roberto Cirilo Perdía y Héctor Pedro Pardo y al probablemente único miembro del ERP sobreviviente, Enrique Gorriarán Merlo. La redacción mencionaba genéricamente la prosecución penal de “hechos cometidos con posterioridad al 25 de mayo de 1973”, es decir, el día de la asunción de Héctor J. Cámpora y de la amnistía general decretada por el Congreso.
Como consecuencia de ese decreto, Firmenich fue detenido en Brasil en diciembre de 1984 y extraditado a la Argentina cuatro meses después.
Como consecuencia de ese decreto, Firmenich fue detenido en Brasil en diciembre de 1984 y extraditado a la Argentina cuatro meses después. Fue juzgado por el atentado contra el empresario Francisco Soldati, asesinado junto a dos custodios en noviembre de 1979, y por el secuestro de los hermanos Born, también un episodio donde murieron dos personas. Fue condenado en ambos casos a cadena perpetua, convertidos por el tratado de extradición con Brasil en 30 años de prisión efectiva. Firmenich estuvo seis años preso en la cárcel de Devoto hasta que en 1990 fue liberado por el indulto otorgado por el presidente Menem.
Obregón Cano fue detenido apenas regresó a la Argentina. Gorriarán Merlo permaneció en el exterior y de manera clandestina organizó el Movimiento Todos por la Patria, que tuvo una desastrosa intervención en el cuartel de La Tablada en enero de 1989. Galimberti también permaneció en el exilio y regresó a la Argentina luego de los indultos.
La teoría de los dos demonios
En diciembre de 1983 la sociedad estaba conmocionada por la revelación de los crímenes cometidos por la dictadura. Un poco por el carácter clandestino de la represión y el ejercicio de la censura por parte de los militares, y otro tanto por la decisión tomada por la misma sociedad de desentenderse de la metodología militar y no enterarse, lo cierto es que muchos de esos hechos atroces resultaban nuevos. La acción de la guerrilla, en cambio, había sido en su momento expuesta profusamente en los medios nacionales y reivindicada –aunque no siempre– por sus autores. De tal manera, cuando se promulgaron los dos decretos, 157 y 158, pocos se escandalizaron por la iniciativa legal contra las organizaciones armadas. Eran hechos conocidos y sus autores ya no gozaban de ningún predicamento en la sociedad.
Alfonsín estaba recreando institucionalmente a la Argentina y uno de los elementos fundantes era el rechazo a la violencia. La necesidad de arrancar de cero hacía necesario dejar de lado la complicidad que pudo haber tenido la sociedad por acción u omisión tanto en su simpatía por los grupos guerrilleros durante la primera mitad de la década del ’70 como por la acción de la represión ilegal desplegada desde 1975 por la Triple A y desde el año siguiente por la dictadura.
Lo que para buena parte de la sociedad fue “normal”, para los jefes guerrilleros fue inaceptable. Allí comenzó a hablarse de la “teoría de los dos demonios”.
Lo que para buena parte de la sociedad fue “normal” –enjuiciar a los protagonistas de la violencia de los años anteriores–, para los jefes guerrilleros fue inaceptable. Ahí comenzó a hablarse de la “teoría de los dos demonios” (T2D). Por ejemplo, Roberto Perdía, comandante montonero, dice en su autobiografía:
A poco de asumir, el día 13 de diciembre, Alfonsín firmaría dos decretos, el 157 y el 158. En el primero se ordenaba la persecución penal sobre nosotros; en el segundo se hacía lo propio con los miembros de las Juntas Militares. Así terminaría dibujando su “teoría de los dos demonios”: para cada uno su decreto, empezando por nosotros. Con esa aberrante interpretación de lo sucedido, el alfonsinismo abordaría el problema del pasado simplificándolo a una pelea entre bandas de delincuentes.
Sin embargo, Alfonsín no estaba ni “interpretando lo sucedido” ni “abordando el problema del pasado” sino haciéndose cargo del futuro, y en el menú de posibilidades para el futuro no estaba ni la recurrencia a los militares ni la alternativa revolucionaria violenta. Como dice Hugo Vezzetti en su insoslayable Pasado y presente. Guerra, dictadura y sociedad en la Argentina: “Dado que la sanción ejemplificadora apuntaba al porvenir, evidentemente no se derivaba de ella una explicación histórica que repartiera las responsabilidades en partes iguales entre las guerrillas y las Juntas”. No se trataba de narrar el pasado sino de marcar límites a lo que nacía.
El decreto 157/83 tuvo dos secuelas formales que, a su vez, han sido acusadas de pertenecer a la misma idea histórica de los dos demonios. Una fue la introducción que hizo el ministro del Interior, Antonio Tróccoli, a la presentación en televisión del informe de la CONADEP, el 4 de julio de 1984. El otro fue el prólogo escrito por Ernesto Sabato a la presentación de ese informe en forma de libro, el Nunca más.
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Si uno se guía por la película Argentina, 1985 va a pensar que después de la presentación por televisión del informe de la CONADEP los argentinos de bien estaban centrados en criticar escandalizados la introducción a cargo del ministro. Ahí, Tróccoli, tratando de apaciguar el malestar de los militares, había hecho una presentación en la cual decía que lo que se iba a ver era una parte de la violencia desatada en los ’70 pero no toda. Con el estilo parsimonioso y solemne del viejo radicalismo, trazó una descripción del accionar guerrillero y de la respuesta ilegal del poder militar. Las presiones para que no se emitiera el programa habían sido muy grandes e inquietantes, pero Alfonsín cumplió con su palabra y puso a su ministro político avalando el contenido.
Lo cierto es que ese episodio histórico de nuestra televisión tuvo una audiencia enorme, fue el programa más visto y sus efectos fueron conmocionantes. Por primera vez se conocieron masivamente las desapariciones sistemáticas, se escuchó el testimonio de Adriana Calvo de Laborde (central en Argentina, 1985) y aparecieron en los hogares las figuras de Chicha Mariani y Estela de Carlotto representando a las Abuelas de la Plaza de Mayo. El impacto que provocó fue enorme y reconvirtió un proceso de conocimiento de los hechos a través de la prensa sensacionalista en uno llevado adelante por un grupo de notables, con rigor y precisión. Para entender cómo fue recibido ese programa por la izquierda democrática, hay que remitirse a un texto de Beatriz Sarlo de agosto de 1984, es decir, casi inmediatamente. En ese artículo de la revista Punto de Vista, Sarlo saluda su impacto y celebra el “medio tono” con que fue contado el horror, a contramano de la prensa amarilla. La autora no consideró necesario mencionar a Tróccoli ni quejarse por los hipotéticos dos demonios.
Ese procedimiento de la película de representar algo del pasado con ojos del presente va de la mano con la intervención en el prólogo del Nunca más realizada en 2006.
Ese procedimiento de Argentina, 1985 de representar algo del pasado con ojos del presente (centrar la transmisión en la intervención de Tróccoli pensada con el sentido común sobre el tema impuesto desde 2003) va de la mano con la intervención en el prólogo del Nunca más realizada en 2006. Allí, el secretario de Derechos Humanos del gobierno de Néstor Kirchner, Eduardo Luis Duhalde, consideró necesario agregar un prólogo propio y, entre elogios al gobierno kirchnerista al que pertenecía, acusó a la introducción original de Ernesto Sabato de cometer el pecado de abrevar en la T2D:
Es preciso dejar claramente establecido –porque lo requiere la construcción del futuro sobre bases firmes– que es inaceptable pretender justificar el terrorismo de Estado como una suerte de juego de violencias contrapuestas como si fuera posible buscar una simetría justificatoria en la acción de particulares, frente al apartamiento de los fines propios de la Nación y del Estado que son irrenunciables.
La T2D tiene una característica notable: sólo la nombran quienes la refutan. De hecho, a lo largo de estas décadas, su “refutación” ha tenido un solo interés: evitar la crítica a las organizaciones armadas. Ese proceso fue iniciado, como vimos, por los involucrados, como los propios jefes guerrilleros, y algunas organizaciones, como las Madres lideradas por Hebe de Bonafini. Después, el kirchnerismo fue exitoso en cambiar el sentido común sobre la época y logró instalar la idea de que cualquier crítica a la acción armada incurría en el pecado de simplificar el análisis de la década del ’70 y justificar o minimizar la violencia militar. Sin embargo, nada de eso había sucedido. En diciembre de 1983, la idea de que ese par de decretos fundantes lo que hacían era “justificar” a los militares fue razonablemente desoída por el resto de la sociedad. Claramente lo conmocionante era todo lo contrario: ver que por primera vez una sociedad civil ponía en el estrado a los responsables de ejercer la violencia desde el Estado.
El decreto 157/83 se impone por la claridad de la argumentación, por la simpleza y elegante retórica de sus fundamentos. La responsabilidad de las organizaciones revolucionarias en el clima violento de la década del ’70 era difícil de ser negada. Refiriéndose a los grupos que cometieron actos violentos después del 25 de mayo de 1973, dice:
Que la actividad de esas personas y sus seguidores, reclutados muchas veces entre una juventud ávida de justicia y carente de la vivencia de los medios que el sistema democrático brinda para lograrla, sumió al país y a sus habitantes en la violencia y en la inseguridad, afectando seriamente las normales condiciones de convivencia, en la medida que éstas resultan de imposible existencia frente a los cotidianos homicidios, muchas veces en situaciones de alevosía, secuestros, atentados a la seguridad común, asaltos a unidades militares de fuerzas de seguridad y a establecimientos civiles y daños; delitos todos estos que culminaron con el intento de ocupar militarmente una parte del territorio de la República.
No hay una palabra allí que no sea cierta. Como tampoco la hay en el siguiente fundamento, que no sólo no justifica a la represión ilegal sino que dice que ésta buscó una excusa, más que una causa:
Que la instauración de un estado de cosas como el descripto derivó asimismo en la obstrucción de la acción gubernativa de las autoridades democráticamente elegidas, y sirvió de pretexto para la alteración del orden constitucional por un sector de las fuerzas armadas que, aliado con representantes de grupos de poder económico y financiero usurpó el gobierno y, mediante la instauración de un sistema represivo ilegal, deterioró las condiciones de vida del pueblo, al cual condujo además al borde de una crisis económica y financiera, una guerra y a la derrota en otra, y sin precedentes.
Para finalizar con el argumento más liberal y claro, que la represión no sólo fue ilegal sino que impidió que con los grupos guerrilleros actuara la ley:
Que la acción represiva antes aludida, si bien permitió suprimir los efectos visibles de la acción violenta y condujo a la eliminación física de buena parte de los seguidores de la cúpula terrorista y de algunos integrantes de ésta, sin perjuicio de haberse extendido a sectores de la población ajenos a aquella actividad, vino a funcionar como obstáculo para el enjuiciamiento, dentro de los marcos legales, de los máximos responsables del estado de cosas antes resumidos, la preferencia por un sistema basado en la acción directa de órganos autorizados por la autoridad instaurada no dejó margen para la investigación de los hechos delictivos con arreglo a la ley.
La reinstauración de la ley, en diciembre de 1983, no sólo justificaba los dos decretos, el 157 y el 158: los requería. Era castigar al terrorismo de estado pero también reponer la ley para aplicársela al terrorismo de izquierda: lo que debió haberse hecho desde un primer momento. Más allá de la valentía y nobleza de Raúl Alfonsín, y de todo su gabinete, Antonio Tróccoli incluido, se destaca la claridad con que convirtieron las necesidades de la época en argumentación y ley.
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