LEO ACHILLI
Domingo

Perón y el exilio nazi

Aunque documentada e innegable, la complicidad del gobierno peronista en la protección de criminales de guerra aún es un episodio oscuro y poco narrado de nuestra historia.

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Pocos episodios de la historia argentina combinan con tanta crudeza el cinismo político, la impunidad y el oportunismo como la colaboración del régimen peronista en la huida y protección de criminales de guerra nazis tras la Segunda Guerra Mundial. El libro La auténtica Odessa (Paidós, 2002), del periodista Uki Goñi, desenmascara con rigurosidad documental cómo, por qué y gracias a quiénes, la Argentina de Juan Domingo Perón se convirtió en uno de los principales refugios de nazis y colaboracionistas del Eje. 

Lo que se encuentra en sus páginas es que, lejos de ser una operación secreta de unos pocos, la acogida a miles de criminales de guerra fue una política de Estado impulsada desde lo más alto del gobierno argentino, el servicio diplomático y otros actores de la internacional fascista. La motivación detrás de esta estrategia habría sido una mezcla de cálculo político, afinidad ideológica y ambiciones geopolíticas.

El nacionalismo argentino de cuño católico promovía un fuerte culto a la personalidad y el papel rector de la Iglesia en la vida pública, rechazaba las ideas de la Ilustración y defendía el retorno a un orden social corporativo. Como hombre fuerte del gobierno militar filo-fascista inaugurado en 1943, Perón supo capitalizar este imaginario, aliándose con sectores eclesiásticos y militares que veían en él al restaurador de un orden frente a las amenazas del liberalismo anglosajón y el materialismo. Esta alianza ideológica fue clave para cimentar una coalición ganadora y para legitimar la acogida de fascistas europeos, considerados defensores de la civilización cristiana en su lucha contra los males de la modernidad.

Bajo su gestión se bloquearon los visados a refugiados judíos que huían del Holocausto, mientras se facilitaba el ingreso de europeos “deseables”.

En este cóctel nacional-católico, el antisemitismo fue un componente fundamental. Entre 1945 y 1947, el encargado de la Dirección Nacional de Migraciones fue Santiago Peralta, un antropólogo eugenista con estudios en Alemania, que sostenía que la inmigración judía era una amenaza para la identidad nacional y católica del país. Bajo su gestión se bloquearon los visados a refugiados judíos que huían del Holocausto, mientras se facilitaba el ingreso de europeos “deseables”, es decir, oficiales nazis y colaboracionistas de otros países ocupados. En su conjunto, se trató de una política de puertas cerradas para las víctimas y abiertas para sus verdugos. 

Goñi, corresponsal histórico de The Guardian en Buenos Aires, nota que, tras la salida de Peralta de Migraciones, la inmigración judía hacia Argentina se flexibilizó, pero Perón no revirtió la política discriminatoria ni condenó públicamente el antisemitismo del gobierno militar del que había formado parte, ni el Holocausto. Al mismo tiempo, Perón nunca movió un dedo ante las extorsiones que diplomáticos argentinos y agentes de inmigración aplicaron sobre los refugiados judíos, cobrando sumas elevadas por visas o documentación, al mismo tiempo que filtraba cuidadosamente a los candidatos a entrar en Argentina: emigrantes secularizados sin vínculos con organizaciones judías o sionistas, matrimonios mayores sin hijos jóvenes, hombres con perfil técnico o profesional y gente con conexiones previas con el justicialismo. 

Hay que decir que el vínculo de Perón con la comunidad judía argentina fue más pragmático y ambiguo de lo que señala Goñi. El libro del historiador israelí Raanan Rein al respecto es esclarecedor y explica bien cómo Perón intentó superar el antisemitismo del gobierno militar y reconstituir las relaciones entre el Estado argentino y la comunidad judía. A partir de 1948, siguiendo el espíritu de los tiempos, el presidente se deshizo de muchos de sus compañeros de ruta del nacionalismo antisemita, promovió la legalización de instituciones judías, reconoció al Estado de Israel e incluyó a un puñado de dirigentes judíos en su gobierno.

Redes clandestinas

Goñi reconstruye cómo, durante los años ‘30 y ‘40, diplomáticos argentinos del más rancio nacionalismo, como Adrián Escobar y Juan Carlos Goyeneche, habían establecido estrechas relaciones con jerarcas nazis y fascistas en Europa. Según su investigación, Argentina fue, en aquellos años, un centro activo de la diplomacia y espionaje nazi en América Latina: empresarios, diplomáticos y espías alemanes mantenían lazos con el gobierno militar argentino y hacían de puente con el Tercer Reich. Según Goñi, algunos de ellos incluso financiaron la campaña electoral de Perón en 1945-46. El autor infiere que, tras el final de la Segunda Guerra Mundial, muchos de estos agentes habrían permanecido activos a través de lo que el escritor inglés Frederick Forsyth popularizó como la red “Odessa” (Organisation der ehemaligen SS-Angehörigen). Publicado en 1972, el libro de Forsyth narraba la existencia de una organización clandestina que, formada por ex miembros de las SS, se dedicaba a rescatar camaradas nazis de las garras de la justicia internacional. Aunque la existencia de tal red nunca ha sido probada y forma parte de los mitos de la posguerra, lo que Goñi sí ha demostrado es que agentes argentinos y figuras de la internacional fascista colaboraron facilitando pasaportes y visados a los fugitivos, con conocimiento y anuencia de Perón, el servicio diplomático de la Nación y ciertas agencias, como la Sociedad Argentina de Recepción Europea (SARE), organización secreta compuesta por nazis, colaboracionistas y funcionarios argentinos esparcidos por España, Suiza e Italia, y la Delegación Argentina de Inmigración en Europa (DAIE), una oficina oficial del Estado con sede en Roma. 

A su vez, Goñi nota que la fuga masiva de nazis hacia Argentina habría sido imposible sin la colaboración de instituciones y estados neutrales. El autor parece creer que éstos formaron parte de la “conspiración peronista”, pero lo que en realidad se extrae de sus documentos es que no hubo un mando único centralizado para la llegada de nazis a la Argentina, sino un entramado de muchos actores y centros de decisión que actuaban por sus propias lógicas. Tras la guerra, la Cruz Roja Internacional emitió miles de pasaportes, diseñados originalmente para refugiados o desplazados que fueron aprovechados por nazis y colaboracionistas para ocultar su identidad y emigrar a Sudamérica. Por su parte, Suiza sirvió como corredor logístico clave, donde funcionarios suizos aseguraban los depósitos de los fugitivos y permitían su tránsito a través de su territorio. También actuó como una plataforma de embarque la España franquista, donde la embajada argentina en Madrid facilitaba la emisión de visados y documentos de identidad con el consentimiento directo del gobierno de Perón. Por otro lado, obispos influyentes en el Vaticano, como Alois Hudal, Eugène Tisserant y Giovanni Montini (el futuro Pablo VI) y miembros de Acción Católica Argentina, como los cardenales Antonio Caggiano y Agustín Barrére, participaron activamente en las redes clandestinas, mientras que monasterios en Italia eran utilizados como refugios seguros para los fugitivos nazis. En muchos casos, estas operaciones eran justificadas como actos de caridad cristiana o como parte de la lucha contra la expansión comunista. 

El trabajo de Goñi identificó unos 300 criminales de guerra que encontraron refugio en Argentina entre 1945 y 1952, pero cree que hubo muchos más.

El trabajo de Goñi identificó unos 300 criminales de guerra –alemanes, austríacos, italianos, franceses, belgas, polacos, eslovacos y croatas– que encontraron refugio en Argentina entre 1945 y 1952, pero cree que hubo muchos más. Dicho esto, su libro no aclara si Argentina acogió más refugiados nazis que otros países, como Chile o Estados Unidos, o qué rol central jugaron las agencias de inteligencia de los Aliados. Goñi explora con detenimiento archivos europeos y norteamericanos, pero su investigación carece de una equiparable densidad de documentación argentina. En su testimonio, el recelo de los funcionarios de archivos argentinos y las destrucción deliberada de documentos, tanto en los últimos días del gobierno peronista, en 1955, como en plena presidencia de Carlos Menem, en 1996, hicieron que reconstruir un número fiable sea casi imposible. Cabe aclarar que los investigadores de la Comisión para el Esclarecimiento de las Actividades Nazis en la Argentina (CEANA), creada por Menem, en 1997, hallaron que al menos 180 criminales de guerra llegaron a la Argentina, con conocimiento de Perón. 

Algunos de los nombres más infames que se instalaron en suelo argentino son los de Adolf Eichmann, arquitecto principal de la Solución Final y capturado por el Mossad en Buenos Aires, en 1960; Josef Mengele, el “ángel de la muerte” de Auschwitz, quien vivió años en Argentina antes de huir a Paraguay; Erich Priebke, protagonista de la masacre de las Fosas Ardeatinas, descubierto en Bariloche y extraditado a Italia en 1995; Josef Schwammberger, quien dirigió distintos campos de concentración en Polonia y fue arrestado y extraditado a Alemania, en 1987; y Eduard Roschmann, el “carnicero de Riga”, que murió en 1977, un mes después de huir a Paraguay.

No está claro hasta qué punto Perón estaba al tanto de las identidades y antecedentes de estos representantes de lo peor del nazismo.

No está claro hasta qué punto Perón estaba al tanto de las identidades y antecedentes de estos representantes de lo peor del nazismo. El trabajo de Goñi sí prueba que Perón cultivó relaciones con otros colaboracionistas europeos que habían participado activamente en la maquinaria del Eje. Figuras como los belgas Pierre Daye, una de las autoridades del Partido Rexista; o René Lagrou, fundador de la SS flamenca, fueron acogidos con cargos en el aparato estatal argentino. También, los franceses Georges Guilbaud y Jacques de Mahieu, miembros importantes del régimen de Vichy, fueron designados asesor financiero del entorno de Perón y profesor titular de la Universidad de Buenos Aires, respectivamente. Al mismo tiempo, destacaron Ferdinand Durcansky, criminal de guerra eslovaco, y Ante Pavelić, el líder de la Ustacha croata, empleado por Perón como asesor de seguridad. Según Goñi, estos personajes no sólo compartían con Perón una misma visión del poder y el “mito de la nación católica”, sino que muchos formaron parte de una élite informal que orbitaba en torno a la Casa Rosada, alimentando un entramado ideológico que contribuyó a moldear el perfil antiliberal de los primeros años del peronismo.

El gobierno de Perón, además, admitió el ingreso de empresarios, técnicos y científicos de pasado nazi o fascista. Goñi nota que organizaciones afines al peronismo promovieron campañas de ayuda a los “refugiados europeos”, e incluso se ofrecieron viviendas y empleos estatales a los recién llegados. Uno de los más influyentes fue Rudolf Freude, hijo de una familia alemana radicada en Argentina y luego jefe de la inteligencia en Casa Rosada. También hubo asesores militares alemanes que participaron en la modernización de las fuerzas armadas argentinas, así como ingenieros que colaboraron en proyectos industriales y aeroespaciales. 

En esos recuerdos solitarios, el anciano general describía los juicios de Nuremberg como una “atrocidad que la historia no perdonará”.

Goñi sostiene la inspiración fascista del peronismo recordando cómo, en la última etapa de su exilio español, Perón dejó unas grabaciones en las que dejó expuesto su posicionamiento durante la guerra. Las grabaciones serían editadas por Torcuato Luca de Tena, editor del diario madrileño ABC, en un libro titulado Yo, Juan Domingo Perón, en 1976. En esos recuerdos solitarios, el anciano general describía los juicios de Nuremberg como una “atrocidad que la historia no perdonará” y un insulto para el honor militar. En sus propias palabras, la perfidia cometida en Nuremberg demostraba que los Aliados habían merecido perder la guerra.

Con el fin del conflicto, Perón mantuvo las distancias con los Aliados, a quienes veía como unos imperialistas que habían destruido Europa con su guerra ideológica. Su lectura geopolítica indicaba que Argentina podía posicionarse al frente de un tercer bloque de países, independiente del capitalismo y el comunismo y basado sobre los postulados del nacionalismo católico y la “comunidad organizada”. Una “Tercera Posición” que, de acuerdo con Goñi, sonaba demasiado parecida al corporativismo fascista y al “Nuevo Orden” nazi a oídos de los demócratas liberales y los comunistas que habían liberado Europa. 

Un legado oscuro

Aunque no queda muy claro en el libro de Goñi que el gobierno argentino haya sido, en los hechos, el centro nodal de una gran “Odessa estatal”, es innegable que la coordinación entre agentes diplomáticos, funcionarios de gobierno, religiosos, y simpatizantes fascistas permitió que cientos de criminales de guerra vivieran durante décadas en Argentina con total impunidad. El libro tiene algunas debilidades metodológicas y argumentativas y peca de cierto tono moralizante pero, aun así, merece la atención: revela eficientemente la complicidad activa del gobierno peronista en la protección de criminales de guerra, desafiando el mito de neutralidad. Se trata de un legado que nos toca a todos los ciudadanos, sobre todo en tiempos en que el antisemitismo revive desde el basurero de la historia y el insulto “fascista” es arrojado con absoluta frivolidad. El país ha avanzado en memoria y justicia en relación con sus propias violaciones de derechos humanos, pero la historia de los nazis en Argentina sigue siendo un capítulo oscuro que interpela no sólo al peronismo, portador de una moral muy elástica a la hora de elegir sus propias narrativas, sino también a una sociedad que, en muchos casos, prefirió mirar hacia otro lado.

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Salvador Lima

Historiador. Investigador doctoral en el Departamento de Historia y Civilización del Instituto Universitario Europeo de Florencia.

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