Los ciclos económicos de raíz política han sido muy estudiados por quienes buscaron entender cómo las políticas monetarias y fiscales expansivas de gobiernos con ganas de reelegirse afectaron la actividad económica. En Argentina, la cuestión tiene sus características particulares, ya sea porque las herramientas son más rudimentarias o porque el punto de partida es más endeble. Acá la solemos llamar “la macro de los años impares”.
Esta macroeconomía de los años impares (los electorales, para algún desprevenido) es muy fácil de entender en números. El déficit fiscal suele ser un 20% superior al de un año par y, además, la estacionalidad también cambia: el déficit acumulado hasta octubre suele ser el 60% del total en un año impar, contra alrededor del 50% en un año par. En un año con elecciones, el tipo de cambio real se aprecia un 5% hasta agosto; en uno par, el dólar se mantiene estable. De hecho, no hubo ningún año en el que el tipo de cambio real bilateral con Estados Unidos no se haya apreciado en un año de elecciones (la excepción es 2009 por la crisis global). Todo esto tomando datos desde 2003.
También podemos representar la macro de los años impares por la negativa. En este siglo fueron los años pares los elegidos por los gobiernos para corregir desequilibrios y “llegar con aire a la elección”. Un caso de manual fue 2014: en enero Axel Kicillof devaluó un 30%, el Banco Central subió las tasas unos 10 puntos y se lanzó un roadshow con la intención de salir del default con los acreedores externos. Esto último fracasó, pero aquella mal llamada “sintonía fina” fue lo que permitió, entre otras cosas, que se transitara un 2015 sin mayores sobresaltos, aunque profundizando el consumo de reservas y otros stocks. El Gobierno de Cambiemos también eligió un año par (2016) para devaluar, salir del cepo, subir tasas y ajustar tarifas (a una velocidad debatible). Y 2018 para cerrar el acuerdo con el FMI con un ajuste fiscal más acelerado. De hecho, fue en un año impar (2019, el siguiente) cuando el Gobierno de Mauricio Macri recurrió a los controles de precios y congelamiento de tarifas.
Un año autopercibido impar
Vengamos al presente. Este año no hay elecciones, pero la política económica se parece mucho a la de un año impar: el tipo de cambio real se viene apreciando un 5% en lo que va del año, el déficit fiscal tuvo el peor arranque desde 2017 (rojo primario de 0,7% del PBI —bien medido— vs. 0,2% el año pasado, que fue electoral), el gasto crece al 19% anual en términos reales versus ingresos genuinos al 3% y los regresivos subsidios a la energía están corriendo a una velocidad inaudita (acumulan 0,8% del PBI en el primer cuatrimestre contra 0,6% en 2021 y 2020). Por si fuera poco, el Gobierno alienta la carrera nominal entre precios y salarios en el contexto inflacionario más delicado desde la híper de Menem: los cierres de paritarias pasaron de ajustes anualizados de 53% en enero a 62% en marzo y casi 80% en abril. Y no se ve un esfuerzo oficial claro por coordinar esta dinámica. En consecuencia, al Banco Central le está costando mucho comprar dólares en la época buena del año: lleva comprados 900 millones de dólares contra 5.700 millones a esta altura del año pasado.
Nunca es recomendable procastinar con la macro, pero hoy ni siquiera parece una buena estrategia política. El rasgo distintivo de la actualidad radica en que estamos bajo un programa con el FMI, el cual es indispensable cumplir para ir destrabando los desembolsos y honrar los vencimientos del programa anterior, evitando así entrar en atrasos. Tal como marcha la economía, parece casi un hecho que en la segunda o tercera revisión, que tendrán lugar en septiembre y diciembre, se incumplirá alguna meta trimestral. Y hay altas chances de incumplir todas las metas anuales a fin de año (la revisión sería en marzo de 2023).
Aquí está el problema que enfrenta la estrategia electoral del oficialismo: si el Fondo se mantiene firme en que las metas no se cambian, el Gobierno tendrá que gastar antes de tiempo todos los perdones (waivers), lo que erosionará su credibilidad ante el directorio de cara al año que viene. No se debería subestimar esta posibilidad. De hecho, el propio vocero del FMI, Gerry Rice, dijo hace dos semanas que “las metas y los objetivos del programa permanecen inalterables”. El valor de la palabra del organismo tiene cierto valor, puesto que antes de febrero de este año ya daban a entender que los lineamientos del programa iban a ser light, algo que finalmente sucedió.
¿No hubiese sido mejor ser un buen alumno en 2022 y usar esa ‘matrimilla’ para pedir perdón en 2023 y buscar la reelección?
La puesta en marcha de una verdadera economía electoral el año que viene enfrentará la inexcusable restricción del FMI. ¿No hubiese sido mejor ser un buen alumno en 2022 y usar esa “matrimilla” para pedirle perdón al FMI en 2023 y buscar la reelección? Efectivamente, hacerse la fama de cumplidor este año y echarse a gastar el año que viene se supone que debería ser un camino preferible bajo la lógica del ciclo político. Es necesario aclarar que un default con el FMI nunca funcionaría desde el punto de vista político: aunque podría ayudar a una construir una retórica patriótica y anti-imperialista que cohesione o enamore a un sector significativo del electorado, esto se vería completamente eclipsado por las consecuencias inmediatamente negativas en una economía que coquetea con la hiperinflación.
Dando por descontado que el oficialismo entiende bastante de estrategias electorales, la única hipótesis plausible para esta macro electoral en un año par es que Alberto Fernández y Martín Guzmán sí están, en efecto, librando una elección este año: la lucha por la interna del Frente de Todos. Una campaña para convencer al kirchnerismo de que son como ellos. Por eso, todo el tiempo lo que se juega es una dicotomía entre:
1. Algo muy cercano a lo macroeconómicamente racional, personificado en la figura de Guzmán y explicitado en la tinta del programa con el FMI, y
2. Lo políticamente conveniente en el cortísimo plazo para mantener la mínima cohesión en la alianza de Gobierno.
En el medio: el presidente equilibrista, que a veces se inclina hacia un lado y otras veces hacia el otro, pero siempre en la cuerda floja. El impuesto a la renta inesperada, las retenciones al campo y el adelantamiento de la actualización del piso de ganancias son sólo los ejemplos más actuales de esta dicotomía.
Por eso, 2022 es algo mucho más complejo y peligroso que una simple macro de año impar: es una economía que se autopercibe como electoral, pero que se combina con algunos intentos de racionalidad que tienden a agravar el panorama general. Los casos más claros de esto son la política cambiaria y la monetaria. La primera persigue el objetivo del Fondo de no apreciar tanto el peso en términos reales (mantenerlo en los niveles de fines de 2021): por eso la devaluación del tipo de cambio oficial pasó del 1% mensual de octubre del año pasado a algo mucho más parecido al 4% en abril y mayo. Esto tendría cierta lógica en un contexto de racionalidad general, pero bajo un panorama donde el déficit fiscal y el financiamiento monetario se expanden, los ajustes salariales no se coordinan y los precios regulados se sincerar sólo parcialmente, es muy peligroso.
La inflación se acelera, el tipo de cambio intenta no perderle pisada y la inflación se acelera más: una carrera nominal. Con la política monetaria pasa algo parecido: como la directiva del FMI es que las tasas reales sean positivas, el BCRA se embarcó en una suba de tasas que tendría mucho sentido (aunque aún así sería insuficiente) si, además, se redujera la financiación con emisión del déficit. Pero no: una pincelada de ortodoxia en un cuadro totalmente vanguardista (siendo generosos) lo único que hace es acrecentar el déficit cuasifiscal (el que incluye el balance del BCRA). En resumen, la interna no es gratis.
Como siempre sucede, será el próximo gobierno quien tenga que lidiar con las consecuencias de la procrastinación macro.
Como siempre sucede, será el próximo gobierno quien tenga que lidiar con las consecuencias de la procrastinación macro (esta vez por partida doble). Los temas que deberá abordar son mucho más complejos que los que representaron los anteriores giros en la conducción política en 2015 y 2019. Quizás combinen lo peor de cada uno: el dilema de los vencimientos de la deuda en pesos (agravado por su mayor indexación), la decisión de cómo y a qué velocidad salir de un cepo cambiario recargado, una nueva reestructuración de deuda en moneda extranjera con acreedores privados, un nuevo programa con el FMI (si es que no se acumulan atrasos), déficit energético y desbalances fiscales de todo tipo. A ellos se suman nuevos problemas, como la mayor exposición a deuda pública tanto del sistema financiero como del sector privado o el contexto internacional más desafiante, con tasas e inflación mucho más elevadas.
Cicerón decía que no aprender de la historia es como ser eternamente niños. Por eso, no sólo esperamos que los próximos encargados de la política económica sean atinados con las medidas a aplicar (cualesquiera que éstas fueren), sino que también la política madure y los acompañe, como mínimo, no autoboicoteándose con internas en ejercicio.
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