PATRICIA BRECCIA
Mucho texto

#39 | Cuando nos quedamos sin Musas

Me pregunto dónde empiezan realmente las historias. Sin deidades que les dicten, los escritores cargan con la libertad y responsabilidad de cada decisión narrativa desde la primera línea.

Un comienzo es una promesa. Un contrato, dice Amos Oz.

Claro que no es fácil saber dónde comienza una historia porque puede empezar por cualquier lado y en cualquier punto temporal. Pura arbitrariedad narrativa. Y esa es la gracia de la literatura: nos hace creer que los hechos sucedieron así porque nos lo cuentan así.

Compramos, pero no cualquier cosa.

Cuando al leer siento que aquello no podría ser contado de otra manera, es porque estoy dentro y no se me ocurre pensar cosas como: por qué dice esto, por qué lo dice así, cuánto tiempo estuvo pensando esa frase, por qué adorna cada línea con una lentejuela como para que brille, qué le pasa con los adjetivos, qué le pasa con los adverbios. Si pienso todo esto o algunas de estas cuestiones, es porque ya estoy fuera de la literatura y no veo más que a un escritor haciendo el esfuerzo por escribir.

Parece contradictorio con lo que dije hace un tiempo por acá, eso de que me gusta agarrar los textos y desarmarlos para ver cómo están hechos pero esa es una instancia posterior. Después de haber experimentado esa sensación única que producen los mejores artefactos narrativos, esos que te arrojan de lleno en una conjunción espacio temporal nueva, creada exclusivamente para ese instante de lectura, entonces sí, en ese momento, puedo desandar lo andado y empiezo a buscar qué es lo que hizo quien escribe para arrojarme ahí dentro.

Con las cosas que no me gustan, me doy cuenta, el proceso es otro. Pero de eso me doy cuenta después. A fuerza de ir avanzando sobre el texto como sobre el ripio, de a poquito y por acumulación, la promesa inicial de literatura va dejando al desnudo un texto tipeado (no es lo mismo escribir que tipear) y veo hilvanes que no se sacaron después de la costura final, me saltan las palabras como en esos juegos de feria con resortes a los que uno tiene que ir aplastando con un martillo a medida que van apareciendo hasta que no das a basto y lo soltás.

Cuando lo que leemos está bien narrado, no solo disfrutamos y nos dejamos llevar, también sentimos —a mí me pasa— que esa es la forma definitiva para ese contenido, que esa historia no podría haberse contado de otra manera. Por eso son tan importantes los comienzos.

El arranque es una invitación a seguir leyendo, a no abandonar el relato, a conocer un destino y seguir adelante. Es un compromiso que el autor asume con el lector y por el cual le dice esto empieza así y, probablemente, así seguirá, y por eso es un asunto serio. Hay comienzos fuertes, de esos que tiran toda la carne al asador, y otros que se van desplegando de a poco y nos van haciendo entrar lentamente en el universo narrativo propuesto (las novelas tienen más permiso para la demora).

Cuando leemos una gran historia tendemos a olvidar que, en algún momento del proceso de escritura, el autor tuvo que decidir nada menos que el germen de su promesa: ¿qué frase pongo primero?

El inicio marca el pulso.

Los griegos lo tenían fácil porque el trabajo lo hacían las Musas. Ellas dictaban la historia y los poetas las cantaban.

Háblame, Musa, del hábil varón que en su largo extravío, tras haber arrasado el alcázar de Troya, conoció las ciudades y el genio de innúmeras gentes, muchos males pasó por las rutas marinas luchando por sí mismo y la vuelta al hogar de sus hombres, mas ni aun así pudo librarlos, como deseaba, y todos perecieron por sus propias locuras.

Que no nos engañe Homero, no hay deidad que le haya podido dictar esta síntesis. El resumen que da inicio a la Odisea adelanta los hechos de los 12 primeros capítulos y se guarda gran parte para los 12 siguientes. Hay que ponerse las pilas con esto porque en 2026 se viene el estreno de la película de Christopher Nolan, cabe la posibilidad de que quiera jugar con el tiempo como lo hace siempre y no nos vendría mal recurrir a Homero para entenderla. Lo que se cuenta no empieza por el principio, que en el tiempo de la historia es la caída de Troya, tampoco con su protagonista sino con su hijo que, diez años después del fin de la guerra, sale de Ítaca a averiguar qué pasó con el padre. Debería haber vuelto, ¿no? El relato es una maravilla en el manejo del tiempo y el espacio y eso no sería ningún mérito si es un dictado divino, pero en algún momento las Musas dejaron de hacer el trabajo y la humanidad tuvo que inventar a los escritores. En adelante, todo quedaría en sus manos. Cada escritor se convertía en responsable de su creación, él y no una deidad, está a cargo de las decisiones: ¿cómo se debe contar esta historia?, ¿por dónde empezar?

Amos Oz escribió un libro entero sobre el tema: La historia comienza.

No son consejos de escritura, son reflexiones sobre el intrincado arte de narrar, primero, y una serie de análisis sobre los inicios de distintas obras de la literatura universal (Gogol, Chéjov, Kafka, García Márquez y otros).

En el capítulo introductorio, el mejor, empieza hablando de su padre, que escribe “libros sesudos” que requerían investigación, fuentes, datos, pruebas. El señor Oz padre envidia la libertad de su hijo novelista que puede inventar y fabular, moverse de un lado a otro con la escritura. Lo que el hijo señala es que esa libertad tiene su lado oscuro: un narrador puede hacer lo que quiere con su historia y eso, a veces, puede ser inmovilizante. Cada paso supone una decisión. La primera, el comienzo.

¿Dónde empieza un relato como es debido? se plantea Oz. La respuesta fácil sería decir que hay que empezar por donde está la gracia, por aquello que hará que el lector quiera seguir leyendo, pero esto lo devuelve al principio. Si hay una gracia, deberá descubrirla el escritor para arrancar con ella.

¿Qué es, en última instancia, un comienzo? ¿Puede existir, en teoría, un comienzo adecuado para cualquier relato? ¿No hay siempre, sin excepción, un latente comienzo antes del comienzo? ¿Algo previo a la introducción, al prólogo? ¿Un acontecimiento anterior al génesis? ¿Una razón que diera motivo al factor del cual se originó la causa primera?

Después de las preguntas, lleva el razonamiento al extremo. Si decidimos empezar un relato con la frase “Gilbert nació en Gedera al día siguiente a la tormenta que arrancó el cinamomo” podemos poner en duda ese inicio y creer que deberíamos hablar primero de cómo y cuándo ese cinamomo fue plantado o ir más atrás y hablar de la época en que los padres de Gilbert se instalaron en ese lugar, o del momento en que se fundó Gedera y así podríamos ir siempre más atrás. “Hasta llegar al Big Bang. Pero, ¿qué existía en realidad antes del Big Bang?”. El hombre se pone extremo, y lo hace para marcar un punto: no hay inicio natural para una historia, el recorte temporal es siempre una arbitrariedad. Lo mismo pasa con el tono, con el punto de vista, con los personajes. ¿Por qué empezar con Gilbert y no con los padres, la prima, el vecino?

La dificultad de la literatura, y también su gracia, es lo que el padre de Oz envidiaba. La libertad y responsabilidad absolutas que tiene el autor en esa toma de decisiones constantes que es escribir.
Cuando las Musas no están a cargo todo cae sobre las espaldas de quien escribe, a menos que seas Borges, a quien las historias le son reveladas, pero me da la sensación de que su caso es excepcional: su modo de concebir la escritura lo acerca a la idea de las Musas. Como dijo en una de sus conferencias sobre poesía en Harvard durante el curso 1967-1968:

Cuando escribo algo, procuro no comprenderlo. No creo que la inteligencia tenga demasiada relación con el trabajo del escritor. Cuando escribo (pero quizá yo no sea un buen ejemplo, sino sólo una terrible advertencia), intento olvidarlo todo sobre mí.

El resto de los mortales, que no pueden narrar como si estuvieran soñando, debe confiar en el trabajo de escritor.

Veamos el comienzo más célebre de todos, el más recordado y el más conocido, incluso por quienes no lo han leído.

En un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo.

El narrador decide, primero, ubicarnos: nos señala una época, nos indica un lugar, presenta a su personaje principal. En esa sola frase también nos dice que no va a ser un narrador del todo confiable: hay cosas que prefiere olvidar, se va a meter en la historia que cuenta y no será muy preciso. Haríamos bien en no creerle demasiado.

Lo paradójico de uno de los arranques más recordados es que el Quijote no empieza así sino con el “Desocupado lector:” con el que abre el prólogo. Alguna vez quiero detenerme en este libro que, definitivamente, no puede ser leído sin su prólogo. No ahora.

Imaginaba, al principio, hacer acá un repaso sobre distintos comienzos de libros. No una tipología sino un compendio de los que me gustan, los que se me quedaron grabados, los que me enseñaron algo, los novedosos. Pero una idea inicial también puede dispararse hacia lugares imprevistos y así pasó con este newsletter, que fue para un lugar imprevisto.

Quedo debiendo una lista de comienzos.

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Andrea Calamari

Doctora en Comunicación Social. Docente investigadora en la Universidad Nacional de Rosario. Escribe en La Agenda, JotDown, Mercurio y Altaïr Magazine.

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