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En julio de 1994, la teniente Kara Hultgreen se convirtió en la primera aviadora naval de los Estados Unidos. Tres meses después, durante un entrenamiento de rutina en la costa de San Diego, el F14 Tomcat que piloteaba se estrelló cuando realizaba la aproximación final al portaviones USS Abraham Lincoln. La teniente Hultgreen logró eyectarse, pero la aeronave había superado ya los 90 grados de alabeo, lo cual la hizo impactar contra las aguas del Pacífico, causando su muerte instantánea. La U.S. Navy declaró que el accidente se debió a una falla técnica y archivó el expediente rápidamente. Pero un oficial arriesgó su carrera militar y difundió los documentos internos de la investigación sobre el caso, que mostraban una realidad bien distinta. La falla técnica había existido, pero había sido una falla común en los motores de los F14 Tomcat y los pilotos estaban formados para lidiar con ella. El accidente se debió en verdad a un error que la teniente Hultgreen ya había cometido varias veces durante los entrenamientos. A su vez, los documentos filtrados mostraban que, aunque los pilotos navales eran dados de baja tras el tercer error de aterrizaje, en los registros de instrucción de la teniente Hultgreen constaba que había cometido cuatro errores. ¿Por qué la U.S. Navy le dio el mando de una máquina tan compleja como mortífera a alguien que no había alcanzado los mismos estándares requeridos a sus pares para ocupar ese lugar?
Durante la administración del presidente demócrata Bill Clinton (1993-2001), las fuerzas armadas estaban bajo intensa presión para incorporar mujeres en posiciones de combate. La Marina buscaba a toda costa su primera mujer aviadora para antes de finales de 1994. Y según testimonios de la época, los instructores y aspirantes del arduo proceso de selección para convertirse en piloto naval daban por sentado que las candidatas femeninas iban a graduarse, más allá de su desempeño. La muerte de Kara Hultgreen hizo público un problema del cual todos eran conscientes en las fuerzas armadas estadounidenses, pero que nadie se atrevía a denunciar: la discriminación positiva en general, y las cuotas femeninas en particular, estaban poniendo en riesgo la seguridad de todos, empezando por la de sus supuestas beneficiarias, en este caso las mujeres, quienes en realidad estaban siendo sacrificadas en el altar de la ideología. El sentido común lleva a pensar que aquel caso habría marcado el fin de las políticas esencialistas que anteponen el sexo o la raza al mérito. Tres décadas más tarde, sabemos que aquello no fue sino apenas el comienzo de una “era de la ilusión”.
1. La era de la ilusión
La misma ideología que comprometió el proceso de selección para pilotar un caza terminó poniendo en jaque el desarrollo y la construcción de aviones de pasajeros, como mostró de forma escalofriante el caso de Boeing. Dos accidentes en menos de cinco meses, entre 2018 y 2019, que le costaron la vida a 346 pasajeros, seguidos de otros numerosos incidentes en vuelo, provocaron la inmovilización de las 387 unidades del flamante 737 MAX, un modelo de aeronave que, como salió a la luz tras el escándalo, fue fabricado en un período en el cual Boeing había reemplazado sus bonos a gerentes y ejecutivos (por alcanzar metas de seguridad y calidad), por incentivos para el logro de parámetros de “diversidad, igualdad e inclusión”. A su vez, la catastrófica retirada de tropas estadounidenses de Afganistán en 2021, uno de los episodios militares más humillantes en la historia de los Estados Unidos, fue una debacle anunciada: como explica el 2024 Index of U.S. Military Strength, las fuerzas armadas estadounidenses les dieron preeminencia a los objetivos de “diversidad” por sobre aquellos tácticos necesarios para la victoria en el campo de batalla. Este informe de 650 páginas, publicado anualmente por The Heritage Foundation, califica por segundo año consecutivo el poderío militar de su país como “débil”, y alerta que las fuerzas armadas “corren un riesgo significativo de no poder defender los intereses nacionales vitales de Estados Unidos”.
El triunfo de la ideología por sobre la realidad no se limitó al campo aeronáutico o a las fuerzas armadas, ni fue exclusivo del país norteamericano. La maquinaria ideológica que se puso en marcha en las últimas décadas del siglo XX, y que hoy conocemos como el movimiento “woke”, escaló sin control, contaminando todas las esferas de las sociedades occidentales. De la economía a la geopolítica pasando por las cuestiones de género, la inseguridad o la inmigración, un historiador que nos estudiara desde el futuro, o un alienígena que nos observara desde lejos, probablemente juzgaría que Occidente alcanzó en estos años el paroxismo de la negación de la realidad.
Sin embargo, esa “era de la ilusión” ha comenzado a coexistir con otra naciente que la desafía, una nueva era que podríamos llamar “de la realidad” y de la cual la elección de Donald Trump y el fervor global alrededor del presidente Javier Milei son dos de sus hitos más recientes. Comprender las características de este punto de inflexión, las razones que llevaron a su emergencia y los desafíos que tiene por delante es fundamental no sólo para orientarnos durante este cambio de época, sino principalmente para aprovechar la que quizá sea la oportunidad de protagonismo global más importante para la Argentina en su historia.
Un historiador que nos estudiara desde el futuro, o un alienígena que nos observara desde lejos, probablemente juzgaría que Occidente alcanzó en estos años el paroxismo de la negación de la realidad.
Para divisar la novedad e importancia de esta “era de la realidad” es necesario antes revisar los mojones de aquella “era de la ilusión” durante la cual se extraviaron las democracias liberales en las últimas décadas.
A pesar del fracaso del socialismo, la persistencia de quimeras económicas llevó a la ruina a numerosos países, de los cuales Venezuela y la Argentina son casos emblemáticos, y condujeron a potencias como Francia al estancamiento y el abismo del déficit fiscal calamitoso donde se encuentra hoy. A su vez, de la misma forma que algunas aves isleñas ya no saben identificar a sus depredadores, los líderes europeos olvidaron las realidades de la guerra, y la utopía de la paz duerme su siesta mientras potencias imperiales amenazan a sus países o enemigos internos los carcomen desde adentro. Asimismo, el culto ambientalista condujo a Alemania al suicidio energético con el cierre de sus centrales nucleares y a los países de la Unión Europea a sacrificar su industria en pos de objetivos irreales e innecesarios, como el fin de la producción de vehículos con combustible para 2035.
Por otra parte, la laxitud judicial y de seguridad urbana sumió en un infierno cotidiano a los habitantes de ciudades tan dispares como Buenos Aires, Baltimore, Malmö o Grenoble, y convirtió a puertos como Rosario o Marsella en paraísos para los cárteles de la droga. La negación de la necesidad del orden como condición de posibilidad de la libertad convirtió a los drogadictos y a los criminales en amos y señores de ciudades antes pujantes como San Francisco o Los Ángeles, ahora transformadas en escenarios apocalípticos. La fantasía de la sociedad como una entidad capaz de moldear a los individuos a través de fuerzas invisibles y mágicas condujo a Europa a recibir en masa a individuos provenientes de culturas donde reinan la violencia, la misoginia, la homofobia y el antisemitismo, con las devastadoras consecuencias que se ven hoy en el Viejo Continente: pogromos en las calles de Ámsterdam, homosexuales que evitan barrios de Berlín o un aumento estrepitoso de los ataques sexuales y las violaciones, muchas de ellas seguidas de muerte, que obligan a las mujeres europeas a cambiar sus hábitos para proteger su vida.
En paralelo, el feminismo de segunda y tercera ola embaucó a una generación entera de mujeres, negando las diferencias biológicas entre los sexos, haciendo del hombre la medida de todas las cosas, repudiando el instinto materno y prometiendo la felicidad femenina en la búsqueda de objetivos masculinos. Peor aún, el feminismo imposibilitó la lucha contra la violencia sexual al haber logrado institucionalizar la doctrina de que la violación no tiene nada que ver con el sexo, ese embuste que, como explica el psicólogo cognitivo Steven Pinker en The Blank Slate (La tabla rasa, 2002), “pasará a la historia como un ejemplo de los extraordinarios delirios populares y la locura de las multitudes”. Por último, la ideología de género llevó sus premisas ficticias hasta las últimas consecuencias y, con la complicidad de médicos, políticos y científicos, ejecuta actualmente una de las mayores aberraciones sanitarias de la historia: la mutilación y la hormonación de niños y adolescentes.
¿Quiénes fueron los artífices de todos estos fracasos que hacen tambalear hoy a Occidente? El triunfo de la era de la ilusión no se debió a una conspiración mundial sino a un proceso más banal.
¿Quiénes fueron los artífices de todos estos fracasos que hacen tambalear hoy a Occidente? El triunfo de la era de la ilusión no se debió a una conspiración mundial sino a un proceso más banal. Hace exactamente un año, en un artículo publicado en el Anuario 2023 de Seúl, veíamos cómo las democracias occidentales eran pilotadas por una élite desconectada de la realidad, que se esfuerza por imponer una visión del mundo y del futuro no sólo en las antípodas de las del resto de la población, sino lisa y llanamente a contramano de la evidencia empírica. Como veíamos también en aquel texto, el punto en común entre todos los miembros de la élite (medios de comunicación, académicos, burócratas, ONG) es, a su vez, la causa de esas creencias ilusorias y la licencia para conducir la sociedad al abismo: la posesión de un diploma universitario. La clase diplomada, con la distorsión cognitiva, el enceguecimiento ideológico, la negación de las realidades biológicas y sociales, el desprecio por Occidente, la intolerancia ante el disenso y el convencimiento de obrar por el Bien, no necesitó trabajar de forma concertada para sumir a las democracias liberales en la era de la ilusión. Como una versión nefasta del panadero de Adam Smith, quien obrando en beneficio propio termina enriqueciendo a todos, la élite, persiguiendo sus propios intereses y convicciones individuales, fue progresivamente socavando a Occidente.
Si la élite pudo causar tanto daño fue no sólo por lo que hizo, sino, sobre todo, por lo que impidió hacer: criticarla. Además del control total de gobiernos e instituciones, la clase diplomada se aseguró la hegemonía cultural. Qué se podía decir y qué había que callar, los problemas reales o las “fantasías reaccionarias”, lo loable y lo nauseabundo, los sueños impuestos y las pesadillas proscriptas, todo estaba bajo su tutela. Y si la ilusión triunfó por sobre la realidad fue porque, del Pacífico al Mediterráneo y de los Andes a los Alpes, la verdad fue sometida a un proceso orwelliano.
En los medios, en las redes sociales, en el ámbito laboral y hasta en familia, reconocer, por ejemplo, las diferencias biológicas entre hombres y mujeres fue catalogado como sexismo. Señalar que en Francia los extranjeros constituyen el 8% de la población pero cometen el 36% de los crímenes violentos y representan el 24% de los convictos, o que el 77% de las violaciones en París son cometidas por inmigrantes ilegales, se convirtió en xenofobia. Destacar que en Europa los inmigrantes subsaharianos o afganos son más violentos y se integran menos en el mercado laboral que los vietnamitas o los indonesios: racismo. Sugerir que un hombre no puede convertirse en una mujer por el mero hecho de declararse tal, o alertar sobre intervenciones quirúrgicas y farmacológicas irreversibles en menores, de las cuales no se conoce ningún beneficio pero se han probado innumerables daños, es transfobia. Deslizar que los indicadores de mortalidad o de educación muestran que los varones están atravesando una situación dramática, es misoginia. Enaltecer cualidades asociadas con la masculinidad y esenciales para, por ejemplo, luchar contra un incendio, detener criminales o ganar una guerra, es homofobia. Mencionar las ventajas para los niños de una familia estable, o la importancia del patriotismo para la cohesión nacional, es fascismo. De los gobernantes a los periodistas, pasando por los intelectuales, los académicos y hasta las grandes corporaciones, la hegemonía cultural de la clase diplomada difundía un único mensaje: «La dominación es nuestra y la única opción para ustedes, el sometimiento y el silencio». En este contexto, en el cual hablar con la verdad implicaba pagar la herejía con tu carrera o tu vida social, emerge Donald Trump.
2. La realidad de Trump
Trump reúne, tanto en su físico como en su retórica, todas las características de lo que en psicología evolucionista se conoce como un “líder dominante”: rasgos faciales masculinos, definidos por mentón prominente, arco superciliar pronunciado y rostro musculoso; un tono de voz grave, pero capaz de variar de registro; y un lenguaje violento e incluso soez, que insulta y amenaza al adversario. El intento de asesinato de Trump en Pensilvania, en julio pasado, que lo hirió y estuvo a milímetros de costarle la vida, reveló lo acertado de aplicarle esa categorización de liderazgo: la reacción instantánea de Trump, bajo las balas y sangrando, fue erguirse por sobre sus custodios y desafiar a sus enemigos llamando a la lucha.
Cuando se deben enfrentar adversarios formidables, nuestra mente busca líderes que exhiban este tipo de características para guiarnos en la batalla. Así, frente a la hegemonía de la clase diplomada y un Partido Demócrata que fue artífice, promotor y garante de los fracasos más estrepitosos de la era de la ilusión, el electorado “anticasta” se inclinó por Donald Trump. Sería un error, sin embargo, creer que el Trump de 2016 es el mismo que el de 2024. El primer Trump tenía ciertamente una intuición de los problemas de su país, y sobre todo de los que aquejaban a su electorado, pero su combate era más ruido que contenido. Es probable entonces que su primera elección haya sido el resultado de una población dispuesta a alinearse con quienquiera se mostrara capaz de evitar que su país siguiera por el rumbo que iba. En 2024, la situación fue distinta.
Desde luego, de la crisis migratoria en la frontera sur, hasta la debilidad proyectada en la arena internacional, pasando por la adopción de todas las banderas del wokismo, la administración del presidente Joe Biden aceleró y profundizó el alejamiento de la realidad hasta extremos caricaturescos. A su vez, la candidata Kamala Harris se abrazó a las ilusiones de la élite en cuestiones de género, raciales y migratorias, y rechazó los problemas reales de sus compatriotas, o los evocó negando su propia responsabilidad o balbuceando perogrulladas. En cualquier caso, esta vez Trump se presentó como un contrincante distinto: se esforzó por hacer saber que había identificado la naturaleza de los principales problemas de Estados Unidos, tenía claras sus causas y disponía de un plan concreto para resolverlos.
¿Debemos creerle? No, pero podemos juzgarlo a través de sus primeras decisiones como presidente electo: la designación de su entorno.
¿Debemos creerle? No, pero podemos juzgarlo a través de sus primeras decisiones como presidente electo: la designación de su entorno. Como señala con clarividencia Henry Kissinger en Leadership (Liderazgo, 2022), “los líderes son magnificados o disminuidos por las cualidades de quienes los rodean”. Si en 2016 Trump no había sabido elegir a su equipo, en 2024 los primeros nombramientos de su nuevo gabinete dan todos los indicios de que su presidencia estará marcada por el signo de la realidad. Comenzando por una decisión que tomó antes de las elecciones: la de quién lo acompañaría como vicepresidente.
J. D. Vance, quien a sus 40 años se convierte en el tercer vicepresidente más joven en la historia de los Estados Unidos, es la encarnación del potencial americano para hacerle frente a la realidad más adversa. De sus orígenes en la pobreza rural con una madre soltera adicta a las drogas, experiencia que describe de forma lúcida y conmovedora en su autobiografía Hillbilly Elegy (Elegía campesina, 2016), Vance logró, previo paso por el cuerpo de Marines y tras años de servicio en Irak, graduarse en la Ohio State University y en la elitista escuela de derecho de Yale, y luego amasar millones como emprendedor en la industria tecnológica, antes de consagrarse a la política y convertirse en senador. Atravesó así todas las realidades que hacen hoy la miseria y la grandeza de Estados Unidos, aplicando en cada ocasión la filosofía de vida que le inculcaron esos abuelos pobres que lo criaron: sólo uno mismo, a través de su voluntad, su sacrificio y su perseverancia, puede sacarse del lodo y hacer algo bello de su vida.
El otro máximo exponente del gabinete de Donald Trump como oda a la realidad es Elon Musk. El hombre más rico del mundo, padre de más empresas revolucionarias de las que se pueden recordar, y visionario que quiere llevar la humanidad a Marte, es la encarnación de la toma de riesgo, la innovación y el éxito. Su futura labor en la necesaria modernización del gigantesco y anquilosado Estado estadounidense se anuncia como una reforma de proporciones y ramificaciones históricas. Su aliado en esta batalla no es otro que Vivek Ramaswamy. Este hijo de inmigrantes indios, graduado en biología de Harvard y en derecho de Yale, amasó una fortuna de 500 millones de dólares, pero abandonó la dirección de sus empresas de biotecnología con el fin de dedicarse a la lucha contra el wokismo y por la meritocracia.
Desde luego, estos individuos no son garantía de éxito. Todavía queda por verse su capacidad para rodearse ellos mismos de los más competentes, así como su habilidad para surcar las aguas enrevesadas del Estado profundo, algo para lo que estas personalidades no tienen experiencia. Pero su elección constituye un claro indicador del amanecer de la era de la realidad. ¿Quiere decir esto que la era de la ilusión está en declive?
3. Dos eras en paralelo
Probablemente sea un grave error asumir que las distintas ideologías ilusorias que socavan las democracias liberales se encuentran en retroceso. Muy por el contrario, cabe suponer que asistiremos a un recrudecimiento de sus embates, tal como sucedió en aquel annus horribilis de 2017. Fue de hecho en ese primer año de la primera presidencia de Donald Trump cuando las puertas del infierno woke se abrieron de par en par, logrando tres hitos de gran relevancia simbólica en el espacio de unos meses. A principios de 2017, los biólogos Bret Weinstein y Heather Heying fueron obligados a abandonar sus puestos como profesores en Evergreen State College por haberse negado a acatar el “día sin blancos” decretado por la universidad. A mediados de ese año, el ingeniero James Damore fue despedido de Google por haber invocado, en un memo interno, la realidad biológica de ciertas diferencias de comportamiento entre hombres y mujeres. Y a finales de 2017 estalló el primer pánico moral de la era digital: el movimiento #MeToo, que destruyó el principio republicano de la presunción de inocencia, reemplazó a los tribunales de justicia por el griterío de la muchedumbre, arruinó la vida de incontables hombres inocentes y dañó profundamente a las mujeres al disminuir el valor de la palabra femenina. No sería nada sorprendente entonces que los defensores del wokismo y otras quimeras, cual fieras acorraladas, empiecen pronto un despliegue de violencia.
El primer indicio de este posible escenario lo da el abandono de X hacia otras redes sociales como Bluesky por parte de la élite y sus acólitos. Desde luego, en sí esto no es más que una mezcla de postureo (siguen leyendo X pero fingen irse para mostrar su pertenencia al “campo del bien” y su desprecio por Elon Musk) y una demostración de debilidad, en aquellos que honestamente abandonan la plataforma por incapacidad para confrontarse a un mundo que no se pliega a sus caprichos. Ello no quita, sin embargo, que esta estrategia no termine funcionándoles a los cruzados contra la realidad como un repliegue táctico que reorganice su ofensiva. En las redes sociales lo que reina es el alardeo: de belleza y estatus, en Instagram; de afiliación política, en X. Si este fenómeno se da en el interior de una misma tribu política, el alardeo de la fidelidad por la causa propia y el desprecio por el campo adversario se convierte en una carrera entre sus miembros para ver quién es el más virtuoso, lo cual puede terminar en una radicalización del grupo. Asimismo, como muestran distintos estudios experimentales del politólogo evolucionista Michael Bang Peterson, uno de los componentes fundamentales del alardeo político en redes es señalar estar listo para pasar al acto: algo que puede concretarse si aparece un líder capaz de coordinar las acciones de aquellos dispuestos a movilizarse. Los usuarios de Bluesky pueden caer así en la ilusión de que los aliados son numerosos, lo cual podría envalentonarlos para actuar en el mundo real.
La ideología woke y sus ilusiones conexas han logrado cristalizarse en las instituciones, y eso es mucho más difícil de combatir.
En todos los casos, haya o no una embestida contra la naciente era de la realidad, eso cambia poco el estado actual de las cosas: la ideología woke y sus ilusiones conexas han logrado cristalizarse en las instituciones, y eso es mucho más difícil de combatir.
Para comprender la dificultad de hacerle frente a una ilusión institucionalizada, tomemos el caso del concepto de “femicidio”. Este término, correctamente empleado, corresponde a lo que hacen hoy los talibanes en Afganistán, privando a las mujeres de cualquier mínimo derecho, negándoles el acceso a la educación y a la salud, despojándolas de toda humanidad, borrando su existencia. Pero las académicas del género, desde la torre de marfil de la academia, desplegaron un nuevo sentido para el término: todo asesinato de una mujer es un femicidio, pues su muerte no tiene nada que ver con esa persona en particular sino que es la encarnación del conjunto del género femenino, y es por eso que un hombre la atacó mortalmente. Desde luego, nada más alejado del mundo real: como muestran décadas de datos y estudios, cuando Fulano mata a Mengana, lo que lo motiva son los celos o la frustración u otro móvil u objetivo que implica directamente a la víctima, no al resto de las mujeres. Así, de la misma forma que estaríamos perdidos frente a la criminalidad si la abordáramos creyendo que los robos violentos no tienen nada que ver con los bienes sustraídos, y proclamáramos que los delincuentes lo que atacan es en realidad el concepto de la propiedad privada, la institucionalización del término “femicidio” impide hoy luchar eficazmente contra las causas de los asesinatos de mujeres por parte de sus parejas o aquellos que las conocen; es decir, lo que sucede con 9 de cada 10 mujeres que son víctimas de homicidio. Pero poco importa la realidad, y nada interesa que hablar de “femicidio” dañe a quienes se pretende proteger: el término fue adoptado por políticos, periodistas, académicos y en el lenguaje corriente, y quien ose hoy desafiar la validez del concepto es inmediatamente acusado de atentar contra las mujeres. Cualquier intento de reforma de esta creencia se transforma en un conflicto de visiones irreconciliables.
Este caso ilustra otro aspecto crucial del cambio de época que estamos viviendo: la coexistencia de los exponentes de la era de la ilusión y los de la era de la realidad. Para seguir con el ejemplo de las cuestiones de género, para algunos, los postulados del feminismo son ya en toda evidencia falsedades dañinas que deben ser combatidas; para otros, son aún banderas inclaudicables que deben ser defendidas. Pero de la misma forma en que es imposible encontrar un punto intermedio entre la teoría de la Tierra plana y la de la Tierra redonda, entre una posición que reconoce las realidades biológicas y estadísticas de las mujeres y otra que las niega tampoco hay compromiso posible. Este fenómeno se extiende a las esferas económicas, migratorias o de seguridad interior e internacional, como mostró la reciente cumbre de la Comunidad Política Europea del mes pasado en Budapest. Ahí, el discurso del primer ministro húngaro, Viktor Orbán, se centró en una preocupación compartida por la inmensa mayoría de los europeos: la inmigración; pero el discurso del presidente francés, Emmanuel Macron, se focalizó en una fantasía de la élite, “el problema de la desinformación” y la necesidad imperiosa para la seguridad europea de “proteger la manera en la cual los ciudadanos forman sus opiniones”.
Esta coexistencia de dos eras es flagrante en los medios de comunicación. Si el triunfo de Trump en 2016 había mostrado el desfasaje entre el periodismo y la población, su elección en 2024 formalizó el cisma entre los medios tradicionales y la información digital que cualquier ciudadano puede producir y consumir, principalmente en X. Esto genera graves distorsiones de percepción. Los políticos, tecnócratas, diplomáticos y otros decisores siguen basando sus opiniones en medios como The New York Times o Le Monde, desconociendo que la versión que ahí se les presenta de los hechos en poco o en nada concuerda con la realidad. Así, buen número de políticos y altos funcionarios europeos criticaron con saña a los elegidos por el presidente Trump para su gabinete, atacando una versión caricaturesca de estas personas que no corresponde en absoluto con sus personalidades y posiciones reales. El ministro de Relaciones Exteriores francés, por ejemplo, llegó incluso a declarar a la prensa “esperemos que Musk no le haga a la democracia estadounidense lo que le hizo a Twitter”.
Una de las razones de esta coexistencia de eras es que la élite diplomada es siempre la última en enterarse de los cambios. Esto no es para nada sorprendente: como explica el psicólogo cognitivo Keith Stanovich en The Bias That Divides Us (El sesgo que nos divide, 2021), las personas educadas, informadas e inteligentes son particularmente proclives a una suerte de “ceguera cognitiva” en temas que les importan y por los que tienen alguna implicación emocional. Esta patología afecta particularmente a los expertos, como ilustra el caso emblemático de la “sovietología”, esa próspera disciplina académica del siglo XX. Pese a la evidencia, los investigadores en este campo no concebían la posibilidad de que la Unión Soviética cayera un día, y si alguien deslizaba esa hipótesis, los académicos hacían volver rápidamente a la persona a sus cabales mediante la humillación pública. Como afirma el internacionalista Ariel Colonomos en La politique des oracles (La política de los oráculos, 2014), durante décadas y hasta casi la víspera de la caída del muro de Berlín, “los expertos en la URSS saben perfectamente que ese Estado es un gigante con pies de barro y, sin embargo, son incapaces de tomarse en serio esta realidad y extraer las consecuencias que se derivan de su observación”.
Consecuentemente, la élite diplomada es la más reacia a los cambios de paradigma, algo que se evidenció en las reacciones de la clase política cuando Ronald Reagan comenzó a aplicar su famosa filosofía para ganar la Guerra Fría: “Nosotros ganamos y ellos pierden”. Como detalla el ensayista (y antiguo consejero de Margaret Thatcher) John O’Sullivan en The President, the Pope, and the Prime Minister (El presidente, el Papa y la primera ministra, 2008), desde el primer discurso en el cual Reagan empezó a mencionar abiertamente su doctrina, el contraataque del establishment fue brutal. Los diplomáticos tildaron su retórica como “provocaciones inútiles sin propósito constructivo”, los periodistas y expertos lo describieron como “un peligro que estaba arriesgando llegar a la guerra” y un distinguido historiador llegó a llamar el famoso discurso sobre el “Imperio del mal” el “peor discurso presidencial en la historia”. ¿Cuál habría sido el curso de los acontecimientos si Reagan les hubiera prestado atención a estos críticos?
La coexistencia entre estas dos eras antagónicas anuncia tiempos convulsos e inciertos. ¿Cómo hacer para orientarse durante este cambio de época? ¿Cómo saber si en tal o cual tema nos encontramos parados del lado de la realidad o del de la ilusión? En buena parte de Occidente, políticos y ciudadanos de buena fe, con convicciones, pero sin necesariamente una ideología, están hoy andando a tientas. Y la manera instintiva en la cual uno se orienta en medio de las tinieblas, es identificando dónde se distingue algo de luz, y dirigiéndose hacia allá. Es acá donde nuestro país entra en escena.
Desde que Javier Milei se convirtió en presidente de la Argentina, y durante la mayor parte de su primer año de mandato, la prensa internacional puso esmero en presentar una versión falaz de sus ideas y sus medidas, así como de la realidad argentina. El mundo nos daba así el pésame por nuestro nuevo presidente. Pero en el transcurso del último año sucedieron dos cosas que cambiaron radicalmente la percepción que hoy se tiene de nuestro país. Por un lado, el presidente Milei consiguió resultados macroeconómicos impresionantes; por el otro, realizó incontables viajes internacionales, explicando su programa económico, su filosofía de la libertad y su visión de Occidente. Esto generó que hoy un buen número de medios anglosajones y europeos celebren los logros de Milei, muchos de ellos en sus tapas. Incontables ciudadanos de distintos países se interesan cada vez más por lo que está sucediendo en la Argentina, y varios líderes políticos piden que las medidas de Milei sean aplicadas por sus gobiernos. El próximo presidente de la principal economía del mundo, de hecho, inspirará una de sus iniciativas faro en los logros argentinos: muchos países tienen ministerios de modernización del Estado, pero el que sirve de modelo a la cartera que Trump le encomendó a Musk y Ramaswamy es la versión argentina que lidera Federico Sturzenegger. De esta forma, la Argentina está hoy iluminando objetivos y métodos de la era de la realidad, suscitando en el mundo el deseo de caminar a nuestro lado.
El año pasado avancé en Seúl la hipótesis de que la presidencia de Javier Milei despertaría fervor en una parte de los ciudadanos del mundo y que eso representaría una ocasión de posicionamiento internacional para la Argentina. Un año después, redoblo la apuesta: considero que estamos frente a la oportunidad de protagonismo global más importante que la Argentina tuvo jamás en su historia. Que esta situación sea aprovechada o malgastada depende en igual medida del presidente y de la capacidad de la ciudadanía de brindarle una oposición constructiva que tenga los dos pies parados en la era de la realidad.
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