Partes del aire

#111 | El antimenemismo
de Menem, la serie

Una biopic que repite sin gracia y con torpeza todos los lugares comunes sobre los años '90 en la Argentina.

Amazon Prime estrenó ayer los seis episodios de Menem , la serie que cuenta la vida del ex presidente entre (aprox) 1987 y 1995, y ya me la devoré, en parte porque era feriado y en parte porque no tenía tema para el newsletter de hoy. Hice bien, porque sus cuatro horas me generaron muchas ideas, que procedo a compartir.

Primero mi veredicto, que es no positivo. Empieza más o menos bien pero casi enseguida pierde todo interés. Después está el tema de si refleja la época fielmente o con generosidad: no hace ninguna de las dos cosas. A pesar del cambio de clima ideológico reciente, que incluye un tímido rescate de las figuras de Menem y Cavallo, nuestro Hollywood insiste con el manual progresista de hace 20 años. Ambos personajes, sobre todo Cavallo, son caricaturas. Es como si todo fuera una larga nota de la revista Veintitrés publicada en 2003. Y después está el tema de las inexactitudes y los errores de los que la serie intenta cubrirse al principio de cada episodio con un cartelito aclaratorio (“¡es ficción!”), pero que termina siendo más una confesión que otra cosa.

¿Está buena la serie? No. Salvo el primer episodio, que tiene gracia y frescura mientras acompaña a Menem en su doble batacazo electoral (la interna contra Cafiero y la nacional contra Angeloz), el resto es una montaña rusa de emociones sin emociones, un sketch atrás de otro que intenta ser farsesco y carnavalero pero se traiciona porque no puede evitar meter sus solemnes mensajitos antimenemistas. Fiesta cinco minutos (minas, Ferrari, champagne), dedito levantado cinco minutos. No funciona. O sos en joda o sos en serio. La de Coppola, que relataba hechos contemporáneos, era toda en joda. Termina agotando, pero al menos su tono era consistente.

Al principio sabemos por qué Menem quiere ser presidente, pero rápido el personaje se convierte en un enigma, que va de una escena a otra como un zombie. No soy bueno para juzgar actores, pero creo que Sbaraglia hace lo que puede con este Menem que le dieron, sin propósito en la vida salvo garchar y mantener el poder, puramente cínico, bastante poco interesante. Como el personaje se queda sin pathos, la serie no recurre a una sino a DOS brujas, una urbana, la otra rural, que le dicen a Menem cosas como “un viento oscuro que viene de bien adentro”, mientras una música dramática intenta convencernos. Griselda Siciliani la rompe como Zulema, aunque desaparece pronto.

Buena parte de la serie está construida desde la mirada de una familia ficcional que acompaña a Menem desde La Rioja a Buenos Aires. Son papá Olegario (Juan Minujin: bien), un fotógrafo de eventos que se transforma en fotógrafo oficial del gobierno. Mamá Amanda, una costurera a la que le ponen una boutique floja de papeles en la Avenida Alvear. Y el hijo Miguel, un joven periodista. Olegario y Amanda representan a la clase media boba que, según el retrato clásico, primero desconfió de Menem pero después disfrutó de sus beneficios (viajes a Europa, casa con mucama) mientras elegía ignorar la corrupción y despreciaba a los excluidos por el ajuste. El hijo, en cambio, encarna a uno de los héroes de los ’90: el periodista de investigación, tan intachable que investiga a sus propios padres.

Para 1995 los tres están quemados y decepcionados, de regreso en micro a La Rioja, a pesar de que ese año Menem consiguió la reelección con casi el 50% de los votos. Esto me sirve para responder si la serie retrata bien la época y tengo que decir que no, sobre todo porque ignora que al gobierno le fue bien y la economía creció a tasas chinas. Cada vez que aparecen ciudadanos es para quejarse o protestar (ajuste, indulto, etc.), en el mismo valle de lágrimas eterno que describía el periodismo pero que, dado los resultados electorales, no era tal: muchos argentinos, errados o no, cínicos o no, la pasaron muy bien en el primer mandato de Menem. Después hay Movicoms y cupés Fuego y el acertado diseño de producción que se ha convertido en estándar de la industria. Pero hay algo de la euforia de 1991-1993, post-hiperinflación, todavía post-dictadura, que la serie ni siquiera intenta atrapar y que vuelve incomprensible el agobio constante que sufre el Menem de la serie.

Después hay un montón de errores e imprecisiones, que uno podría tolerar si la propia serie no fuera tan solemne cuando los comete. Pone como privatizada a la Casa de la Moneda (no lo fue), dice que el Swiftgate fue un escándalo por coimas para importar (eran por otra cosa) o que una revista “tiene más publicidad que Télam”, que por definición no tenía publicidad. No es importante, pero me hace ruido con el cartelito que ponen antes de cada episodio donde admiten que la historia está basada en hechos reales pero que “ciertos personajes, incidentes y diálogos” fueron ficcionalizados o inventados con “fines dramáticos”. Después, una segunda frase más fuerte: todo esto “no pretende reflejar el carácter o la historia real de nadie”.

Estoy un poco podrido de estas aclaraciones, a pesar de que es una discusión eterna del cine y la televisión y que ya tuvimos en Seúl sobre Argentina, 1985 . Por supuesto que hay ficción en cualquier dramatización, pero si te gusta el durazno de “la historia real”, que hace a tu historia más atractiva, bancate la pelusa de ser preciso y más o menos generoso con los personajes. Si vos mismo hablás del escándalo del Swiftgate, que fue real, entonces tenés la obligación de embocar por qué fue y no decir cualquier cosa. Es un poder que viene con responsabilidades, y la serie no se las toma en serio.

Sobre todo porque cada hueco documental lo llena con una versión ideologizada de la historia. Ideologizada, además, desde que ocurrieron los hechos, hace 35 años, lo que resulta en un relato plano, gastado y mil veces recorrido. El episodio más espectacular en este sentido es el de la privatización de Entel y la aparición fulgurante de María Julia Alsogaray, que hace, esperablemente, su foto semi en bolas y flirtea con el presidente. Lo que es antigua es la esquemática visión negativa sobre las privatizaciones, un rechazo de slogan y pancarta que las décadas intervinientes y el fracaso del Estado presente no lograron matizar.

“Entregales todo”, dice en un momento Menem. “Pero están pidiendo un 400% de aumento de tarifas”, responde María Julia, como si fuera mucho, a pesar de que ese año la inflación fue de más de 1300%. ¿Los guionistas todavía creen que no hay que aumentar las tarifas por inflación? Son los últimos argentinos que creen eso. “Les damos el monopolio total”, le dice María Julia a uno de los europeos interesados en Entel. “Incluimos en el paquete activos inmobiliarios en toda la ciudad”, le ofrece a otro, mientras bailan en una fiesta dantesca en el Alvear, donde la serie quiere que pienses “mirá cómo entregaron el país”. Todo así, in your face, lenguaje de villanos, sin haber aprendido nada, adolescentes en los ‘90 (el director, Ariel Winograd, nació en 1977) que siguen igual a punto de cumplir los 50.

Otro agujero negro es el peronismo, que es mencionado en el primer episodio y después nunca más. Pero sus ideas quedan. Cuando Cavallo (interpretado en clave grotesca por Campi) asume como ministro de Economía se reúne con empresarios y les dice, muejeje , “no habrá limitaciones para que puedan importar sus productos”, como si quitar trabas al comercio fuera algo necesariamente malo. Es impresionante la saña de la serie con Cavallo, a quien retrata incluso peor que a Menem. Lo hace aparecer de la mano de la “embajada” (otro tropo peronista) y después convierte a un tipo que si erra para un lado es para el lado del fanatismo en un operador político ramplón, sin ideas ni visión del mundo. Minutos después del atentado a la AMIA le hacen decir “esto va a generar temor en los mercados, presidente, tenemos que hacer algo”. Es decir: hay 80 muertos y a Cavallo sólo le interesan “los mercados”.

El único opositor con voz propia, insólitamente, es un peronista, un sindicalista que dice cosas como “¿Justo con Entel nos vamos a meter que da ganancias?” No es joda, el único personaje moralmente positivo de la serie cree que la Entel de fines de los ’80 funcionaba bien y estaba mal privatizarla. O sea: nada de lo que hacía el gobierno de Menem era peronismo pero sí lo era el ángel de la oposición, a pesar de que los sindicalistas se pasaron aquel primer mandato bien acomodados y en silencio.

No me quejo de esto porque creo que la serie debería estar a favor de la privatización, pero sí porque incluso dramáticamente sería más interesante mostrar un presidente que debe tomar decisiones entre opciones difíciles, o directamente malas, que es además lo que hacen los presidentes todo el tiempo. Para este Menem lo único que tiene costos es el lado oscuro del poder (fajar al hijo de un amigo, negociar con los Yoma), pero en política pública toma sus decisiones no porque el contexto es caótico y le tiemblan las rodillas sino porque es, a esta altura de la serie, apenas una mala persona a la que no le interesa el país. Emoji de bostezo.

El peronismo no aparece pero sí la “derecha”, en sendos carteles para explicar quiénes son Bernardo Neustadt (“un periodista de derecha”) y Álvaro Alsogaray (“un político de derecha”). A nadie más en las cuatro horas se le atribuye una ideología. Otros cartelitos insólitos aparecen cuando Menem está jugando al truco con los mozos de Casa Rosada. Quizás es para educar a las audiencias extranjeras (la plata la puso Amazon), pero cuando Menem canta “quiero vale 4” con un seis de espadas aparece un letrero gigante que dice “ESTÁ MINTIENDO”. Eso El Eternauta lo solucionó mejor: si el truco no se entiende, no se entiende. En la primera aparición de Seineldín, otro innecesario cartel aclaratorio (“DESLEAL A MENEM”), a pesar de que un rato después, por supuesto, va a quedar bastante claro.

Podría seguir, porque tengo mil capturas, pero paro acá. Parte de la gracia de las series con antihéroes de la “edad de oro” de la televisión era que uno podía hinchar por Tony Soprano, Don Draper o Walter White aun sabiendo que eran personas a veces despreciables que hacían cosas a veces horribles. La serie intenta ese camino en algún momento, pero a partir del segundo o tercer episodio ya es imposible sentir ninguna simpatía por el Menem de Sbaraglia, cada vez más siniestro y enajenado a pesar de que, insisto, está en su mejor momento.

En fin. Biopics argentinas buenas recientes ha habido: las de Tévez y Monzón son excelentes. La de Fito, bastante razonable. Menem tuvo menos suerte.

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Hernán Iglesias Illa

Editor general de Seúl. Autor de Golden Boys (2007) y American Sarmiento (2013), entre otros libros.

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