El otro día me crucé con un tuit de Flor Gutman (de su cuenta simpática y puntual) en el que preguntaba: “¿Cuándo se dieron cuenta que eran adultos y todo dependía de ustedes?”
Me gustó el timing que tuvo para mí el encuentro con esa pregunta en ese momento particular; era el cierre de un día entero dándole vueltas en la cabeza a algunas imágenes, a la idea de un momento capturado para siempre. Había un poco de eso en el recuerdo que apareció tras la pregunta: ese instante preciso en que una mañana de sábado, fría y llena de viento, temprano, esperaba en una esquina un colectivo con frecuencia incierta y destino desconocido en la zona oeste de Rosario para asistir a la reunión de producción de un programa en el que empezaba a trabajar. Visto desde ahora, el verbo trabajar es abiertamente exagerado y mentiroso: no cobraba ni iba a cobrar. Igual sentí o supe que ya era definitivamente grande (habrá sido el frío en la cara, la espera larga del 116) y que la vida en adelante estaría hecha de cosas como esa. Ya estudiaba, ya trabajaba y aún así me había buscado algo más para hacer, “pensando en mi futuro”. Si yo no lo hacía, nadie más lo iba a hacer por mí.
Eso es sentirte adulto.
No es que me paso el día pensando en esas cosas, después de todo, más o menos me armé un futuro y acá estoy, viviéndolo, pero a esto me refería con lo del timing: la pregunta cayó como un catalizador de la madalena de Proust que ya había iniciado su caminito de evocación unas horas antes, con un libro.
Resulta que estaba preparando para mis alumnos un ejercicio de escritura a partir de fotos familiares, fui a buscar La cámara lúcida de Roland Barthes para apuntar un par de fragmentos y la lectura terminó consumiéndome la tarde completa. Afortunadamente, el futuro que me empecé a armar esa mañana helada de sábado contemplaba la posibilidad de ganarme la vida leyendo.
Como ya dije de otros libros, este es uno de esos que en la facultad leí mal: sin contexto, sin ganas, sin el placer del texto que tanto alentaba el bueno de Roland. Lo primero para apuntar es la gracia del título: La cámara lúcida (La Chambre claire en su idioma original) surge como contraposición o ampliación de un antiguo dispositivo óptico que se usaba para proyectar una imagen exterior en el interior de una caja sin luz. La cámara oscura es uno de esos aparatos (el más antiguo de todos, hasta Aristóteles habló de él) que formaron parte de la deriva técnica que llevó a la humanidad hacia la fotografía.

La cámara oscura.
Recoger una imagen y fijarla obsesionó a mucha gente a lo largo del tiempo y, como donde hay una necesidad hay un invento, el prodigio se materializó durante el increíblemente genial siglo XIX. La fotografía posibilitó mucho más que recortar un fragmento de tiempo y sujetarlo para ser visto después, en cualquier momento, creó también una relación inédita entre dos esferas que hasta entonces venían más o menos separadas: las imágenes privadas irrumpieron en el mundo público.
Lo que me pasó leyendo a Barthes es, primero, que no pude encontrar nada, ni una sola huella, de mi antigua lectura. Ese libro no me dijo nada hace 35 años y ahora me dice de todo.
Roland Barthes era un muchacho con problemas. Problemas con la madre, sobre todo, no porque se llevara mal sino por mamengo o, como dicen los españoles: era un hombre completamente enmadrado. Me gusta más este adjetivo, más verbal que el nuestro.
La cámara lúcida fue el último libro que publicó antes de morir atropellado por la camioneta de una lavandería al cruzar la calle en la primavera de 1980 y lo escribió para ella, para ponerle palabras a lo que venía sintiendo desde la muerte de su madre. No hay teoría, hay sufrimiento.
Ya había escrito Diario de duelo unos años antes. El 25 de octubre de 1977 la señora Barthes pasó a mejor vida y el 26 de octubre de 1977 Roland empezó a escribir su diario que continuó hasta el 15 de septiembre del ’79. Podemos imaginar que el 16 arrancó con La cámara lúcida.

Barthes, ya grandulón, a upa de su mamá.
La cámara lúcida
La excusa del libro es conocer qué hay de singular en una foto, cuál es su sentido ontológico en tanto que imagen arrebatada al continuo del tiempo. Y así nos distrae en la primera parte hablando del punctum, el studium , el operator y otras palabras similares que yo en la facultad subrayaba en las fotocopias. También muestra fotos, dice lo que ve y hacia dónde va su mirada radicalmente subjetiva. No sé nada de fotografía y desconozco si lo que escribe en esta primera parte es de utilidad o no para los que se dedican al oficio, para los que estudian la técnica o analizan el arte. Lo que me gusta es su literatura. El tipo escribe bien.
Arranca el segundo tramo de su ensayo diciendo que aún le falta algo más para seguir hablando del tema, y ese algo es más personal que su mirada. Se pone a revisar fotos viejas en las que está su madre y, con angustia, dice que no logra reconocerla enteramente en ninguna, sólo por fragmentos:
No era ella, y sin embargo tampoco era otra persona. La habría reconocido entre millares de mujeres y, sin embargo, no la reencontraba. La reconocía diferencialmente, no esencialmente. La fotografía me obliga así a un trabajo doloroso; inclinándome hacia la esencia de su identidad, me debatía en medio de imágenes parcialmente auténticas y, por consiguiente, totalmente falsas. Decir ante tal foto ¡es casi ella! me resultaba más desgarrador que decir ante tal otra: no es ella en absoluto. El casi: régimen atroz del amor.
Pobre hombre. Quiero abrazarlo.
Y entonces, en un giro argumental, aparece por fin una foto diferente, tomada cuando su madre tenía cinco años: “Observé a la niña y reencontré por fin a mi madre”. Esta foto se va a convertir en el motivo narrativo sobre el que gira el libro, tanto que tiene mayúsculas: la Foto del Invernadero. Esa imagen con nombre propio es una presencia constante y, a la vez, es la única foto de la que habla y a la que nunca muestra.
No puedo mostrar la Foto del Invernadero. Esa foto solo existe para mí. Para ustedes solo sería una foto indistinta, una de las mil manifestaciones de lo cualquiera.
Entonces Barthes sigue hablando de fotografía pero también de la vida y de la muerte, del paso del tiempo, del dolor y el amor y otra vez de la muerte.
En ese momento ya es tarde, estoy dentro y fuera del relato a la vez, pienso en las fotos que mi hija le toma a mi madre (me pregunto si la frase es tomar una foto o sacar una foto y por qué se usan indistintamente estos dos verbos), me acuerdo de la lata con fotos de la casa de mi abuela y caigo en la cuenta de que a ella, con siete hermanos, trece hijos y casi treinta nietos, todo el “álbum familiar” le cabía en una lata redonda de galletitas parecida a la del costurero y pienso que en mi casa no habría dónde guardar un álbum familiar que está disperso en el Google Fotos de cada uno de nosotros y es en ese estado en que llega la pregunta: ¿Cuándo fue que me volví adulta?
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