En 2015 Phil Knight, el legendario cofundador, co-propietario, mandamás, luego accionista mayoritario y —finalmente, luego de su retiro— sombra terrible y omnipresente dentro de Nike, publicó su autobiografía. El título de la traducción en castellano (Nunca te pares) no sólo es torpe y poco imaginativo, sino que ni siquiera intenta reflejar el significado profundo del original: Shoe Dog. Porque no es un simple juego de palabras, sino que es la definición de un muy particular tipo de empresario o emprendedor. O, incluso, de un tipo de persona.
“Shoe dog” es una expresión que tiene alguna reminiscencia de jerga callejera, una suerte de lunfardo combinado con el vocabulario de la revista Forbes. Es una categoría reservada para aquel selecto grupo de “capitanes de la industria” del calzado que fueron capaces de seguir una trayectoria que podría reducirse al siguiente esquema: establecimiento de un pequeño taller o comercio de zapatos deportivos en condiciones muy precarias y en contextos históricos críticos, lucha y milagrosa supervivencia contra todo tipo de dificultades aparentemente insuperables, consolidación del negocio y expansión, conflictos y guerras contra competidores internos y externos, crecimiento explosivo, sucesivas crisis y peligros de bancarrota, pero sólo como la antesala de nuevos ciclos de extensión del dominio mundial. Los shoe dogs no fueron muchos y pocos de ellos llegaron a ganar notoriedad entre el público o los consumidores en general. Otros ni siquiera fueron detectados por los cronistas de la propia industria o los especialistas en management.
Perros de aquí y allá
Fueron verdaderos shoe dogs los hermanos Rudolf y Adolf Dassler, quienes empezaron con su primer taller de calzado en la devastada Alemania de la primera posguerra. La materia prima de sus zapatos eran los desechos que juntaban de los campos de batalla, la ropa y los enseres de los soldados muertos. La energía eléctrica era escasa, por eso cruzaron una máquina de coser con una bicicleta para poder pedalear y trabajar. También fue una shoe dog Käthe Dassler, la esposa de Adolf. Fue la que se plantó frente a los tanques del ejército americano que barrían las últimas resistencias de los nazis en mayo de 1945 para que su ya famosa fábrica de zapatos deportivos no volara por los aires. Luego de la partición del negocio familiar, fue ella la que condujo con mano firme la administración de Adidas, la marca que lleva el nombre de su esposo. Fue un shoe dog —y, seguramente, uno de los más geniales y despiadados— el hijo mayor del matrimonio, Horst, el tipo que convirtió a una marca de zapatillas en la fuerza más poderosa y transformadora del deporte como fenómeno y negocio masivo en todo el mundo.
También fue un shoe dog Kihachiro Onitsuka, un instructor del ejército japonés que no tuvo mejor idea que poner un taller de zapatillas de lona en medio de las ruinas de la ciudad de Kobe, luego de la derrota militar y las explosiones atómicas. Un taller que sobrevivió y prosperó luego de años de padecimientos, largos viajes de ventas con noches de sueño en un asiento de tren o un banco de plaza. Un negocio que administró durante años desde la cama de un hospital, siempre al borde de la muerte por una tuberculosis a la que no le podían encontrar cura. Una empresa que en los años ’60 ya era de las principales de su país, que primero se llamó Tiger y más tarde Asics, y a la que un joven y curioso Phil Knight llegó de visita un día cualquiera para saber si había posibilidades de armar un negocio importando esas zapatillas en Estados Unidos. La sociedad entre americanos y japoneses terminó como debía, es decir, con una cruenta batalla comercial y judicial que desembocó en la creación de Nike como marca independiente. Bill Bowerman, la otra pata de Nike, fue el shoe dog obsesionado por la técnica y la mecánica de los zapatos deportivos, el que experimentó por años en su taller con mezclas de caucho, químicos y solventes y el que pagó con el deterioro de su propio cuerpo por tanta porquería inhalada.
Más cercano a nosotros (al menos, geográficamente) el uruguayo Roberto Muller fue un shoe dog al estilo de un gangster simpático, tan hábil para el marketing y la comunicación como para asociarse con Horst Dassler en sus aventuras menos confesables y conocedor de los secretos más oscuros de la industria global del calzado. Si a un shoe dog de raza le costaba entender que sus empleados no quisieran trabajar 18 horas por día, o que se les cuestionara el espionaje industrial, las coimas, las amenazas, los negocios barranis, las relocalizaciones de industrias en países del quinto mundo en condiciones penosas, era porque ellos mismos habían pasado por todo eso mismo durante muchos años. Dato, no opinión ni justificación.
Eduardo Bakchellian, el shoe dog por antonomasia de la industria nacional, falleció hace pocos días a los 92 años.
Toda esta larguísima introducción hablando de otra gente tiene el único propósito de presentar mejor al personaje que motiva esta nota: don Eduardo Bakchellian, el shoe dog por antonomasia de la industria nacional, quien falleció hace pocos días a los 92 años. Un tipo que llegó a jugar en las grandes ligas de su rubro, mano a mano con todos los mencionados más arriba y que compartió muchos de esos rasgos personales e historias de vida. Que del modesto tallercito del conurbano llegó a conformar un gigante industrial con decenas de fábricas, miles de empleados y millones de dólares de facturación y ganancias, pero que también seguramente llevaba en su carácter y en su modo de entender el negocio la vulnerabilidad del talón de Aquiles que lo llevaría al ocaso, la quiebra y el desguace vil de Gatic, la empresa que fundó y condujo desde 1953 hasta su cierre definitivo en 2004. Desde luego, además de sus triunfos y sus derrotas personales, en la trayectoria de Bakchellian y de Gatic también incide el factor negativo con el que decidió titular a los dos tomos de su libro autobiográfico: El error de ser argentino. Sabrán disculparme el renefavalorismo, pero no le faltaba razón a don Eduardo. Sobre todo porque su historia —personal y familiar— y la de su empresa ilustran perfectamente el arco de ascenso, apogeo, crisis y caída de los últimos 100 años de la Argentina.
Bakchellian nació en 1930, hijo desde luego de un inmigrante armenio que escapó del genocidio a manos de Turquía. Su padre quiso y pudo establecerse aquí, trabajó horas interminables para prosperar, casarse y formar una familia. Pero, aunque su cabeza estaba en Argentina, su corazón seguía en su tierra natal: todo el tiempo que no les dedicaba a sus negocios lo destinaba a asuntos de su colectividad, tanto acá como en la propia Armenia. Tan obsesionado estaba con hacer “perdurar su raza” y con la recuperación de su patria que, incluso trabajando a la distancia, pudo cumplir con el sueño de refundar su pueblo, el mismo que los turcos habían arrasado y destruido. Aquellas tareas lo absorbían tanto que, como el ambiente en el que se manejaba el niño Eduardo no le parecía el mejor (los potreros, la quema y los puestos de Parque Patricios), llegó entonces la decisión de internarlo como pupilo en el Colegio Marín de los hermanos lasallanos. Aquel fue el duro y sufrido mundo de Eduardo entre los 9 y los 17 años, a quien le costaba entender cómo era posible que fuera el único porteño entre tantos compañeros del interior que encontraban en la distancia con sus pueblos el único motivo para tener que vivir ahí. Toda lo que vendría después, su estilo de liderazgo (una particular mezcla de carisma, exigencia y paternalismo), la capacidad de sacrificio y la resiliencia para superar las situaciones más adversas, su obsesión por instalar sus fábricas para ayudar al desarrollo de los pueblos del interior del país e incluso varios de aquellos compañeros de clases que terminaron por trabajar en su empresa, todo eso fue el fruto de lo vivido en esos primeros años formativos.
Lo que vino después también fue de manual: sabiendo que no sería fácil congeniar con su padre, Eduardo se decidió a emprender sus propios negocios. También se atrevió a enamorarse de una chica que no era de la colectividad armenia, una audacia que tardó siete años en confesarle a su padre. Al prestigioso líder comunitario no le quedó más remedio que resignarse y aceptar a su nuera cuando llegó el momento del matrimonio. Vinieron entonces los años de trabajo duro y sin frutos inmediatos en el primer taller de suelas de caucho. Apenas 100 metros cuadrados y cuatro operarios en la localidad de San Martín. A las cinco de la mañana arriba, a las seis ya se luchaba con las máquinas en la fábrica y la jornada se terminaba a la hora que hiciera falta. Cuando parecía que la situación mejoraba, se les caía un proveedor o se rompía una máquina. Cuando esperaban hacer una diferencia con algún producto, llegaban la inflación o las devaluaciones. Aunque Eduardo se declarara (cómo no) cercano a los socialistas de Justo y Palacios, prefería no ensañarse demasiado con el peronismo. De todos modos, ya desde el principio queda claro que no le gustaba nada eso de depreciar la moneda o congelar los alquileres. Eran los incentivos equivocados, las políticas que castigan a los que se esfuerzan.
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Con su empresa ya establecida (lo cuenta Eduardo en El error de ser argentino y también me lo contó a mí en una larga entrevista que tengo grabada en un video demasiado amateur, un material con el que no sé bien qué se podría hacer) a partir de los años ’60, lo que siguió fue una suerte de loop en el que cada vez se repetía el siguiente ciclo: trabajo, inversión, crisis inesperada, años al borde de la cornisa de la quiebra para luego zafar gracias a una combinación de esfuerzo, eternas noches de insomnio, talento, suerte y astucia para encontrar la ayuda, la influencia o el contacto apropiado y salir así de la crisis más fortalecido. Con cada uno de aquellos loops, Gatic, su empresa, era cada vez más grande, la planta sumaba metros y después se sumaron más plantas, las cifras de los cheques cobrados y de los pagarés a levantar eran mayores, así como también los enemigos que querían tumbarlo, el interés de la DGI en encontrarle alguna factura en falta y la importancia de los contactos a los que se recurría en busca de ayuda. De los hermanos lasallanos salieron acercamientos con el desarrollismo de Frondizi, incluso con el propio don Arturo. También con Julio Oyhanarte, quien asesoró legalmente a la empresa y luego integró su directorio, algunos años después de ser juez de la Corte Suprema y bastante antes de ser secretario de Justicia del gobierno de Carlos Menem.
Sin dudas, los hitos que marcaron el despegue de Gatic fueron las licencias para producir en nuestro país productos europeos de mucho éxito y calidad. Primero, las suelas Vibram, un producto con el que Gatic logró un gran impacto en su gremio y le sirvió además para acumular respaldo y prestigio para el siguiente paso: en medio de una dura batalla administrativa contra la mucho más poderosa empresa Alpargatas y sus influencias en la DGI y el gobierno militar de entonces, Bakchellian descubrió en una feria del calzado en Alemania las zapatillas Adidas y quedó fascinado. Supo que esa licencia también tenía que ser suya y, junto a sus amigos italianos de Vibram, decidió enfilar a mediados de 1969 hacia la sede central en el pueblo bávaro de Herzogenaurach. Tuvo una serie de reuniones, la última y decisiva con la jefa suprema Käthe Dassler en la cocina de su casa, su lugar preferido para cerrar negocios. En sucesivas visitas pudo conocer también a Adi, el genio romántico y creador de la familia, y no fueron pocas las horas que pasaron juntos analizando y proyectando nuevos modelos de zapatillas. Entre shoe dogs se entendían bien.
La invención de un mercado
La puesta en marcha de la producción de calzado (y más tarde indumentaria) Adidas en Argentina no fue sencilla para Gatic. Tuvieron que adaptarse a los altos niveles de exigencia de los alemanes, quienes desde luego ejercían un riguroso control de calidad sobre sus licenciatarios. Ciertos procesos o técnicas para los que no estaban preparados debieron suplirse importando nuevas máquinas que exigieron a su vez innumerables horas de pruebas y puestas a punto. Luego de varios meses de esfuerzos Gatic estaba lista para salir al mercado con once modelos de zapatillas Adidas, productos muy superiores (y más caros, por supuesto) a cualquier otro disponible en el país. El éxito fue casi instantáneo y luego explosivo. Las Adidas se convirtieron en el producto aspiracional por excelencia, uno por el que todos estaban dispuestos a pagar algo más. Lo querían los deportistas profesionales y los amateurs, los jóvenes como calzado informal y los padres que preferían comprarles un par de zapatillas caras por año a los chicos, en lugar de dos o tres pares más baratos. La llegada de Adidas al país posibilitó además que otras empresas nacionales se pusieran a la altura y compitieran con mejores productos. Surgieron así Topper (de Alpargatas), Blitz, Diportto, Deport Hit y decenas de marcas nuevas. Otro empresario armenio imitó a Bakchellian y se trajo la licencia de Puma. Argentina entraba así en la modernidad de la moda deportiva.
Pero no se trataba únicamente de los productos: en Gatic entendieron pronto que para tener éxito con Adidas necesitaban además la renovación y la expansión de los canales de ventas. Por décadas los artículos deportivos en Argentina se conseguían en apenas unas cinco casas tradicionales, más parecidas a un depósito o una proveeduría que a otra cosa. Y así era sólo en Buenos Aires y alrededores. En el resto del país el poco calzado deportivo que había disponible se vendía en zapatillerías muy rudimentarias o incluso en kioscos de diarios y revistas. Lo que hizo entonces Gatic fue exigirles a sus clientes que transformaran sus negocios en verdaderas casas de deportes modernas, con vidrieras y salones de ventas amplios, una escenografía acorde a los nuevos productos que se disponían a vender. En muchos casos, la propia Gatic invirtió en muchos de estos locales en todo el país, al punto de contar con tiendas en algunas de las esquinas más caras de Buenos Aires, como Santa Fe y Callao, o Corrientes y Florida.
De la mano de Adidas y la familia Dassler, con el mundial de local y el triunfo en 1978, y más tarde con el campeonato de 1986, Gatic consiguió nuevos saltos de crecimiento y proyección internacional. Además del inusitado éxito de Adidas en el país, la empresa llegó a exportar sus productos a otros países, incluso a la propia Alemania. Llegaron entonces las licencias de otras marcas, siempre con la conformidad de los Dassler: Le Coq Sportif, Umbro, New Balance, Asics, LA Gear, Reef. Bakchellian ya era un shoe dog de relevancia mundial, y todo esto lo lograba en un contexto interno de alta inflación e inestabilidad política. Ante cada crisis inflacionaria, ante cada fracaso de los intentos de ajuste, su receta era siempre la misma: recuperar los márgenes con más inversión, más producción y más ventas. ¿Podía ese modelo mantenerse exitoso indefinidamente?
Los dos tomos autobiográficos de Bakchellian tienen el indudable mérito de resultar convincentes.
En este punto seguramente habría que hacer algunas acotaciones. Los dos tomos autobiográficos de Bakchellian tienen el indudable mérito de resultar convincentes. En primer lugar, porque con El error de ser argentino no se enmascara detrás de un ghost writer para simular una primera persona, con lo cual el texto en forma de diálogo resulta más auténtico y creíble. En segundo lugar, porque don Eduardo sabe perfectamente desde qué lugar y en qué momento está haciendo bajar su discurso: el presente es el año 2000, su empresa es un gigante con pies de barro que arrastra años de una crisis que, esta vez, sí parece definitiva; sabe además que su figura despierta controversias, que hace años que su nombre y su cara aparecen en las páginas de los diarios: primero en los suplementos barriales, luego en los de las pymes, más tarde en las páginas económicas y, finalmente, ya en las políticas. Ha recibido premios al Industrial del Año, su figura talla en las organizaciones empresariales y para ese entonces tiene una larga lista de acusaciones que responder. Las que ponen en duda su honestidad, las que lo señalan por haberse hecho amigo de presidentes para —supuestamente— poder coimear a funcionarios y jueces y recibir salvatajes estatales, desde luego que lo enfurecen. En sus declaraciones se hace cargo de todo lo que le tiran sin necesidad de que le pregunten: no esquiva ningún bulto y, al referirse a varias situaciones comprometedoras, explica todo con lujo de detalles y sin ahorrarse un nombre propio. Alfonsín, Menem, Sourrouille, Nosiglia, Machinea, Cafiero, Duhalde, Erman González, Cavallo, Roque Fernández: todos ellos son tratados con corrección, incluso con elogios, pero también se los señala como gente que no controlaba (o no quería controlar, meme de las hermanas Nara) a sus subalternos o contrapartes sindicales. Ellos son entonces los implícitamente señalados como los autores materiales de las chanchadas: Mazzorín, Gostanián, Cavalieri, Hugo Santilli. ¿Se le puede creer cuando dice que nunca, en su vida, jamás le pagó un soborno a un funcionario, y que debido a ello perdió verdaderas fortunas en sus negocios? ¿Podemos creerle que sólo aceptó ser parte de los regímenes de promoción industrial como una medida desesperada, regímenes a los que caracteriza como una estafa a los contribuyentes y a la sana competencia, para finalmente reconocer que fue un gran error de su parte? Hay que leer para elegir creer o no.
Pero más aún que las dudas acerca de su reputación, lo que más lo enerva a don Eduardo son los discursos que atacan el corazón de su actividad o, incluso, su identidad más profunda: la de hombre de la industria nacional. En este aspecto sí se vuelve denso, machacante, terco incluso. Los dos libros están salpicados por innumerables diatribas contra los “economicistas de escritorio”, los funcionarios, académicos y opinólogos que nunca estuvieron a las seis de la mañana probando fórmulas de vulcanizado, los que nunca tuvieron que ir a una cueva para levantar un documento o hipotecar todas sus propiedades sin que su familia lo sepa, todos aquellos que no parecen interesarse por la suerte de miles de empleados en los lugares más alejados del país que se pueden quedar sin trabajo, sustento y dignidad; en fin, todos aquellos que señalaron de una u otra manera —con mayor o menor responsabilidad, con distintos grados de sensibilidad y conocimiento, con honestidad intelectual o sin ella— las graves limitaciones del modelo nacional de sustitución de importaciones. Qué otra cosa sino eso fue la historia de Gatic, después de todo. Seguramente, uno de los casos en los que aquel modelo pareció alcanzar sus mayores éxitos en cuanto a calidad de los productos, eficiencia de la gestión, tamaño del negocio y expansión gracias a la inversión y tecnificación genuinas. Pero que, en definitiva, siempre estuvo al alcance de un simple tiro de gracia propinado por los cambios en las condiciones de la economía globalizada y por los modos en que la política económica argentina decidió enfrentarlos.
Qué otra cosa fue la historia de Gatic, sino la historia del modelo nacional de sustitución de importaciones.
Luego de leer los libros de Bakchellian cuesta mucho no identificarse con él y preguntarse si el modelo que defendió y puso en práctica hasta sus últimas consecuencias podría haber funcionado de algún modo razonable. Él mismo procuró en su discurso hacer la distinción entre empresarios que iban a la caza de la prebenda del Estado y los que sólo se enfocaban en desarrollar su negocio, entre los que coimeaban funcionarios y los que no, entre quienes se gastaban las ganancias en propiedades en Punta del Este y los que preferían reinvertir y hacer crecer sus empresas. También reconoció que el modelo de país corporativo, con cientos de regulaciones y protecciones que sólo les servían a las oligarquías políticas, sindicales y empresariales, era una carga demasiado pesada para la sociedad. Hasta aceptó que la desregulación y la apertura económica implementadas en los ’90 eran necesarias y que sin eso era casi imposible reducir la inflación. Pero claro que, en los términos en los que él planteó el problema, la apertura no fue razonable, sino que fue una “inundación” de productos importados de países con sistemas cuasi esclavistas y sin ningún tipo de control de subfacturaciones y otras maniobras. ¿Cómo habría sido entonces un modelo de apertura económica más balanceado? La cuestión ronda todo el tiempo en su discurso, pero nunca se termina de desarrollar con claridad.
Triste, solitario y final
Así las cosas, lo que vino después de la publicación de las dos partes de El error de ser argentino fue inapelable. El colapso de la Ley de Convertibilidad y del gobierno de la Alianza fue la estocada final para Gatic: se inició un largo y tortuoso proceso judicial que tuvo como efecto inmediato la pérdida de la licencia de Adidas para la Argentina y, luego de años de disputas y presentaciones con propuestas para reconvertir a la empresa, finalizó con la quiebra y remate de todas las fábricas y propiedades de las que aún no se habían desprendido Bakchellian y sus hijos. No hace falta mucha imaginación para ver en este proceso el sello de las políticas y los métodos del kirchnerismo recién llegado al poder: las presiones sobre el juez de la causa por parte del gobierno de la Provincia de Buenos Aires, de los sindicatos, de grupos de cooperativistas y de otros empresarios que vieron una oportunidad ideal para convertirse en propietarios con una mínima o nula inversión pudieron más que todos los esfuerzos de la familia. Un ex ejecutivo de una empresa rival, por ejemplo, se quedó con la enorme planta de Coronel Suárez por la misma suma que inicialmente había ofertado como un alquiler anual. Lo que se produjo en esa planta fue el típico trasplante del modelo de ensamblado de piezas de productos electrónicos en Tierra del Fuego: como las máquinas fueron quedando obsoletas y la inversión era escasa, el nuevo dueño se limitó a producir modelos de calzado muy básicos y a pegar suelas con capelladas importadas. Pocos años después le vendió a su vez la planta a un grupo industrial brasileño por un precio varias superior al pagado en la quiebra. Los recién llegados continuaron por el mismo camino de la farsa industrial subsidiada: la cantidad de operarios en la fábrica es apenas una fracción de la que supo tener en su mejor época, y los sueldos han sido más una excusa para cobrar subsidios estatales que otra cosa. El modelo productivo de matriz diversificada y sarasa. El mismo que en su cuarta versión cerró por completo el zoológico y puso a los cuidadores a cazar a gusto. Así disfrutamos hoy de productos textiles y calzado de pésima calidad y con una inflación de precios que duplica largamente al IPC. Al menos, a los influencers les regalaron una remera.
Como no podía ser de otra manera, revisar las páginas de las dos partes de El error de ser argentino al recordar la figura de Eduardo Bakchellian tiene un efecto melancólico. Se percibe en ellas y en las fotos que las ilustran la emoción genuina de una vida larga e intensa, los triunfos de alguien que llegó prácticamente a lo más alto que su actividad le podía permitir: ahí están las imágenes jugando al fútbol con Maradona o abrazado a Pelé en una feria de la industria deportiva, un encuentro junto a Joe Frazier y Adi Dassler, otro con Fangio, la inauguración de una fábrica con Alfonsín, otra con Menem, fotos de partidos con famosos y ex futbolistas en la Bombonera. Desde luego, las anécdotas familiares, los hijos que crecen, los nietos a los que malcría como un abuelo más. Pero también está, por ejemplo, esa foto del comienzo de la construcción de la primera de las varias naves de la planta de Gatic en Coronel Suárez, en junio de 1983. No es mucho lo que se ve ahí: apenas unos autos estacionados al borde de un gran descampado con sectores llenos de barro, mientras se lo ve a don Eduardo dándole indicaciones a un allegado. Aunque no aparece en la imagen, el inicio y el avance de aquella obra me los contó con todo detalle uno de los constructores que participó en ella, alguien que dejó el pueblo de Las Flores con su socio y un grupito de albañiles y que a los pocos meses llevó a su esposa, su hija y su hijo para instalarse definitivamente en Coronel Suárez. Trabajó para Gatic durante muchos años más y, por esas casualidades de la vida, hoy es mi suegro.
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