Buenas! Espero que estés bien.
En estos días está empezando a llegar a las librerías una reimpresión de Golden Boys, mi primer libro, una historia de los argentinos de Wall Street. Publicado originalmente en 2007, el libro siempre tuvo su público pero pareció haber encontrado uno nuevo en los últimos años con la nueva generación de pibes (casi todos varones) interesados en las finanzas. A pesar de que supuestamente estaba en circulación, el libro se había vuelto casi inconseguible, en parte por una serie de anacronismos de la industria editorial que no voy a describir para no hacerme mala sangre. Pero finalmente les propuse imprimir y distribuir una nueva tanda y dijeron que sí.
Tengo mucho cariño por Golden Boys, en parte porque fue mi primer libro, en parte porque nunca dejé de recibir mensajes cariñosos de lectores contentos y en parte porque con el tiempo, después de volver a Buenos Aires (después de diez años en Nueva York) y entrar en política, empecé a trabajar con varios de los personajes del libro, como Federico Sturzenegger, Toto Caputo y Santiago Bausili, que no aparece mencionado (ése fue nuestro arreglo) pero me enseñó mucho de lo que tuve que aprender para escribir esta historia de los mercados emergentes y el protagonismo de una generación de argentinos como Daniel Canel, Pablo Calderini, Miguel Gutiérrez y Jorge Jasson, que treparon hasta lo más alto en los bancos de inversión de Wall Street.
Para festejar la reimpresión, quiero compartir con vos uno de mis capítulos favoritos, a ver si te dan ganas de ir a comprarlo. El capítulo cuenta la visita a Buenos Aires que hicieron siete analistas e inversores argentinos de Wall Street en mayo de 2001. Vinieron con ganas de ayudar al gobierno de De la Rúa y se volvieron a Nueva York muy pesimistas sobre el futuro del país. Como eran todos judíos, se llamaron a sí mismos (en joda, para reírse un poco del Grupo Sushi) el Grupo Varenike.

El Grupo Varenike
Fue muy raro para ellos entrar aquella tarde en el Salón Blanco de la Casa Rosada, caminar frente al gesto perruno de los gobernadores peronistas y la cúpula encuerada de la Unión Obrera Metalúrgica y sentarse en primera fila, como si su presencia le diera lustre internacional a lo que el gobierno estaba por decir. Sobre el atril, Domingo Cavallo, que había vuelto al Ministerio de Economía un mes antes, daba los detalles de su primer Plan de Competitividad, una módica reducción de impuestos para la industria metalúrgica. Era la única persona del salón con algún entusiasmo. En una mesa, detrás de él, el presidente De la Rúa miraba sin mirar y el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Carlos Ruckauf, sonreía mostrando los dientes. A los visitantes los impresionaba ver a su lado –viejito e inmóvil en su campera y su asiento– a Lorenzo Miguel, mito de una Argentina que habían conocido poco. La escena era para ellos, un grupo de economistas y traders argentinos de Wall Street, la conclusión surrealista de una visita que había empezado mal y que el resto del tiempo había trastabillado y rodado cuesta abajo. Habían ido a Buenos Aires con la esperanza de que la imagen de despiste general del gobierno se viera refutada en la intimidad de la Casa Rosada por un presidente empapado, ansioso y obsesionado por dar vuelta la situación. Volvieron a Nueva York, algunos esa misma noche, convencidos de que una crisis financiera era casi inevitable. El fracaso del viaje era un símbolo, además, de la intensa relación de amor-odio entre Argentina y Wall Street aquellos años. Cuando le preguntan por aquel año, y especialmente por aquel viaje, uno de los analistas se recuerda a sí mismo con algo de vergüenza –un mocoso de poco más de 30 años, dándole lecciones de economía a ministros y embajadores como si fueran estudiantes– y dice, sonriendo un poco: “Todavía no puedo creer cómo nos daban tanta pelota”.
Habían llegado a Buenos Aires el día anterior, jueves 3 de mayo de 2001, con los pasajes y el hotel pagados no por el gobierno, que los había invitado, sino por el banco o el fondo de cada uno. La idea era conversar con De la Rúa, sus hijos y otros miembros del gobierno sobre cómo veían a Argentina desde Wall Street, qué podía hacer el Poder Ejecutivo para mejorar la relación con el mercado, deteriorada desde el regreso de Cavallo, y qué podía ofrecer Argentina para aplacar el rezongo de los inversores, que a esta altura ya veían mal casi todo lo que hacía el gobierno. Una semana antes del viaje, Cavallo había anunciado la convertibilidad ampliada, un sistema que preveía atar el valor del peso al dólar y al euro según ciertas condiciones, y a los analistas no les había gustado. Los De la Rúa también querían, según admitieron después, construir una relación con ellos para ablandar sus opiniones públicas y abrir un canal de diálogo, que fueran sus topos en Wall Street y les mandaran e-mails para sondear la respuesta del mercado a anuncios de medidas o despidos en el gabinete.
Timerman se había hecho amigo de la familia presidencial a través de Martín Varsavsky, un empresario argentino que había sido compañero suyo de colegio.
El viaje lo organizó Javier Timerman, exitoso trader de monedas de Bear Stearns en Nueva York. Timerman se había hecho amigo de la familia presidencial a través de Martín Varsavsky, un empresario argentino que había sido compañero suyo de colegio y que, tras contactarse con Aíto, el menor de los De la Rúa, había donado varios millones de dólares al gobierno para un proyecto de educación digital. El plan de Timerman era reunir a profesionales argentinos en el exilio, cuyos talentos estaban aislados y canalizarlos para “ayudar al país”. El primer grupo fueron los argentinos de Wall Street. También fueron el último. Además de Timerman, viajaron cuatro de los principales economistas-analistas de los bancos de inversión (Pablo Goldberg, de Merrill Lynch; Alberto Ades, de Goldman Sachs; David Sekiguchi, de Deutsche Bank, y Martín Anidjar, de J.P. Morgan), Gabriel Tolchinsky, director de un fondo de inversión neoyorquino, y Gabriel Politzer, ex J.P. Morgan y entonces director financiero de Patagon.com, la empresa argentina más exitosa del primer boom de Internet. Como eran todos judíos, Goldberg, que había sido el nexo entre Timerman y todos los demás, empezó a llamarlos el Grupo Varenike, en honor de la tradicional empanada judía de papa o queso y para diferenciarse en broma del Grupo Sushi, como se conocía al grupo de funcionarios jóvenes que revoloteaban alrededor de los hijos de De la Rúa. Los Varenike no eran amigos entre sí, y algunos ni siquiera se conocían. Después del viaje sí empezaron a verse con alguna frecuencia. Y sumaron a Joaquín Cottani, a Fernando Losada, de ABN-AMRO, y a José Abadi, un trader argentino que manejaba su propio fondito de inversión. Cuando algún político argentino venía a Nueva York, comían con él. Todavía lo hacen de vez en cuando.
La noche del jueves los esperaban en Olivos. Hubo gran cena y fiesta en honor de la gobernadora general de Canadá, una simpática señora hija de inmigrantes chinos. Ruedas de grandes autos negros ronroneaban sobre las calles internas de Olivos y de sus entrañas emergían diplomáticos extranjeros sonrientes o funcionarios nacionales exhaustos. Hubo tango: tocó el piano Mariano Mores y bailó una pareja aparentemente muy conocida pero que ninguno de ellos recuerda. Los Varenike comieron en la mesa presidencial, observando la fauna y casi sin abrir la boca. De la Rúa estaba encantado con la funcionaria norteamericana, que representa en Canadá a la reina de Inglaterra y no tiene ningún poder real. Cerca de la medianoche, cuando se fueron los invitados, los llevaron a un pequeño chalet-oficina al lado de la casa principal. Entraron y fueron a una especie de living, donde estaba el Presidente, su mujer y sus hijos y algunos de sus colaboradores más cercanos. El clima no era tenso ni desesperado: se escuchaba el susurro indistinto de las voces, el clang-clang de las copas y, a veces, la voz de la diputada Elisa Carrió insultando por televisión al gobierno en el debate parlamentario sobre la convertibilidad ampliada, que sería sancionada esa misma madrugada.
Conversaron de economía con De la Rúa, su secretario general y mano derecha, Nicolás Gallo, el presidente del Banco Nación, Enrique Olivera, y otros funcionarios. Impartían su sabiduría, aprendida en el ombligo mundial de las finanzas, y sus interlocutores asentían embobados. Una parte de ellos sentía que su función aquella noche era evangelizar e iluminar a un grupo de personas honestas pero paralizadas por el miedo.
Una parte de ellos sentía que su función aquella noche era evangelizar e iluminar a un grupo de personas honestas pero paralizadas por el miedo.
El Presidente los sorprendió enseguida. Dijo, por ejemplo, que sabía desde el principio que el plan económico de López Murphy “no iba a funcionar” políticamente. Pero también dijo lo opuesto: que López Murphy se había mandado por su cuenta y le había escondido detalles del paquete de medidas. (López Murphy había sido ministro de Economía durante tres semanas, antes de Cavallo. Su primer viernes en el cargo anunció un punzante ajuste de 2.000 millones de dólares, incluyendo enormes recortes en el gasto universitario. El anuncio provocó la renuncia de casi la mitad del gobierno y De la Rúa lo despidió poco después.)
De los financistas, el más involucrado era Politzer. En un momento de la conversación le dijo a De la Rúa:
–Si ustedes siguen así, en noventa días son historia –amenazó, traduciendo literalmente el you’re history de los gringos.
–Bueno, no sé. Habrá que ver –respondió De la Rúa.
Gallo les preguntó después qué opinaban de la convertibilidad ampliada. En la televisión todavía se veía a los diputados debatiendo. Se miraron entre ellos y dijeron lo que pensaban:
–Es un desastre. Va a debilitar la confianza en la convertibilidad. Es toquetear algo que hay que fortalecer. La gente va a pensar que la quieren empomar con una devaluación y va a sacar los dólares del banco. O del país. Lo que puedan. No es el momento para hacer este tipo de cosas. El mercado estaba esperando otro tipo de señal.
Hubo un silencio bastante raro. De la Rúa preguntó si estaban todos de acuerdo en esta opinión. Le dijeron que sí. Entonces miró a Gallo y le dijo:
–Che, si a los chicos no les gusta entonces en una de ésas deberíamos pararlo, ¿no te parece?
Gallo no dijo nada. De la Rúa estaba entusiasmado: “¡Tenemos que hablar con el Mingo!” Un par de horas más tarde, bien entrada la madrugada, la convertibilidad ampliada fue transformada en ley. El Presidente todavía creía que podía frenarla.
La mañana siguiente, los Varenike se despertaron y fueron a la Casa de Gobierno. La ciudad estaba loca, inquieta por las confusas señales del gobierno y la extraña excitación de presentir cambios inminentes. Era una de las muchas semanas de histeria, atolondramiento y frustración que sufrió Argentina en 2001. En los dos días siguientes llegarían a Ezeiza las famosas cajas del Senado estadounidense sobre lavado de dinero, que Carrió recibiría y glosaría como a nuevas Tablas de la Ley; los futbolistas en huelga extenderían a tres los fines de semana sin fútbol, y el vocero presidencial anunciaría el domingo a la noche, como si no fuera importante, un canje de deuda de miles de millones de dólares. Había en el aire una sensación de irrealidad, como si los pedazos del rompecabezas estuvieran flotando en el aire y se negaran a quedarse quietos sobre la mesa.
Los Varenike fueron acompañados hasta una sala de reuniones y se sentaron de un lado de una mesa larga, con De la Rúa en la cabecera. Al rato llegaron y se sentaron frente a ellos Cavallo, el viceministro Daniel Marx, el jefe de asesores Guillermo Mondino y el secretario de Política Económica, Federico Sturzenegger. (Los analistas tenían una relación tensa con Cavallo pero no con los funcionarios de segunda línea, a quienes respetaban y trataban con afecto. Cuando los veía hablando, Cavallo se enojaba: “Decile a ese que se calle la boca, no seas amigo de él”.)
–Acá el señor dice que nos quedan 90 días –dijo De la Rúa apuntándole a Politzer.
–Bueno, en realidad lo que quería decir –empezó Politzer– es que lo más importante es cambiar las expectativas. Ustedes tienen que hacer un paquete para reducir el gasto público, mostrar que están haciendo algo con el gasto fiscal. Y al cambiar las expectativas se crea un círculo virtuoso…
Cavalló no lo dejó terminar y, con el correr de la reunión, ya casi no dejaría hablar prácticamente a nadie. Los analistas decían lo que pensaban que Argentina debía hacer; Cavallo decía que ya lo habían hecho. Para ellos, sobre todo para los que tenían mentalidad de traders, que un gobierno hablara sobre lo que ya había hecho era un signo de debilidad. Lo que ya habían hecho ya estaba en el precio de los bonos. Lo que les interesaba era que les dijeran qué iban a hacer en el futuro. El insistente Politzer presentó en un momento un plan que incluía una reducción del gasto militar. La propuesta indignó a Sturzenegger y a Mondino. “Algunos sugerían cosas delirantes”, dirá Sturzenegger años después. “Me acuerdo que un flaco dijo algo de usar los tanques del ejército para generar empleo. Nos quedamos todos paralizados, como pensando: «No puede ser que el Presidente esté usando su tiempo para esto»”. Cuando Politzer quiso insistir, Timerman lo pateó por debajo de la mesa, para que dejara el tema.
Cada tanto sonaba el teléfono de Cavallo, que atendía a los gritos. Quien llamaba era casi siempre el secretario de Industria, Carlos Sánchez, para coordinar los últimos detalles del plan de competitividad que se iba a firmar horas más tarde. Cavallo bramaba contra el auricular:
–¡Decile a Ruckauf que se vaya a la puta madre que lo parió, que si no baja los impuestos no hay plan para nadie!
De la Rúa meneaba con desaprobación los embates de su ministro:
–Pará, pará, Mingo, que tenemos a todo el mundo convocado para las cinco de la tarde.
–Quedate tranquilo que va a firmar –respondía Cavallo. Cavallo volvía a dedicarse a las visitas –intentaba convencerlos de que la economía estaba a punto de darse vuelta y volver a crecer y que la deuda pronto dejaría de ser un problema urgente–, que intentaban tener una conversación normal, cada vez más difícil. Volvía a sonar el teléfono:
–¡Ya te dije: decile que se vaya a la puta madre que lo parió!
Para los Varenike, todo este alboroto era, además de decepcionante, un golpe de realidad: su idealismo de que las cosas se podían cambiar fácilmente, de que sólo hacía falta aplicar con firmeza las recetas que todos conocían, se acabó esa misma tarde y casi en ese mismo momento. Han pasado más de seis años de aquella reunión, pero todos se acuerdan del episodio de la galletita. Para entonces los habían llevado a otro salón, donde les sirvieron un almuerzo.
Al final de la comida, Cavallo atendió otra vez el teléfono, no dijo casi nada y colgó con una gran sonrisa:
–Señor Presidente, Ruckauf va a firmar. ¿Vio? Vino al pie.
Miraron todos a De la Rúa, que se había puesto de pie y parecía tener ganas de decir algo. Se inclinó hacia delante, formando un cuadrado imaginario con el pulgar y el índice de la mano derecha. Los Varenike esperaban una definición política, una respuesta de estadista, pero el Presidente dijo:
–¿Alguien quiere una de esas galletitas nuevas tan ricas que salieron hace poco?
Nadie contestó nada. Quizás porque ya estaba todo dicho. Al rato los fueron a buscar y caminaron por pasillos oscuros hacia el Salón Blanco. De la Rúa pasó frente a los gobernadores peronistas y no los saludó ni les hizo ningún gesto. Después, Lorenzo Miguel, otro maratón retórico de Cavallo, el aplauso desabrido de empresarios y sindicalistas. Y ellos en primera fila, observando la lenta descomposición de un gobierno al que hasta dos meses antes le tenían mucha simpatía. Fue todo bastante triste. Sobre todo porque el resultado del viaje fue opuesto al de los objetivos inofensivos e ingenuamente patrióticos de Timerman. Los economistas, que ya hacían malabares para que su condición de argentinos no se notara en sus informes, tenían ahora información de primera mano sobre la falta de nervio y claridad del gobierno. Los traders se fueron convencidos de que los tipos no sabían para dónde disparar. Que había que vender todo.
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