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La ceremonia del desdén
Luis Chitarroni
Mardulce, 2025
128 páginas, $ 25.000
El primer libro póstumo de Luis Chitarroni (1958-2023) es, como bien señala Edgardo Scott en el muy buen prólogo de La ceremonia del desdén, su repaso y sus reflexiones sobre otro libro póstumo: el Borges de Adolfo Bioy Casares, publicado en 2006. Así como un grupo selecto sabía de la existencia del registro escrito (entre el miércoles 21 de mayo de 1947 y el lunes 11 de mayo de 1987) de la relación entre Georgie y Adolfito antes de su publicación, otro conjunto de personas estaba al tanto –antes de la muerte de Ludwig– de que el encargo que en su momento le hizo a Damián Tabarovsky estaba casi finalizado. El término “casi” se aplica para justificar el hiperbólico perfeccionismo del autor de Peripecias del no. La lectura de su último libro, editado en Mardulce, es, para cualquier lector, la de uno 100% terminado.
La celebración es total. Pocos escritores fueron tan buenos lectores como Chitarroni, virtud borgeana si las hay (“Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído”). Pocos lectores fueron, además, escritores y críticos tan consumados como Chitarroni. La ceremonia del desdén es, quizás, su libro más sencillo en cuanto a estilo, comparable más a los perfiles de Siluetas que a los a veces barrocos (pero no por eso menos disfrutables) ensayos de Pasado mañana. La brevedad del texto ayuda, y es en vano preguntarse si, de haber estado vivo el autor, hubiese sido más largo el texto. Como dijo Charly García en un tema olvidable de gran título: “Lo que ves es lo que hay”.
¿Cómo se condensan en ciento y pico de páginas las observaciones de un libro de 1.650 páginas? Más allá del necesario “Come en casa Borges” que a esta altura funciona como santo, seña y chiste, Chitarroni cae en los muchos de los tópicos comunes del Borges, y está muy bien que lo haga. El primero de ellos es, justamente, el desdén de Borges y de Bioy a todo aquello que no encaje dentro de su radar, para ellos, infalible. “El desprecio como una generalidad abstracta dispuesta a reducirse en la factoría indiscutible del desdén. Esa fracción arbitraria y suplente del desprecio: el desdén”, escribe Chitarroni, y esa frase puede aplicarse tanto a una obra de Ernesto Sábato o Horacio Quiroga como también a Shakespeare, Baudelaire o Goethe.
Una amistad a la inglesa, en la que sí aparecen narrados los fracasos amorosos de Borges pero no las innumerables conquistas femeninas de Bioy.
Otro tópico es el de la amistad entre los dos. Una amistad a la inglesa, en la que sí aparecen narrados los fracasos amorosos de Borges pero no las innumerables conquistas femeninas de Bioy. Más allá de las inevitables comparaciones (la anglofilia de Chitarroni hace que la relación entre Kingsley Amis y Philip Larkin sea un buen faro, sobre todo después haber leído lo que Martin Amis pensaba de su padre y su padrino), hay un hecho tácito que vale la pena reflotar. El álbum fotográfico escrito de Borges es el de Bioy Casares. Por lo tanto, todas las acusaciones de traición que el Borges ha recibido son absurdas. “Sus herederos y allegados —cuando más lejano el interés por la literatura, mejor— se encargaron de denostarlo”, afirma Chitarroni, y es imposible no estar de acuerdo, incluso cuando recordamos el momento en el que Bioy le dice “En cuanto lo supe, sólo pensé en comunicártela, para evitar que esa noticia preciosa cayera en el olvido” y Borges contraataca con la prueba lógica: “¿Tendría (Samuel) Johnson curiosidad de ver lo que (James) Boswell estaba haciendo, de ver cómo lo mostraba en el libro? Tal vez no. En todo caso no creo que Johnson haya corregido nada: darse el trabajo de corregir ese libro no se parece a Johnson (por haraganería, por generosidad de alma, por indiferencia). Es claro que Boswell sí habrá corregido; habrá mejorado y estilizado los dichos y los episodios. Hizo bien”. “Yo me preguntaba mientras tanto si él sospecharía de la existencia de este libro; si tendría curiosidad de leerlo; si lo corregiría; si la circunstancia de que últimamente escribía tan poco se debería no sólo a la deficiencia de vista y a la haraganería, sino también al conocimiento de este libro”, registra Bioy, y cabe preguntarse en qué momento anotaba las entradas de su dietario, y si no se aprovechaba de la ceguera de su amigo para hacerlo incluso delante de sus propios ojos.
Tiempo libre para escribir
Eso nos lleva a la cuestión de cómo se manejaba el tiempo en ese momento. Si Chitarroni se pregunta: “¿Cuál es el tiempo libre de Borges?, pero, sobre todo, ¿cuál es el tiempo libre de Bioy? ¿El diario? Se llega a una conclusión: gracias al diario, ninguno de los dos tiene ‘tiempo libre’”. Cuando apareció el mamotreto que hoy cotiza a $700.000 en Mercado Libre, Alan Pauls ponderó: “La increíble, adánica cantidad de tiempo libre que tenía Bioy Casares, que además de su obra literaria, nada escasa, sus viajes y sus conquistas amorosas, menos escasas que su obra, podía darse el lujo de llevar un diario con la regularidad de un cucú suizo”. Nuestro pensamiento está más con el segundo que con el primero. Otra época, en la que los escritores no eran las figuras mediáticas que son hoy, más allá de que a Borges se le pidiera opinión sobre el Mundial ’78 y sobre Carlos Reutemann, y que Bioy (y Silvina Ocampo, gran actriz de reparto de esta historia junto con J.R. Wilcock y, claro, la señora Bibiloni de Bullrich, que jugaría el papel de la mujer del tronco en Twin Peaks) viviera en un cuasi anonimato del que emergió casi en paralelo a la muerte de su amigo.
Hacia el final, Chitarroni no puede con su genio y se da el gusto de introducir taras propias (de esas que siempre le celebramos). Una es la mención de “A Day in the Life” de los Beatles, fetiche al que ya se refirió, con la excusa de la supuesta muerte de Paul McCartney en El carapálida. Acá la referencia, con el mismo hincapié en la muerte de Tara Browne, sirve para gambetear un hábito común entre los lectores del Borges: qué se estaba haciendo X día mencionado en el diario (Los Beatles grabando esa canción, otra gente naciendo, otra muriendo, etcétera). “Nos conviene el tema sobre todo por el título y porque anuda en su temática las ocupaciones del diario, que no son otras que las de los días que pasan en la perspectiva de quien los mira con una conciencia, como en la mayoría de los casos, relativa”, subraya Chitarroni.
También habla de las libertades que ambos amigos se tomaban a la hora de traducir, algo muy caro para la persona que intentó, junto con su camarada C.E. Feiling, llevar al castellano los retruécanos idiomáticos de Anna Livia Plurabelle, un capítulo del Finnegans Wake de James Joyce: una empresa casi tan imposible como un perro que maúlle. O, como dijo Leónidas Lamborghini, “el método de la doble humillación”. El ejemplo obvio es puesto en boca de Javier Marías: en Las palmeras salvajes de William Faulkner, Borges cambia –según cuenta la leyenda a pedido de su madre Leonor– el “women shit” del final por “¡Mujeres!, dijo el penado alto”. La reivindicación llega al final con una historia que no contaremos por temor a la maldición del spoiler, incluso si es bastante conocida. Sí de develaremos, en cambio, el hermoso remate de Chitarroni respecto de la figura de Borges: “Gajes del oficio de ser un genio”. No puede evitar relacionar a Borges con su admiradísimo Vladimir Nabokov, comparando autores favoritos de uno y de otro (Robert Louis Stevenson, H.G. Wells, Arthur Conan Doyle) y diferencias (Joseph Conrad, ponderado por el argentino y ninguneado por el ruso).
En los momentos más frívolos del ‘Borges’ (los hay en cantidades), la comparación con los Diarios de Andy Warhol es casi inevitable.
Si bien hay una alusión al diario que escribió Witold Grombowicz, La ceremonia es desdén se cuida de no mencionar volúmenes similares como los de John Cheever, Alejandra Pizarnik o Virginia Woolf, por poner algunos ejemplos. En los momentos más frívolos del Borges (los hay en cantidades), la comparación con los Diarios de Andy Warhol es casi inevitable. Conversaciones sobre nimiedades que el dúo intercambia y Bioy anota, como las internas de la Sociedad Argentina de Escritores, son esperadas con la misma adicción que provoca una buena telenovela; lo mismo pasa al encontrarse el lector inmerso en las largas y blancas noches del Studio 54 en la Nueva York de los años 70, narradas por uno de sus nombres clave y contadas con el mismo talante seco con que lo hizo Bioy con Borges. Evidentemente, Chitarroni no aprobaba este parangón, y nos quedamos sin una visión al respecto que, sin dudas, iba a tener un ángulo que sólo él podría haber visto.
La ceremonia del desdén no será el último libro que se dedique a analizar el Borges de Adolfo Bioy Casares, pero sí uno ineludible. Mérito de un gran escritor, lector, editor (fue el que publicó por Editorial Sudamericana White Chappell, Trazos rojos de Iain Sinclair mucho antes de su ponderación) y melómano (su nota sobre Tim Buckley en Escupiendo Milagros, donde al final reescribe Los muertos de Joyce, es excepcional), un hombre de los que no se fabrican más y al que se extraña horrores en medio de tanta mediocridad: Mr. Luis Chitarroni.
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