—Decime Menelique ahora.
Así termina mi hermana la conversación que estamos teniendo por WhatsApp y sé que, irremediablemente, el caso está cerrado.
En nuestro mundo común, esas tres palabras significan que el otro te ganó y, si seguís discutiendo, podés quedar como un tonto.
La comunidad de hispanohablantes para la que “Decime Menelique ahora” cierra y remata con gracia una discusión no es muy grande, serán unas cien personas a lo sumo: hijos, nietos, bisnietos de aquel José Calamari que dijo la frase original mientras desafiaba a un muerto en su cajón. No importa si el hecho no sucedió, lo importante es que se hizo lenguaje y, como tal, condensa un montón de significados en una fórmula simple.
Todos tenemos nuestro propio idioma de entrecasa, un vocabulario con el que crecimos y del que quedan algunos vestigios, como si fueran jeroglíficos de una sociedad antigua: “El testimonio de un núcleo vital que ya no existe pero que sobrevive en sus textos, salvados de la furia de las aguas, de la corrosión del tiempo”, dice Natalia Ginzburg en Léxico familiar, de 1963.
La de Menelique y otras frases por el estilo forman parte de mi vida y estuvieron siempre ahí, disponibles e impensadas (no había razones para reflexionar sobre lo dado), hasta que me encontré con el libro de Ginzburg, el primero que leí de ella hace unos años y que reencontré, en una nueva versión al modo de cover local, en Los sorrentinos de la argentina Virginia Higa, de 2018.
Así que hoy quiero hablar de estos dos libros. Natalia Ginzburg ya hizo una aparición por acá, pero eso no quita que sea necesario hacerlo otra vez porque así de insistente y arbitrario es este espacio.
Léxico familiar
La familia de la que parte el relato es aquella en la que la escritora nació, los Levi (el apellido con el que se hizo famosa lo tomaría después de su marido Leone Ginzburg). El libro es autobiográfico pero, como aclara ella misma en su nota introductoria, puede leerse como una novela.
Arranca chiquita. La novela y la narradora:
Cuando yo era pequeña y vivía en casa de mis padres, si mis hermanos o yo volcábamos un vaso encima del mantel o se nos caía un cuchillo, mi padre tronaba: ¡No hagan groserías! Si mojábamos el pan en la salsa, gritaba: ¡No rebañar los platos! ¡No hagan menjunjes! Los cuadros modernos también eran, según mi padre, cochinadas y menjunjes; no los podía soportar.
Así empieza. Natalia Ginzburg nació en 1916, por lo que podemos suponer que aquellas primeras escenas familiares son de los años ’20 y van a seguir así, con el mismo tono, hasta los ’60. Medio siglo de vida escrito sin hojarasca retórica, deteniéndose en los detalles, mostrando escenas pequeñas de su entorno cotidiano, haciendo de su universo emocional un lugar que el lector inmediatamente hace suyo. Leés, te vas metiendo en esa familia a partir de sus palabras y, al mismo tiempo, empezás a repasar las tuyas porque la buena escritura hace eso. No decís “¡Guau, mirá lo que le pasó a esa mujer!”. Leés, decís “guau” o lo que sea que se diga internamente, levantás la mirada del texto y empezás a trabajar de lector activo.
Cada familia es feliz e infeliz a su manera pero todas las familias están hechas de esas escenas menores, aparentemente insignificantes, habladas en un lenguaje propio. Están en el libro los vestidos y las lecturas de Proust de mano de la madre, la montaña y los discursos revolucionarios de mano del padre, dos bandos familiares de los que la narradora prefiere mantenerse por fuera. Están la mirada de la niña, de la joven y de la adulta entremezcladas en una escritura sobria que simula ser un registro simple de la sucesión de hechos y personajes que atraviesan una vida.
A lo largo de la novela las personas crecen, se casan y mueren, tienen hijos; llega Mussolini al gobierno, los nazis invaden el país y la ideología se impone por sobre la vida humana; cambia el hogar, la familia se redefine, cambia el apellido; hay exilio y más muerte; todo así, como podría contarse cualquier familia. Lo que fácilmente podría ser llevado hacia el melodrama, Ginzburg lo maneja con contención narrativa.
Léxico familiar es como Cien años de soledad, pero bien.
Una familia puede ser contada en todos sus matices sin necesidad de subrayar, siguiendo el conocido mantra de la narrativa norteamericana: mostrar, no decir. Y aun así, hay algo también ensayístico que recorre el libro; Ginzburg tiene una tesis pero aparece, otra vez, sin subrayar. Sabe, como Proust, que en las palabras que escuchamos y pronunciamos, así como en las imágenes, en los sabores y en los olores, está acurrucado nuestro pasado, esperando el momento para salir y mostrarse en dosis pequeñas. De eso está hecho el paso del tiempo a escala humana, no de los grandes relatos.
En un libro anterior, Las pequeñas virtudes (1962), hay un ensayo que puede considerarse precursor de Léxico familiar , en el que está pensando aquellas cosas que después pondrá en forma de novela: “Entramos en la adolescencia cuando las palabras que se intercambian los adultos entre sí nos resultan inteligibles”. La niña y sus hermanos escuchan e incorporan sin cuestionamientos cada una de esas expresiones que hacen a la vida privada y social de los Levi, se burlan de los vecinos y conocidos de los que se burlan sus padres, admiran a quienes ellos admiran, los incorporan como personajes de su vida infantil.
La infancia es un lugar repleto de nombres. Salvatorolli, Adriano Olivetti, el distinguido señor Lipman, el Bigotudo, Virginia del Vecchio, el tío El Demente, la señora Ghiran poblaban la vida de los Levi. Y cuando yo leía iba completando mi propio panteón con los nombres propios de mi infancia: el Mono Pierani, el Víçtor Zamarini, la Pichona Mistura, el Emerson Pucheta, el Colorado Estrofela (descubrí después que era Strafella, pero los nombres nos llegan primero con las formas del habla, no de la escritura).
Así funciona esa maquinaria armada entre la evocación, la escritura y la identificación. No importa que esa voz que habla no me pertenezca. Como Natalia Ginzburg, soy aquellos que fueron antes que yo. Estoy hecha de sus mismos recuerdos aunque hable español y no italiano, aunque haya nacido más de medio siglo después en un pueblito de Santa Fe y no en Palermo, aunque nunca haya vivido en Roma. Como dice su prologuista española Elena Medel: “Escribiendo sobre sí misma, Ginzburg escribe sobre mí”.
Eso mismo sintió Virginia Higa cuando la leyó.
Los sorrentinos
Higa nació en Bahía Blanca en 1983 y la escuché contar en una entrevista que compró Léxico familiar en una estación de Roma, se puso a leerlo en el tren y se enamoró del libro. Sintió una familiaridad doble, por contenido y forma. Lo del contenido es fácil, al escribir sobre su familia y las palabras, Ginzburg también estaba escribiendo sobre Higa.
Lo de la forma también es entendible para alguien interesado en la escritura: cómo no te vas a dejar envolver por esa prosa despojada que simula no tener artificio. La lectora quiso hacer algo así, empezó a tomar notas en un cuaderno y a construir escenas protagonizadas por familiares suyos. El punto de partida fue el restaurante que el Chiche Vespolini (su principal nombre propio) tenía en Mar del Plata. Siguió trabajando sobre ese material y así publicó su primera novela, Los sorrentinos , en 2018.
La relación entre los dos libros es abierta y explícita. En ambos, la estructura dramática se sostiene sobre algo tan aparentemente lábil como el lenguaje; sobre los nombres, las palabras y frases que conforman un código familiar privado y secreto.
El epígrafe con el que abre Los sorrentinos repite a Ginzburg: “Esas frases son nuestro latín”. Ese idioma antiguo que va dejando modos y giros en cada uno de los integrantes de una familia está hecho de expresiones que se fueron amasando, como la pasta, a lo largo del tiempo y van dejando algo mucho más complejo que un dicho o una forma de decir. Son verdaderos conceptos que los miembros del grupo construyen y entienden. Inexplicables, intraducibles.
Definir un sorrentino es fácil: “Una pasta redonda, rellena, una media esfera con cuerpo, hecha con una masa secreta, suave como una nube, rellena de queso y jamón”. Lo podemos diferenciar bien de un tortellini, un agnolotti y, mucho más, de un raviol que no llega siquiera a ser una entidad definida; el raviol no es nunca en singular, consigue su razón de ser en la acumulación. La narradora nos tiene en sus manos a partir de algo tangible como la comida.
¿Cómo no seguir leyendo después de esto?
Los ejercicios proustianos de evocación y escritura que hacen Ginzburg e Higa son, tal vez, la manera más efectiva de salvar esa imposibilidad de definir un léxico familiar hecho de conceptos propios. No alcanza con un glosario, lo que hace falta es literatura.
Si alguna vez yo encarara mi repaso personal, se enterarían ustedes de todo lo que encierra el “Decime Menelique ahora”.
Nos leemos en quince días.
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