Es una suerte de satisfacción cuando la biografía que se puede adivinar a través de la obra de un artista coincide con aquello que finalmente se encuentra al buscar en Wikipedia o sitios similares. Es el caso del escocés (de padre italiano) Armando Iannucci, un guionista, productor, director y —menos frecuentemente— actor de radio, cine y televisión con una larga y ascendente carrera que lo llevó de los modestos estudios de la BBC en su Glasgow natal a firmar contratos con las grandes cadenas de televisión y streaming para un público global. Y aunque entre sus muchas obras la política y lo que ocurre en ese ámbito tan vasto y despiadado tras bambalinas no son los temas excluyentes, lo cierto es que su figura ha quedado fuertemente asociada al gran éxito de Veep, la serie de comedia de HBO creada y comandada por él en la que una descomunal Julia Louis-Dreyfus interpreta a Selina Meyer, una vicepresidenta de Estados Unidos sin ningún prurito en mostrar su extenso repertorio de miserias humanas en su carrera hacia lo más alto del poder.
Es probablemente esta visión tan característicamente bufa y descarnada de la política lo que contrasta tanto con sus posiciones moderadas (lo adiviné como un votante de los liberales demócratas ingleses, la nunca muy viable opción a conservadores y laboristas), aunque resulta perfectamente consistente con sus estudios de literatura en las universidades de Glasgow y Oxford y con un estilo muy definido y cada vez más depurado para la comedia de esos diálogos incesantes que rara vez dan respiro por su velocidad y cruel precisión en su retrato del sinsentido y el patetismo de los seres humanos. Iannucci supo además aprovechar con gracia e inteligencia los medios a su disposición y una ambición cada vez mayor en sus proyectos, pensados para audiencias cada vez más masivas e internacionales. De este modo, es posible encontrar tanto en sus primeros trabajos en radio y TV —junto a actores como Steve Koogan o Peter Capaldi— como en producciones más recientes —ya con estrellas como la mencionada Louis-Dreyfus, Hugh Laurie o Steve Buscemi— el mismo estilo de humor corrosivo sin importar si la víctima de turno se trata de un empleado de un ministerio inglés o el más cruel de los dictadores soviéticos, mientras al mismo tiempo Iannucci expande su visión de la política y las sociedades occidentales a escenarios históricos o a futuros distópicos que, por supuesto, nunca dejan de comentar nuestro presente. Da la impresión entonces de que la obra de Armando Iannucci bien podría tener varios puntos de contacto con la de Mike Judge, tanto en sus premisas y modos como en sus temas y crecimiento artístico.
El ejercicio del poder y el funcionamiento de los mecanismos de los aparatos estatales están a cargo de personas sin ningún control real de sus acciones.
Los rasgos de la política que se repiten en todos los trabajos de Iannucci son los que le dan forma a su tesis principal: el ejercicio del poder y el funcionamiento de los mecanismos de los aparatos estatales están a cargo de personas sin ningún control real de sus acciones y totalmente ajenos y separados de los ciudadanos a los que se supone que sirven o representan. Desde luego que un planteo de este tipo no es para nada novedoso en la tradición del cine y la televisión, pero seguramente sí lo es el modo en que Ianucci lo plantea: bastante más cerca de las representaciones kafkianas de las formas y los modos de las burocracias estatales y mucho más lejos de la exhibición grandilocuente de la eficiencia implacable de las agencias gubernamentales. Tampoco hay en sus comedias mucho espacio para las conspiraciones o los grandes misterios, y menos aún para algún atisbo de idealismo o de oposición entre ideologías. Lo que Iannucci repite una y otra vez es que no sólo la política y el ejercicio del poder está a cargo en todos sus niveles de seres pequeños y ridículos que a duras penas pueden con su alma, que suelen oscilar entre la abyección moral y la total incompetencia, sino que además los resortes del verdadero poder, esa lapicera o botonera que parece desesperar a todos sus personajes, son finalmente tan elusivos como ilusorios, están siempre en otra parte o a cargo de alguien que nunca se sabe del todo quién es, dónde está o qué hace.
La política según Iannucci es una maquinaria muy real y, a la vez, una puesta en escena totalmente farsesca. Un mundo replegado y enroscado mil veces sobre sí mismo, habitado por un sinfín de personas que pululan histéricamente sin saber del todo qué están haciendo, qué se espera de ellos, si hay alguna medida ética o moral para desarrollar sus tareas o, simplemente, sin recordar cómo y por qué fue que terminaron ahí adentro. Todas las personas que trabajan o viven de la política son reemplazables, en el mejor de los casos son moldes adaptables a un contenido diseñado por alguien más, sus prácticas y saberes son tan provisorios como descartables y, muy especialmente, el favorecido de hoy es el condenado de mañana. No hay ideas, doctrinas o partidos políticos en pugna, da lo mismo quién es oficialismo y quién oposición: todos los bandos son intercambiables porque en la política lo único que importa es su carácter agonal. Se hace política para pelearse por subir, por llegar o por conservar lo logrado. Hoy se defiende la causa que se atacaba hasta hacía 20 minutos, y si en el próximo mensaje de WhatsApp que llega de no importa dónde la orden es volver a cambiar de posición, se lo hace. Y la más amarga de las ironías: ni siquiera a los que llegan a lo más alto del poder después de mil zancadillas, traiciones y piruetas (Selina Meyer en Veep, Nikita Kruschev en La muerte de Stalin) se les permite disfrutar de las mieles del éxito. Apenas unos pocos planos finales —o incluso un movimiento mínimo con la cámara— alcanzan para saber que la cima del poder es por definición inestable y provisoria, sino que puede que ni siquiera allí se pueda contar con un control más efectivo de ese sistema caracterizado como una máquina de impedir tan torpe como poderosa.
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La otra cara de la política es la que ve el público: políticos y funcionarios que se acercan al “ciudadano de a pie” o a “la gente común” como a animalitos del zoológico a los que van a visitar. Son apenas el decorado de un acto de campaña o una masa informe de seres anónimos e idiotas a los que se debe tener contentos de alguna manera porque, otra ironía mayúscula, de la voluntad y las preferencias de los votantes dependen en definitiva sus cargos, contratos o presupuestos. El vínculo entre la sociedad, los políticos que dicen representarla y los ejércitos de funcionarios, asesores, consultores y lobistas cuyas vidas dependen de que a sus jefes o contratantes les vaya bien es desde luego una relación tóxica, muy alejada del ideal de participación cívica al que se supone que aspira una democracia. En este sentido, el de Iannucci podría ser un discurso fácilmente asimilable al del desencanto todoeslomismista o al del populismo antisistema que sólo aspira a una vía rápida por derecha o izquierda para su propio ascenso. Una lectura fácil de sus series y películas podría caracterizarlas como alegatos violentos contra “la casta” o “los políticos”. Pero desde luego que no es ésa la intención de Iannucci, a quien resulta difícil imaginar seducido por el carácter esperpéntico y venal de estos líderes antisistema de aquí y de allá. Por más que la política que describe sea una farsa patética, en ningún momento llega a sugerir siquiera que haya una alternativa mejor o una solución providencial.
La farsa de la farsa
The Thick Of It (2005-2012) es la primera serie de Iannucci en la que la política es el tema y el escenario excluyente. Es una producción típica de la BBC que tuvo varias temporadas con ciertas intermitencias, un puñado de personajes recurrentes y un protagonista principal: Malcolm Tucker, el irascible director de Comunicaciones de su partido y espada del primer ministro en el tiempo que le toca estar en el gobierno. Interpretado por Peter Capaldi, Tucker es una catarata incontenible de histeria, verborragia, hiperquinesis y, muy especialmente, torpeza e ineficiencia. Su agresividad y apego al abuso de poder sólo son superados por su proverbial creatividad para el arte de la injuria. Buena parte de la lista de los insultos más procaces que se hicieron célebres en Veep tuvieron en boca de Tucker su primer borrador.
Toda la locura de Tucker se despliega en verdad sobre un fondo bastante gris: un grupo de burócratas de ministerios menores, entre quienes se encuentran funcionarios con unos cuantos años en la carrera política que buscan al menos conservar sus posiciones pese al hartazgo que los agobia, los tecnócratas más jóvenes que aspiran a desplazarlos en la primera ocasión que se presente, los asesores novatos que tratan de posicionar a sus jefes ante la prensa y los empleados “planta permanente” de los ministerios. The Thick Of It no se cansa de señalar que el día a día de la política y de la gestión pública no consiste en mucho más que tormentas en vasos de agua, manejos de crisis autogeneradas y un combate constante con los periodistas que —se nota— se encuentran en una situación igualmente precaria pero detrás de otro mostrador. El rol de la prensa (y luego las redes sociales) se limita a ser el de la arena en donde se lapida virtualmente a políticos y funcionarios por algo que hicieron, declararon frente a un micrófono o les fue atribuido con o sin razón, o quizás por algo que no hicieron ni dijeron. Todo el tiempo sobrevuela esa tensión entre esos dos mundos, la política y la prensa en un toma y daca de reglas perversas, traiciones y necesidades compartidas. En el fondo de todo eso, quizás aparezca circunstancialmente la figura del ciudadano común con sus reclamos concretos y su vida que jamás va a cambiar un ápice por nada de todo aquello que a los políticos y a los periodistas les saca el sueño. Esa gente común en las ficciones de Iannucci sólo pueden ser de todos modos personas tontas y quejosas, totalmente ajenas al devenir de la Realpolitik; apenas un fastidio para gente “importante” muy ocupada en otras cuestiones. Así y todo, esos ciudadanos —además de votantes que no se deben descuidar— terminan siendo los consumidores de toda la toxicidad mediática o los verdugos de los políticos con su furia y sus condenas en las redes sociales.
Los ingleses acostumbrados a poronguear en Londres se sienten ahora empequeñecidos jugando de visitantes mano a mano con los dueños de la billetera y el arsenal mayor.
In The Loop (2009), la segunda película de Iannucci, es básicamente una adaptación de The Thick… llevada a la pantalla grande con varios de sus personajes (incluyendo a Malcolm Tucker, por supuesto) trasladados por circunstancias tan casuales como estúpidas (como no podía ser de otra manera) a la escena internacional. Unas declaraciones sin importancia aparente de un funcionario menor en Inglaterra desatan una escalada furiosa que lo deposita a él, a sus asesores y al omnipresente Tucker en los pasillos y en los comités de Washington poco antes de una inminente invasión a algún país de Medio Oriente. Los ingleses acostumbrados a poronguear en Londres se sienten ahora empequeñecidos jugando de visitantes mano a mano con los dueños de la billetera y el arsenal mayor. A pesar de que en Estados Unidos no se ve a nadie dispuesto a dejarse impresionar por los modales y los insultos de Tucker, su soberbia, su falta total de escrúpulos y su empeño en cumplir el mandato que —supuestamente— le bajan su partido y el primer ministro lo impulsan a ponerse al servicio de los halcones americanos que necesitan sortear las barreras de las palomas que, tanto en el Senado como en el Pentágono, no están dispuestas a involucrarse en una nueva guerra. Para ello es capaz de fraguar un paper originalmente pacifista para hacerlo pasar por información de inteligencia pro guerra. Hay seguramente una recreación farsesca del apoyo que Tony Blair le dio a la guerra en Irak emprendida por George W. Bush y el efecto cómico de cada escena es devastador pese a que, ahora sí, las consecuencias de la torpeza, la maldad y la estupidez de un puñado de irresponsables a cargo conduzcan a la muerte de miles de personas. Así y todo, Iannucci suele comentar que muchos políticos y funcionarios se han mostrado sorprendidos y hasta halagados por la precisión con la que son retratados en sus ficciones. Algo así como los mafiosos de verdad que adoptaron los latiguillos de El padrino.
La farsa histórica
La muerte de Stalin (2017), la cuarta película de Iannucci, es seguramente la producción en la que el escocés demuestra que ha alcanzado otra estatura como realizador. En primer lugar, porque consigue una rara alquimia con sus actores: caras conocidas de Hollywood como Jeffrey Tambor y Steve Buscemi conviven con un ex Monty Python como Michael Palin o con Simon Russell Beale, un actor de la más pura tradición teatral shakesperiana. Y todos ellos, lejos de intentar componer personajes con rigor histórico o de forzar algún tipo de acento ruso, parecen exagerar con gracia sus propios acentos de su inglés de origen: así tenemos a un Nikita Kruschev que habla como un matón de Brooklyn o a un mariscal Zhukov que parece uno de los mancunianos hermanos Gallagher.
En segundo lugar, ya desde los primeros minutos de la película se puede observar que Iannucci es capaz de manejar recursos formales y narrativos más virtuosos: una reconstrucción histórica precisa en su ambientación y una notoria habilidad para sintetizar todo el horror y el sinsentido del régimen estalinista mediante unos pocos planos que construyen ligeros pasos de comedia. En una noche cualquiera de 1953, los caprichos del líder máximo pueden ser tanto la grabación de un concierto de Mozart emitido desde los estudios de Radio Moscú como la puesta en acción de una nueva purga de condenados a muerte y torturas. Y todo eso mientras el camarada Stalin come y hace chistes con sus amigotes del Comité Central del Partido, siempre atentos y con cuidado de no ser las próximas víctimas.
Iannucci se atreve a hacer comedia incluso si Beria resulta ser una suerte de encarnación del Mal más perversa que el propio Stalin.
Pero enseguida sucede lo impensado para todos quienes orbitan alrededor de Stalin: éste muere de una hemorragia cerebral, tirado en el piso en un indigno charco de pis. Lo que se sigue de allí en más es la típica seguidilla de luchas intestinas por el poder que tanto le gustan a Iannucci, pero siempre de acuerdo a las extrañas premisas que plantea el escenario histórico. Muy pronto se hace evidente que Georgi Malenkov, el reemplazante formal de Stalin, es un imbécil aterrado por el rol que le toca cumplir y que en el resto del Comité del Partido tampoco sobran las luces. Y que le tocará entonces al Nikita Kruschev de Buscemi liderar el enfrentamiento principal contra Lavrenti Beria, el pope del ministerio del Interior y de la temible policía secreta interpretado por Beale. Con este oscuro burócrata Iannucci se atreve a hacer comedia incluso si Beria resulta ser una suerte de encarnación del Mal más perversa que el propio Stalin. Quizás el único de sus personajes capaz de mostrar cierta eficiencia en su accionar, a lo largo de toda la película y hasta su derrota final, Beria despliega su repertorio de crueldades: la intriga, las traiciones, las manipulaciones más perversas, la tortura, las ejecuciones y hasta su pedofilia se representan con una sutileza y una elegancia que provocan a la vez risa y repulsión.
La derrota y violenta ejecución de Beria confirma otra de las tesis de Iannucci: no importa hasta dónde esté dispuesto a llegar un político o funcionario en sus maquinaciones para alcanzar el poder total; siempre habrá un sistema, una burocracia tan torpe e imbécil como la gente que la maneja sin saber muy bien lo que hace, que a la larga bloqueará cualquier intento interno o externo de control absoluto. Ese sistema, esa burocracia es como una entidad independiente, capaz de funcionar espantosamente mal y, al mismo tiempo, autopreservarse en cualquier situación. Y ni siquiera Stalin, amo y señor de cada átomo presente en los confines de la Unión Soviética, podía contar con la seguridad del control total del sistema: allí estaba el propio Beria con sus maquinaciones, intrigas y adulteraciones, siempre dispuesto a torcer y a guiar la voluntad del líder supremo hacia sus propios intereses.
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