DIEGO ALBÉ
Domingo

Medios públicos,
ideologías privadas

Por culpa del activismo de sus periodistas, los medios de comunicación estatales, que durante décadas fueron un modelo de rigor, atraviesan en todo el mundo una crisis de credibilidad.

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Los medios públicos son tan viejos como Roma. Fue Julio César quien, en 59 a.C., impulsó el primer sistema de comunicación gubernamental dirigido al pueblo. No se llamaba VI, VII, VIII, sino Acta Diurna. Unos escribas públicos redactaban decretos, avisos administrativos y judiciales, actas resumidas del Senado, a lo que añadían nacimientos y defunciones, matrimonios, espectáculos y acontecimientos notables para ser exhibidos en tablillas en lugares públicos.

En su versión moderna, lo que entendemos hoy por medios públicos llegó en 1922 con la creación de la British Broadcasting Company (BBC) de la mano de fabricantes de radios privados, liderados por el italiano Guglielmo Marconi y un grupo de expertos en telecomunicaciones. La BBC surgió para poner un poco de orden en el caos del incipiente espectro radioeléctrico y ofrecer una programación informativa para el Reino Unido. Cinco años después, la empresa privada se convirtió, a través de una Carta Real, en una corporación pública, rebautizada British Broadcasting Corporation.

El documento consagraba su carácter de servicio público independiente del control gubernamental directo, financiado por un canon. A partir de 1932, la BBC empezó su experimentación en la televisión y a desplegar un servicio internacional. Con la innovación tecnológica llegarían otros modos de difundir lo que hoy llamamos contenidos, pero preservando un modelo que al día de hoy se jacta de su autonomía editorial y financiera, así como de ser una marca, el flemático rigor periodístico made in UK. Así nació un modelo público universal envidiado en distintos países, en particular por quienes aspiraban a algo parecido a sobriedad, neutralidad, programas de calidad que no estuviesen sujetos a intereses comerciales, lobbies de todo tipo, la tiranía del rating y del gobierno de turno.

Otras naciones retomaron la idea y fabricaron su propio medio público: Japón (1926), Canadá (1936), Australia (1932), Nueva Zelanda (1936), Argentina (1937), Francia (1939) y Alemania Occidental (1950). Sin embargo, el modelo canon más autonomía garantizada por ley específica sólo ocurrió realmente en los países anglosajones y en Japón; el resto quedó bajo una influencia gubernamental mucho más intrusiva. Con el tiempo, proliferaron los medios públicos, confundiéndose muchas veces con órganos de propaganda gubernamentales. El RT ruso (ex Russia Today), el venezolano Telesur, el chino CGTN (China Global Television Network) y el catarí Al Jazeera aspiran a alcanzar una audiencia global con dinero público, pero la línea editorial baja directo de sus cancillerías y sin molestarse en fingir pluralidad. Otro tanto podemos decir, esta vez para consumo doméstico, de la argentina TV Pública y Radio Nacional (el particular caso de la agencia Télam ya fue muy bien desarrollado acá), recientemente con el kirchnerismo, y RTVE (Radiotelevisión Española) en España, al servicio de su sanchería. Pero no es de estas caricaturas de las que me ocupo acá, sino de la crisis de credibilidad que atraviesan las pioneras que aún están convencidas de brindar un servicio público de calidad con los estándares originales y lejos de grupos de interés exteriores.

El problema desde dentro

Empecemos por un caso que está en estos días en el ojo de la tormenta: la National Public Radio (NPR) en Estados Unidos. Nadie lo retrata mejor y desde adentro que Uri Berliner, editor sénior de la sección de Economía de la radio, con 25 años de trayectoria en la casa. Como cuenta en este recomendable artículo, Berliner tenía todas las credenciales de progre y correspondía perfectamente al perfil del oyente promedio cuando llegó a la radio. Y esto es lo que vivió en las últimas décadas: “En 2011, aunque la audiencia de NPR se inclinaba ligeramente hacia la izquierda, seguía siendo representativa de la sociedad estadounidense en general. El 26% de los oyentes se describía a sí mismo como conservador, el 23% como moderado y el 37% como liberal [en el sentido de izquierda]”. “En 2023, el panorama era completamente diferente: sólo el 11% se describía como muy o algo conservador, el 21%, como moderado, y el 67% de los oyentes decía ser muy o algo liberal. No sólo estábamos perdiendo a los conservadores, sino también a los moderados y a los liberales tradicionales”, agrega.

En el medio, un momento bisagra de la guerra cultural: la muerte de George Floyd a manos de un policía blanco, en el verano de 2020. A partir de ese momento, Berliner describe una radicalización. La nueva orden directiva que hay que seguir para cubrir la actualidad, llamada “estrella del Norte” (“North Star”), es la “diversidad”. Berliner cita al CEO de entonces, John Lansing, venido del ente exterior público Voice of America (VoA), en una nota enviada a sus colegas. “Cuando se trata de identificar y acabar con el racismo, podemos ser agentes del cambio. Escuchar y reflexionar profundamente es necesario, pero no suficiente. Debe ir seguido de pasos constructivos y significativos hacia adelante”. Es decir, del periodismo que busca reflejar el estado del mundo al activismo que busca modificarlo.

Un momento bisagra de la guerra cultural: la muerte de George Floyd a manos de un policía blanco. A partir de ese momento, Berliner describe una radicalización.

“La raza y la identidad se convirtieron en aspectos fundamentales en casi todos los ámbitos del lugar de trabajo”, apunta Berliner. Un millón de dólares de NPR financió talleres internos de “sensibilización” sobre cómo rediseñar el tratamiento informativo para satisfacer a una infinidad de subgrupos. La raza, el género y la etnia pasaron a ser asuntos centrales en las entrevistas a la hora de cubrir las noticias, imponiendo el nuevo léxico “inclusivo”, constantemente actualizado, obligatorio para trabajar. El prisma opresor-oprimido del wokismo se impuso por encima de toda otra consideración; por supuesto en la cobertura del 7 de octubre de 2023, donde siempre se trató de relativizar la violencia de Hamás y cargar las tintas contra Israel.

El activismo se resintió en todas las rúbricas; lo importante era destruir el “supremacismo blanco sistémico”, encarnado por Donald Trump, “invisibilizado” pero supuestamente operando estructuralmente en cada ámbito de la vida. Desechar de plano la hipótesis de una fuga de un laboratorio chino en la pandemia de covid o la decisión de ignorar el hallazgo de la computadora de Hunter Biden, cuyo contenido demostró tener valor informativo legítimo para el público en época electoral, fueron algunas de ellas.

Para una empresa financiada por todos los contribuyentes y que hace gala de la diversidad, había una falta de diversidad que saltaba a la vista: la ideológica. “Preocupado por la falta de diversidad de puntos de vista, examiné el registro de votantes de nuestra redacción. En Washington D.C., donde NPR tiene su sede y muchos de nosotros vivimos, encontré 87 demócratas registrados que trabajaban en puestos editoriales y ningún republicano. Ninguno. Así que el 3 de mayo de 2021, presenté los resultados en una reunión editorial con todo el personal. Cuando sugerí que teníamos un problema de diversidad con una puntuación de 87 demócratas y cero republicanos, la respuesta no fue hostil. Fue peor. Se recibió con profunda indiferencia”. Berliner intentó hablar del tema con el CEO de NPR, pero las reuniones siempre fueron canceladas a último momento. Es por este sesgo que Trump intenta hoy recortar la financiación federal a medios públicos como NPR y la televisión Public Broadcasting Service (PBS), que dependen parcialmente de fondos de la Corporation for Public Broadcasting (CPB). En el caso de la televisión pública, la Casa Blanca se encargó de hacer una larga lista de ejemplos de wokerías, donde aparecen casos realmente extremos citados con las fuentes (va de dinosaurios queer a los orígenes racistas de la “grosofobia”).

La misma suerte están corriendo VoA o Radio Free Europe/Radio Liberty (RFE/RL), Radio Free Asia (RFA), del servicio exterior, con una pulseada en el Congreso, donde los demócratas se oponen a cortarles los víveres a unos medios consumidos sobre todo por sus electores. Mientras tanto, NPR se ha conseguido una nueva CEO: Katherine Maher. Acá van tres declaraciones de su autoría: “Estados Unidos es adicto a la supremacía blanca y ése es el verdadero problema”; “Quizás, para nuestros desacuerdos más difíciles, buscar la verdad y convencer a los demás de la verdad puede no ser el mejor lugar para empezar. De hecho, nuestra reverencia por la verdad podría ser una distracción que impida encontrar un terreno común y hacer avanzar las cosas”. O: “El desafío número uno que vemos es, por supuesto, la Primera Enmienda en Estados Unidos [que defiende la libertad de expresión]. (…) Es algo complicado realmente abordar algunos de los problemas reales de dónde proviene la información mala y los traficantes de influencia que han creado una economía de mercado alrededor de eso”.

Del otro lado del Atlántico

La BBC enfrentó el año pasado, bajo el Gobierno del conservador Rishi Sunak, el mismo tipo de crítica acerca de su parcialidad a través de la Carta Real, que examina periódicamente el funcionamiento de la corporación. Desde entonces, ha debido responder por numerosos escándalos, sobre todo en cuanto a la cobertura de la guerra en Gaza. En septiembre de 2024, un informe publicado por el diario conservador The Telegraph contaba más de 1.500 infracciones de la BBC a sus propios estándares cuando se trataba de informar acerca de este conflicto. Y eso era antes de que fuera destapado el caso del documental Gaza: How to Survive a Warzone, narrado en primera persona por un niño gazatí que luego se descubrió que era uno de los hijos de un jerarca de Hamás, obligando a la cadena a retirar el contenido, abrir una investigación interna y pedir disculpas, que se añaden a una larga lista que no deja de crecer de errores que tienen la manía de ir siempre en el mismo sentido.

En Francia, el sesgo de los medios públicos despierta críticas similares. Un informe de mayo del año pasado del think tank Institut Thomas More acusó a los canales de TV públicos (France 2, France 5, Franceinfo TV) de una gran falta de pluralismo, con una sobrerepresentación de posiciones de izquierda y centristas. Según el estudio, de 630 invitados por las cadenas estatales, el 25% de los invitados se identificaban con la izquierda, 21% con la mayoría presidencial y sólo 4% con la derecha. Además, la extrema derecha suele estar subrepresentada, en algunos casos hasta un 50% menos que su peso electoral. Mención aparte merece la radio pública France Inter, líder de audiencia, acusada de ser un coto vedado de la izquierda y la extrema izquierda. El caso reciente más sonado fue el del humorista Guillaume Meurice, quien calificó en vivo a Netanyahu de “nazi sin prepucio” dos semanas después del ataque del 7 de octubre. Meurice reincidiría y lo terminaron echando, aunque sus compañeros protestaron y se solidarizaron “en nombre de la libertad de expresión”. Al parecer, un testimonio será calificado de discurso de odio o de ejercicio de la libertad de expresión según si el que habla está o no de nuestro lado de la trinchera.

Según el estudio, de 630 invitados por las cadenas estatales, el 25% de los invitados se identificaban con la izquierda, 21% con la mayoría presidencial y sólo 4% con la derecha.

Así las cosas, no es de extrañar que el partido de Marine Le Pen, el más votado y menos representado en los medios públicos, amenace con privatizarlos de llegar al poder. Lo mismo pide el otro representante de la derecha nacionalista, Éric Zemmour.

En Alemania, las críticas van por el mismo lado. El caso con más resonancia fue la cobertura de los ataques sexuales masivos de Año Nuevo 2015-2016 en Colonia, donde cientos de mujeres denunciaron agresiones perpetradas en su mayoría por hombres de origen árabe y norteafricano. Los medios públicos, especialmente el consorcio de radios públicas ARD y la televisión estatal ZDF, tardaron días en informar y, cuando lo hicieron, evitaron señalar la identidad de los agresores. La idea era no cuestionar la política de puertas abiertas de Angela Merkel tras la crisis migratoria de 2015. Nada de eso impidió el ascenso de la derecha radical nacionalista de Alternativa para Alemania (AfD), que hoy encabeza los sondeos de popularidad, y amenaza con dejar de financiar los medios públicos si gana. Es probable que, en este sentido, Trump haya roto un tabú que cruzó el Atlántico.

“¿Qué cuernos es el agua?”

La cuestión de fondo es que la mayoría de estas redacciones —y es un fenómeno que se replica en medios privados, por más derechosos que sean sus dueños— están conformadas por periodistas egresados de universidades urbanas elitistas y contextos socioculturales mayormente progresistas que comparten una misma visión del mundo. En gran medida por eso son incapaces de ver su propio sesgo cuando están trabajando. Es como el chiste de David Foster Wallace sobre la percepción durante un célebre discurso que dio en una universidad: “Dos peces jóvenes nadan. Se cruzan con un pez viejo que los saluda: ‘Buenos días, chicos, ¿cómo está el agua?’. Los dos siguen nadando y al rato uno le dice al otro: ‘¿Qué cuernos es el agua?'”.

Los medios tradicionales intentan defender sus puestos de guardianes de la información con equipos de verificación. Es una forma subrepticia de confirmar sus sesgos.

La crisis de confianza que atraviesan los medios públicos más prestigiosos no es aislada, pero hoy se agrava por mucha gente que no entiende por qué debería seguir financiando la propaganda de sus adversarios políticos con sus impuestos, mientras hace rato que ha dejado de seguir las noticias por ahí. Mientras el conjunto de la prensa tradicional ha perdido credibilidad debido al activismo de sus redacciones, las redes sociales y sus cámaras de eco han exacerbado las posiciones. Pero la fragmentación de las redes también cumple un papel fundamental para exigir un rendimiento de cuentas ante los medios y obligarlos a poner en la agenda asuntos que prefieren ignorar porque no se ajustan a sus prioridades y la manera en que les gusta representar la realidad.

Los medios tradicionales intentan defender sus puestos de guardianes de la puerta de la información, por ejemplo, con equipos de verificación. En realidad, es una forma subrepticia de confirmar sus sesgos: eligen qué noticia chequear y cuál no, lo que les permite tomar el peor argumento de sus contradictores y seleccionar un ángulo que les asegura la respuesta que buscaban, dando la ilusión de que son necesarios para separar la paja del trigo. Es probable que sean los últimos manotazos de ahogado, ya que los detectores de sesgo con inteligencia artificial están a nada de ser integrados y hay publicaciones, como Law360, que ya se la aplican a sus redactores. Del mismo modo, pero a lo salvaje, Grok, la inteligencia artificial de X, chequea instantáneamente cualquier información, y esto es sólo el principio. Sería realmente fácil instalar en el procesador de texto un plugin que detecte parcialidades para que el resultado sea neutral, equilibrado, sin por eso ser equidistante; simplemente que, cualquiera que sea el punto de vista del lector o espectador, encuentre un material honesto para hacerse su propia opinión. Pero la pregunta es, ¿alguien querría leer algo así? ¿Sería un negocio investigar sin saber a quién se le va a terminar “haciendo el juego”? Por lo pronto, lo que paga en política y medios es mantener una base sólida radicalizada, defensora de su verdad y de sus “hechos alternativos”.

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Alejo Schapire

Periodista especializado en cultura y política exterior. Reside en Francia desde 1995. Su último libro es El secuestro de occidente (Libros del Zorzal, 2024).

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