A principios de 2017 tuve una larga charla en Casa Rosada con una ejecutiva de la agencia FutureBrand, que estaba trabajando en el rediseño de la marca país argentina. Cuando me consultó qué visión del futuro tenía yo como funcionario, más allá de lo que decía el Gobierno, no se me ocurrió otra cosa que contestarle: “Un país normal”.
Me acordé de esta anécdota el otro día en una entrevista que me hicieron en Infobae en vivo, que venía a cuento porque el domingo escribí en Seúl que, a pesar de su retórica refundacional en otros aspectos, el módico sueño del gobierno en materia económica es ser un país normal. Un sueño nada módico para la Argentina, que siempre fue anormal, pero sí un sueño que al menos ya existe, que no hay que inventar.
Siempre me pareció que aquella respuesta a la investigadora de FutureBrand había sido insatisfactoria, para mí y para ella, que me miró decepcionada, como diciendo “¿eso es todo lo que tenés?”. Pero dado el persistente talento de la Argentina para evitar el aburrimiento hoy, casi una década después, me siento reconciliado con aquella falta de imaginación.
Pensando en esto me di cuenta de que tenía algunas cosas más para decir sobre este tema, así que las voy a decir acá. Empiezo citando un tuit de Federico Sturzenegger que ya mencioné el otro día, el que dice “Make Argentina normal again”. Lo curioso es la ilustración del tuit: una imagen del Muro de Berlin uno o dos días después de su caída, en 1989. Para Federico, un neoliberal de toda la vida (en el buen sentido), ordenar la economía con herramientas sensatas es una revolución.
Esto me hizo acordar a una peculiar condición de las llamadas “revoluciones de terciopelo” de Europa del Este de aquellos años post-caída del Muro. Al revés de las revoluciones francesa o rusa, o de los intentos violentos de las izquierdas latinoamericanas, las que voltearon al comunismo eran revoluciones, como dijo Habermas, de “catching up”, de ponerse al día con el resto de Europa: no inventar nada, imitar lo que funciona, ser como otros. En esos años, el famoso disidente polaco Adam Michnik adaptó el lema de la Revolución Francesa: “Libertad, Fraternidad, Normalidad”.
Las ideas a las que les había llegado su tiempo, después de una larga espera, no eran utópicas ni novedosas, sino más bien veteranas y testeadas mil veces: capitalismo, democracia liberal, una vida privada sin control del Estado. Las sociedades que habían vivido detrás de la Cortina de Hierro querían la libertad y la prosperidad que, sospechaban, ya disfrutaban los franceses, los británicos y los de Alemania Occidental. Les pidieron a sus líderes no que inventaran hombres nuevos sino que copiaran a esos hombres “viejos” del capitalismo democrático. Es lo mismo que piden ahora, 35 años después, los ucranianos, invadidos y castigados por los rusos, justamente los únicos europeos del Este que mantuvieron sus sueños imperiales y no se conformaron con la vidita del autito, la casita, las vacaciones.
No les fue fácil ni a todos les fue igual, pero los países de Europa del Este hoy son democráticos y prósperos, sin inventar nada. Quizás nosotros estemos llegando tarde a esta fiesta, que todo el mundo dice que se está acabando. Aburridos de tanta normalidad, europeos de todo tipo se están dejando seducir por la tentación de la anormalidad (aplica también para los gringos). ¿Puede Milei al mismo tiempo ser aliado de los entusiastas de la anormalidad, como Trump y Orban, y ofrecer en la economía el sueño apenas revolucionario de la normalidad neoliberal? ¿Profeta o tecnócrata? Quizás quiera ser las dos.
En los últimos años leí dos libros excelentes sobre Irlanda. Uno es No digas nada, de Patrick Radden Keefe, sobre la violencia de los ‘70 a partir de dos historias que dejan bastante mal parado al IRA, el ejército revolucionario (Netflix hizo una adaptación hace poco, también muy buena). El otro libro es We don’t know ourselves , del periodista Fintan O’Toole, que escribió una biografía de Irlanda desde su fecha de nacimiento (la de él), en 1958. Tiene mil detalles excelentes el libro, pero me interesó sobre todo el proceso de empuje de una parte de Irlanda para dejar de ser el país atrasado, rural y católico de la infancia de O’Toole y la resistencia de quienes defendían las tradiciones, la singularidad, lo distinta que era Irlanda de otros países. Al final, escribe O’Toole, “los irlandeses estaban hartos de ser pobres y pintorescos y diferentes”. Esto ocurrió en los ‘80. “La normalidad europea empezó a tener bastante buena pinta”.
Para los anormales, la normalidad puede tener una pinta excelente. Lo sintieron los irlandeses, que ahora son normales, y lo sintieron checos, polacos, estonios. ¿Nosotros lo sentimos? A nosotros nos cuesta ser normales, nos parece aburrido. El escritor David Rieff dice que a un argentino sólo le podés decir que el suyo es el mejor o el peor país del mundo, pero nunca un país promedio, mediocre, olvidable, que eso nos vuelve locos. Me parece una frase muy certera. Un poco nos gusta ser el Maradona de los países: talentoso, magnético, cariñoso, pero también cruel, inconstante, bocón.
Lo paradójico de este asunto es que nuestro pastor en este supuesto camino a la normalidad es el presidente más anormal de nuestra historia y uno de los más anormales del mundo.
Buen fin de semana extra largo para todos. También es la celebración más importante del año para los católicos, los últimos cuatro días de un proceso de 40 días de recogimiento y reflexión, la cuaresma. ¿Cuánto queda de todo eso? ¿Qué queda de sagrado en los feriados? Casi nada, sospecho, ni en los religiosos ni en los patrióticos, que ya nadie recuerda para qué están. Mucho menos los nuevos, como el que celebra la Vuelta de Obligado (el Día de la Soberanía Nacional, el 20/11), un intento de Buenos Aires por cerrar el comercio de Corrientes y el Litoral. Primero se secularizaron los feriados católicos, después los patriotas. No nos queda nada sagrado: sólo turismo y fines de semana puente (dentro de dos semanas hay otro, me enteré hoy).
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