Ahora mismo, en algún lugar de la ciudad, una geminiana de 13 años empieza su primer diario íntimo. No nos consta, entrenado lector, y sin embargo es posible que esa niña al borde de dejar de serlo todavía exista. Las mujeres solemos entrar en la adolescencia con la lapicera en la mano; estamos alertas, listas para identificar la transformación que nos va a llevar puestas en el mejor y en el peor de los sentidos. ¿Por qué ignorarán los varones ese impulso solitario hacia la reflexión cuando notan que sus cuerpos están a punto de cambiar para siempre? ¿Desconocen el vértigo, el dolor, la violencia de crecer?
Hace siglos que esta costumbre tiene género: las que llevan un registro de su vida interior y hablan sin tapujos consigo mismas son niñas en extinción, una voz que, igual que los primeros balbuceos de los bebés, dura poco, dice demasiado y un día no está más. Nacen para morir, como todos nosotros, pero lo hacen más rápido. Son irrecuperables de una manera más intensa; por eso, quienes conservan las páginas que alguna vez le confiaron a su diario poseen tesoros.
Niñas que desconocen el mandato de salir al mundo cada día, y pueden ocupar largas horas de ocio en la contemplación doméstica sin conocer ninguna de sus penas. La emoción de un yo que todavía conserva el hábitat de la inocencia, y no sabe que ha empezado a agrietarse. Se resquebraja desde adentro con solo exhibirse tal cual es mientras vislumbra en el horizonte cercano las figuras monstruosas de la sexualidad y el mundo adulto.
Lo más perfecto del diario es el objeto, el hecho de que aquel refugio puro de la imaginación esté encarnado a la vez en un talismán. Cuaderno con candado, librito o agenda, el contacto con la hoja, la tinta y la escritura a mano hace de la práctica del diario una manualidad como bordar, tocar el piano u hornear un budín. Una va hacia el diario, llega a él, se esconde adentro y resurge aliviada.
A principios de los ’90, cuando abrió el Patio Bullrich con una pompa digna de Willy Wonka y la marca Moleskine todavía no existía, había un local en el último piso que vendía cuadernos rayados de tapa dura forrada en cuero. Se llamaba Papel Plus. Algunos tenían el lomo rojo, la tapa negra y las puntas verdes, como el mío. Mi primer diario íntimo, a los 13. (En la primera página, a la altura en la que van las dedicatorias y escrito con birome lila, dice: “A todas las personas y animales que más quiero, pero especialmente a mí”. Abajo, una flecha en lápiz negro que hoy casi no se lee aclara: “No es egoista ni egocéntrico, sino un diario que dedico a mis sentimientos, mis sufrimientos y preocupaciones, para desahogarme tanto de las cosas feas como de las lindas”).

El diario que Otto Frank le regala a sus 13 años. Colección de fotos: Anne Frank Stichting, Ámsterdam.
Cincuenta y dos años antes, en Ámsterdam, otra niña que cumplía 13 recibía como regalo el suyo. Ana Frank hizo la primera entrada de su diario esa misma noche: 12 de junio de 1942. Menos de un mes después, el 6 de julio, lo seguiría desde la hoy célebre “Casa de atrás” (Het Achterhuis ), donde estuvo escondida con su familia hasta que alguien los denunció. Fueron dos años de escritura, de oficio, de imaginación. A la sombra de la muerte, Ana desplegó géneros: un cuaderno de citas preferidas –ésa sí una costumbre prácticamente perdida pero que entonces tenía nombre; en español, “florilegio”–, su diario, cuentos de ficción (sus “hijos de la pluma”, como los llamaba), pequeños ensayos y algunos fragmentos de sátira (llega a escribir el anuncio inmobiliario de alquiler o venta del escondite ideal para sobrevivir a los nazis).
Desde la primera entrada, la imaginación de Ana encarna en el diario un alma, una nueva segunda persona en quien por primera vez en su vida va a poder confiar. Una prosopopeya, diría Paul de Man, como toda autobiografía: conferirle voz y rostro a lo que no tiene ninguna de las dos cosas. Kitty, hija de la pluma y amiga imaginaria, a quien le cuenta todo, es “inteligible y memorable como una cara”.
Ciento diez años antes que Ana Frank, otra geminiana de 13, con otra suerte, empezaba su diario por instrucción de su institutriz Lehzen. Una en mil millones asciende al trono, y la futura reina se desahoga de su destino y de la admiración que siente por Lord M., su Primer Ministro y mentor, en la intimidad de su cuaderno. Con 18 años, la joven monarca corrige la historia de su reino: condecora a un judío. Sobre Sir Moses Montefiore –pionero del sionismo a mitad de siglo XIX, que protegió a judíos de todo el mundo, peregrinó siete veces a Jerusalén y vivió más de cien años– Victoria escribe en su diario: “Es un hombre excelente”. Y más adelante: “Me puso contenta haber sido la primera en hacer lo que me parece correcto y como debería ser”.

Her Majesty the Queen, grabado de William Henry Motte (1803–1871).
Un cierto París. 1942-1944. La guerra es el diario que lleva Lucrecia de Oliveira Cézar, hija del entonces cónsul argentino en la entonces Francia ocupada. Publicado en 1986, es un testimonio desconocido en la academia, perturbador como sólo la psique de una niña mimada que ignora las circunstancias en las que vive puede serlo. Las entradas de Chiquita, como la llamaban sus amigos –los mismos que tuvieron Susana Soca (vecina bajo la Ocupación) y Victoria Ocampo (que les mandó a los necesitados comida, ropa y hasta zapatos hechos a medida desde Buenos Aires)– tienen la frescura del poder y de la inocencia, un privilegio intacto en medio de la abominación. Decora la tapa el dibujo que le hizo Jean Cocteau, con la dedicatoria: “À Chiquita, tendre souvenir de l’avenir” (A Chiquita, tierno recuerdo del porvenir).
Era un acto de coraje publicar en los ’80 un crudo de su conciencia hablando consigo misma, una adolescente que de día notaba que se habían reanudado las razzias de judíos (“se llevaron a dos matrimonios vecinos”) y a la noche iba a Maxim’s a pasar una soirée con los happy few, un pequeño grupo que atravesó la guerra como si no hubiera ninguna. En el prólogo de 1986, la autora escribe:
Al leerlo ahora me doy cuenta de mi vocabulario pobre, mis juicios ingenuos, desprovistos de profundidad y de objetividad, apasionado a veces, debido a mi temperamento impetuoso y frívolo. También a mi juventud y a mi falta de experiencia. Pero no quise cambiar ahora, después de cuatro décadas, lo que vi, oí y sentí esos años y que volqué en el papel noche a noche.

Ejemplar de la editorial Hachette, única edición.
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