Partes del aire

#118 | Premiar al ‘sottogoverno’

Si festejamos el circo de las escuchas de origen dudoso, no nos quejemos después de que sea una industria próspera.

Hola! Espero que estés bien.

Estoy de acuerdo con todos los que creen que los intentos del Gobierno por frenar la difusión de los audios son un intento de censura, que allanar periodistas buscando revelar fuentes está mal, que la cautelar del juez es un mamarracho y que el oficialismo tiene que aflojar con su paranoia contra el periodismo. Esto es importante y no es trivial. No hay juicio sobre el periodismo que esté por encima de la Constitución y la libertad de expresión.

Al mismo tiempo, quiero aprovechar este rincón semanal para decir que si es cierto que a los funcionarios los grabaron en sus despachos estamos ante una operación descomunal, planificada y ejecutada con intenciones políticas, y que el periodismo y la política deberían compensar la adrenalina inevitable que generan los audios con cierto escepticismo sobre los intereses de quienes filtran y difunden materiales con toda la pinta de haber sido obtenidos clandestinamente.

Empiezo por la primera parte. Esta nueva saga de mensajes está pegada en el tiempo pero es distinta de la de la semana anterior, en la que Diego Spagnuolo le contaba a un interlocutor traicionero sobre retornos y sobreprecios en la agencia de discapacidad. Ese audio ya tiene su causa judicial y sus allanamientos. La segunda saga surge ante la filtración de un audio inocuo de Karina Milei en su despacho y los rumores y los fanfarroneos de que hay unos 50 audios de Karina guardados en algún disco rígido (o alguna nube). Ante esta situación, Karina Milei recurre a la Justicia invocando razones de seguridad nacional para impedir que se difundan los audios (que todavía nadie sabe si existen) y Patricia Bullrich retruca, en su estilo habitual, para denunciar un complot y pedir allanar a dos periodistas y al dueño del tinglado online donde salieron por primera vez. La denuncia de Karina la toma un juez de apellido Marianello, acosado por varias denuncias y candidateado para camarista, que hace un menjunje de argumentos para admitir la cautelar y prohibir la difusión de los audios. La parte de los allanamientos la toma el fiscal Stornelli, que acepta investigar la posible operación de inteligencia clandestina contra el gobierno pero dice que no va a allanar a nadie.

Hasta acá los hechos, que no se han movido en los últimos dos días. Tenemos dos audios (el de Spagnuolo y el de Karina) y tres procesos judiciales.

Hasta acá los hechos, que no se han movido en los últimos dos días. Tenemos dos audios (el de Spagnuolo y el de Karina) y tres procesos judiciales: el de Spagnuolo que lleva el juez Casanello, ex Tortuga, el amparo de Marianello y la investigación en Comodoro Py de Stornelli, que parece la cabeza más sensata de este manicomio. La cuestión judicial no parece tener demasiado misterio: que Casanello y su fiscal investiguen si hubo corrupción en la agencia de discapacidad, que alguien le diga a Marianello que su amparo es inconstitucional y que Stornelli y Ercolini, su juez, no allanen a ningún periodista ni los obliguen a revelar sus fuentes pero sí pongan la mirada en la parte de este escándalo hasta ahora menos mirada: el origen misterioso de los audios, su aparición un año después con timing electoral, la posible colaboración de espías freelancers asociados a nuestro viscoso sistema de inteligencia.

Política difusa

La parte política del caso, en cambio, es más difusa. Mi impresión es que buena parte de la política y del periodismo se ha subido a los audios con una mezcla de excitación y oportunismo haciéndose demasiado pocas preguntan por su origen. No hablo de su autenticidad: el propio Gobierno reconoció que el audio de Spagnuolo es real, pero sostiene que su contenido es mentira. Tampoco hablo de cuestiones judiciales: si finalmente los audios comprometedores de Karina existen, legalmente tienen todo el derecho los muchachos de Carnaval, incluido Jorge Rial, nuevo paladín del periodismo de investigación, de publicarlos y difundirlos. Por eso mi ñoñez no es jurídica sino, como diferenció Carlos Pagni el lunes, ética. Es decir, decisiones individuales que no tienen nada que ver con cumplir o incumplir normas legales, sino con valores y estándares profesionales. ¿Todo audio auténtico y escandaloso, imán de rating, debe ser reproducido aun si su origen es ilegal, clandestino o extorsivo? Para la jurisprudencia argentina existe la teoría del “árbol envenenado”: una prueba que se obtiene ilegalmente no puede ser usada en un juicio, por más transparente que parezca en su incriminación. Quizás los medios y los políticos (no puedo decir esto taxativamente, porque hay muchos grises) deberían tener también cierta prudencia antes de salivar hambrientos ante cada nuevo caramelito, porque podrían estar alimentando una máquina que desprecian.

Digo esto porque los periodistas suelen tener una visión muy negativa sobre el rol de los servicios de inteligencia en nuestra democracia. Es parte del sentido común que todos los gobiernos desde 1983 han usado a la SIDE para su propio beneficio y para apretar o espiar a dirigentes opositores. Esta unanimidad ha ayudado a convertir en figuras casi míticas a personajes como Antonio Stiuso, que yo pensaba que era un genio del mal, por lo que leía en los diarios, hasta que lo vi en el documental de Netflix sobre Nisman y me di cuenta de que era un buscavidas argentino como tantos otros. Yo tiendo a pensar que el poder de los servicios ha sido exagerado y que el problema es menos grave de lo que parece, basado en mi máxima de que en Argentina, para explicar algo inexplicable, uno acierta más apostando por la incompetencia que por la conspiración. Pero supongamos que yo no tengo razón y la mayoría sí la tiene y los servicios de inteligencia, controlados por los gobiernos o fuera de su control, son un problema que corroe las bases de nuestra democracia. Entonces el periodismo y la política, al engullir y regurgitar los productos enviados por los operadores subterráneos, les hace un favor, los transforma en exitosos, refuerza el mismo ecosistema al que acusa de dañar nuestra democracia. Si existe un submundo de operadores clandestino (¡sottogoverno!) y creemos que ese submundo es malo, entonces lo mejor que podemos hacer es ignorar sus audios, sus videos, sus fotos, sus filtraciones.

Siempre que leo detalles sobre expedientes me pregunto quiénes son esas “fuentes de la investigación” que filtran estas cosas a los periodistas y con qué objetivo.

En estos años hemos tenido varios episodios de audios filtrados misteriosamente. Quizás el más famoso sea el de Cristina, a principios de 2017, recordado menos por chanchullos que por su sonoro “pelotudo” a Oscar Parrilli. Más habitual ha sido la filtración del contenido de celulares allanados por la Justicia sobre cuestiones que poco tenían que ver con la investigación inicial. Esta práctica el kirchnerismo la ha convertido en un arte y una ciencia, pero es bastante habitual. Siempre que leo detalles sobre expedientes me pregunto quiénes son esas “fuentes de la investigación” que filtran estas cosas a los periodistas y con qué objetivo. A mi amigo Darío Nieto le sacaron el teléfono en 2020 por una causa que finalmente no fue a ningún lado y a los diez días ya estaban todos los canales diciendo que manejaba un circuito de informes de espionaje en Casa Rosada que involucraba a una señora de apellido Martinengo, uno de esos nombres que aparecen en las secciones de política durante un mes y después se apagan. Era todo mentira, tirado de los pelos, pero cumplió su objetivo, que era el daño político. El objetivo del operador de inteligencia-judicial no es obtener una condena sino arruinar una reputación, hacer militancia política por otros medios, empujar para después pedir algo a cambio. Y muchas veces el campo de batalla de esa operación son los medios, para quienes (comprensiblemente) estos materiales se vuelven irresistibles.

En el caso Maldonado, que Bullrich usó el otro día para compararlo con la situación actual, este método fue central para construir la narrativa de que había un desaparecido en democracia. Ya en la primera nota de Página/12 sobre el tema se cita a un abogada diciendo que los activistas de la RAM habían escuchado a un gendarme decir “tenemos a uno”. (Esa abogada era Elizabeth Gómez Alcorta, luego ministra de Alberto Fernández.) Después, un misterioso “Testigo E” entrevistado por una ONG de derechos humanos asociada al CELS declaró que había visto cómo Gendarmería se llevaba a Maldonado, lo subía a un camión y salía con él hacia Esquel por la Ruta 40. La versión del Testigo E, que según una gran nota de Claudio Andrade en Seúl, ni siquiera dijo eso, sino que los miembros de su comunidad pusieron esas palabras en su boca, se convirtió en canónica. Durante más de dos meses no se podía establecer ninguna otra hipótesis sobre el destino de Maldonado que no fuera la empujada por el CELS. Con el tiempo todos estos testimonios resultaron falsos.

Qué quiero decir con esto: que cosas surgidas de filtraciones judiciales o adyacentes que en un primer momento parecen establecidas (el circuito Martinengo-Nieto en Casa Rosada, la captura de Maldonado por Gendarmería) y marcan el rango de verosimilitud de lo que se puede decir en los medios, rápidamente pueden desvanecerse y quedar en nada. No estoy evaluando acá la honestidad de Spagnuolo ni, mucho menos, de Lule Menem, pero sí que no me sorprendería que con el tiempo veamos que las cosas quizás no eran exactamente como creemos que ahora fueron. Pasó mil veces, puede volver a pasar.

Me despido con mi mensaje principal: si premiamos el circo del sottogoverno con difusión y rating, no nos quejemos después de que sea una industria próspera.

Gracias por leer. La seguimos el jueves que viene.

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Hernán Iglesias Illa

Editor general de Seúl. Autor de Golden Boys (2007) y American Sarmiento (2013), entre otros libros.

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