JOSÉ GALLIANO
Domingo

Darwin en la grieta

A veces las sociedades sólo quieren un líder que parezca fuerte. ¿Es lo que están pidiendo los argentinos?

En 2016, el debate televisivo en las elecciones españolas mostró algo que unía a los cuatro candidatos presidenciales y los diferenciaba del resto de sus compatriotas: su estatura, muy superior a la media. Si el hombre español promedio mide 1,76 metros, Mariano Rajoy y Pedro Sánchez miden 1,90, Albert Rivera 1,80 y Pablo Iglesias 1,78. Los dos contrincantes más altos fueron quienes se hicieron con la presidencia: Rajoy ganó aquellas elecciones generales, pero dos años después Sánchez se alzó al frente del Gobierno a través de una moción de censura. Esta relación entre altura y gobernanza no es un hecho anecdótico, ni una particularidad española, sino una constante universal en la elección que los humanos hacen de sus líderes. Como señala el psicólogo cognitivo Steven Pinker en su obra clásica How The Mind Works (1997), en las sociedades cazadoras-recolectoras la palabra para “líder” es “hombre grande”, algo que es literalmente el caso de los jefes en tribus tan diversas como las africanas o las amazónicas, y que suele ser proprio a nuestros gobernantes: por ejemplo, en las elecciones presidenciales estadounidenses del siglo XX, el candidato más alto venció en 83% de las ocasiones.

Esta asociación que hacemos entre altura y liderazgo se explica por lo que ser alto encarnó para nosotros durante el 99% de nuestra historia evolutiva: un indicio de supremacía física, la característica fundamental en aquel individuo erigido como líder. Así, la correlación entre grandeza corporal y jerarquía social se grabó evolutivamente en nuestra mente, como lo demuestran numerosos estudios experimentales. Por ejemplo, si un mismo individuo es presentado a distintos grupos como poseyendo un estatus superior (profesor) o inferior (estudiante), los sujetos de la experimentación recuerdan la altura del individuo como siendo mayor o menor de manera directamente proporcional a la jerarquía con la que aquel les fue presentado. Este proceder de nuestra mente va más allá de la altura, aplicándose a todo tipo de indicios de supremacía física que, sin ser nosotros conscientes de ello, detectamos en líderes actuales o potenciales.

Hoy en día, la altura de un líder u otras características de supremacía física son irrelevantes. Pero de la misma manera que nos gusta lo dulce porque ingerir alimentos azucarados proporcionó a nuestros antepasados energía para cazar y recolectar mejor y dejar más descendientes, nuestra mente sigue operando en cuestiones políticas con los mismos cálculos que nos fueron útiles en el Pleistoceno. El comportamiento político humano responde así a los principios de la teoría de la evolución por selección natural de Charles Darwin, como muestra un inmenso corpus científico proveniente de disciplinas tales como la biología evolutiva, la psicología, las ciencias cognitivas, la antropología física o la primatología. Cuando esta evidencia científica informa el estudio de la política, nuestro presente queda esclarecido a la luz de las operaciones mentales ancestrales que los humanos continuamos efectuando en el presente. Este enfoque hace comprensibles fenómenos políticos que parecen extraños, como la dinámica electoral actual en la Argentina, en particular con respecto al ascenso del candidato presidencial Javier Milei, y nos permite inferir el curso que tomarán las cosas.

Este enfoque hace comprensibles fenómenos políticos que parecen extraños, como la dinámica electoral actual en la Argentina.

Para entender cómo Darwin nos permite explicar la política, debemos comenzar por el principio. Como lo destaca el psicólogo evolucionista David Buss en su monumental Evolutionary Psychology: The New Science of the Mind (2019), de los más de 10 millones de especies animales que existen, incluidos aproximadamente 5000 mamíferos, solo se han documentado dos especies con coaliciones coordinadas (iniciadas por machos) que asaltan territorios vecinos y atacan letalmente a miembros de su propia especie: los chimpancés y los humanos. Así, como lo explica el antropólogo cognitivo Pascal Boyer en Minds Make Societies: How Cognition Explains the World Humans Create (2018), desde un punto de vista evolutivo, tener una alta solidaridad al interior del grupo y una alta conflictividad entre grupos es, para los humanos, el equivalente de tener garras en las manos o astas sobre la cabeza. En este contexto de conflictos intergrupales, los humanos enfrentaron el problema de la coordinación, es decir cómo hacer para sincronizar la acción conjunta. Así, una parte crucial de la psicología política son los mecanismos mentales para que los individuos se alineen con el líder más competente para resolver los problemas que enfrenta el grupo. Y los más eficaces para hacernos victoriosos frente a una coalición enemiga fueron los líderes dominantes: aquellos cuya supremacía física les permitía mantener al propio grupo a rajatabla y dominar agresivamente a los adversarios gracias a su capacidad de infundir miedo.

Como establece una abundante literatura científica, la mente humana pone particular atención en detectar indicios de dominio en líderes actuales o potenciales. Estos indicios consisten mayormente en rasgos faciales masculinos, definidos por mentón prominente, arco superciliar pronunciado y rostro musculoso; en un tono de voz grave, pero capaz de variar de registro; en un lenguaje violento e incluso soez, así como en el insulto y la amenaza hacia el adversario; y en diversos tipos de demostraciones de carencia de empatía. Muchos de quienes ocupan posiciones de liderazgo hoy en día poseen esas características: los CEOs tienen una voz más grave que la media; estudios realizados durante décadas muestran que los cadetes de la academia militar de West Point con rasgos faciales masculinos avanzan más en jerarquía que sus pares carentes de ellos; Donald Trump, Jair Bolsonaro, Recep Erdogan, Marine Le Pen y Santiago Abascal manifiestan en el físico y o en la retórica esos indicios de líder dominante.

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Para la mente humana, los líderes dominantes constituyen necesidades o peligros en función del contexto político. Como lo muestran experimentos llevados a cabo en distintos países y escenarios por el politólogo Michael Bang Petersen, en tiempos de paz los individuos que hacen gala de signos de dominio son evitados, y aquellos con características opuestas preferidos para gobernar; pero en tiempos de conflicto social, los indicios de dominio son las condiciones que convierten a un líder en tal. De hecho, un mismo líder dominante puede ser seguido con admiración en tiempos de guerra, pero expulsado por las urnas inmediatamente después en tiempos de paz, como fue históricamente el caso con Winston Churchill. Asimismo, estudios han encontrado que, en situaciones de conflicto social, las personas consideran como competentes a líderes dominantes que no son vistos de la misma manera en otro tipo de contextos. Y las ideas y propuestas políticas concretas del lider dominante son secundarias para nuestra mente: experimentos muestran que conservamos en nuestra memoria de largo plazo solamente la presencia o ausencia de indicios de dominio de un candidato que nos es presentado, olvidándonos del resto de la información que nos fue dada sobre el mismo.

Milei, ¿león?

Aplicando este enfoque al caso electoral argentino, lo primero que resulta evidente es que sea ya en el físico, en la personalidad, en los modos o en la retórica, Javier Milei responde a los distintos criterios del líder dominante que aglutina bajo su halo a aquellas personas que están en pie de guerra contra otro grupo. Pero que tantos electores estén buscando este tipo de liderazgo nos dice sobre todo otra cosa: que la Argentina está sumida en una situación de conflicto social agudo, y que la grieta es mucho más profunda (e irreconciliable) de lo que se sospecha. Algunas de las razones de esto son evidentes, como la inseguridad y la crisis económica. Pero hay también una dimensión de esta conflictividad social que sólo emerge a través de enfoque cognitivo y evolutivo, pues refiere a lo que técnicamente se denomina “alardeo de grupo”.

Para entender esto, volvamos un momento a otros animales. Cuando dos machos están por enfrentarse, ambos emiten señales con el fin de hacer alarde de su supremacía. Algunas de estas señales son infalibles, como la musculatura, y otras son engañosas, como la piloerección (el caso del gato que aumenta falsamente su tamaño al ponérsele los pelos de punta). La capacidad de detectar acertadamente estos signos es crucial para ambos contrincantes: si el más débil los identifica, evitará ser mortalmente herido; y si el más fuerte logra transmitir correctamente su supremacía al otro, se ahorrará un combate que, aun saliendo victorioso, le podría acarrear lesiones.

Durante el gobierno de Alberto Fernández el alardeo de grupo inherente al kirchnerismo alcanzó niveles extremos.

Los grupos humanos hacen también alarde de su supremacía real o pretendida. Sea ya en el macabro exhibicionismo de las atrocidades que se cometen en una guerra civil, o hasta en el haka neozelandés en el rugby, los grupos intentan hacerle llegar a sus adversarios el mensaje de su crueldad en la batalla o de su poderío en el campo de juego, es decir de su superioridad, y del consiguiente riesgo en ser una facción opositora. A su vez, un tipo de señales cruciales que los humanos envían a coaliciones rivales es la lealtad que se tiene por el propio grupo, pues la cohesión interna es un indicio fidedigno de fortaleza. En este sentido, como explica Pascal Boyer, las señales más poderosas son las que “queman los puentes” con los otros: así, en los conflictos tribales, los signos de pertenencia étnica son las marcas corporales permanentes como los tatuajes, también usados por el hampa para señalar afiliación con tal o cual pandilla o grupo mafioso. Este tipo de señales llegan en ciertos casos a quemar los puentes no sólo con los otros grupos, sino incluso hasta con la sociedad entera: los tatuajes faciales de las miembros de las maras indican ante el mundo una afiliación total y perpetua con la criminalidad.

Las señales de afiliación que queman puentes con los otros son también discursivas. Como lo explica el psicólogo cognitivo Hugo Mercier en Not Born Yesterday (2020), quienes pregonan afirmaciones inverosímiles o sencillamente absurdas sobre el grupo propio o enemigo no lo hacen por credulidad, sino porque renunciar a la razón es a la vez una demostración de lealtad ante los propios y de fuerza ante los enemigos. Los altos jerarcas de la dictadura norcoreana, cuando afirman que Kim Jong-un puede teletransportarse o controlar el clima con la mente, lo que están realmente señalando a su propio líder, así como a los enemigos, es que ellos por el régimen son capaces de sacrificar hasta la realidad y la cordura.

Durante el gobierno de Alberto Fernández el alardeo de grupo inherente al kirchnerismo alcanzó niveles extremos, en particular durante la pandemia. Desde el presidente festejando en Olivos mientras le impedía a la población despedir a sus muertos, hasta los ministros que niegan abiertamente las realidades más dolorosas para los argentinos, pasando por la impunidad de la que gozan los corruptos, el oficialismo bombardea constantemente la mente de los argentinos con señales de supremacía. A este alardeo de grupo se sumaron quienes defendieron uno de los confinamientos más largos del mundo, o un cierre de escuelas que ningún otro país aplicó. Un caso emblemático es el de los científicos del CONICET que militaron la vacuna Sputnik, comportándose como el apparatchik norcoreano al señalarle al pueblo argentino que eran capaces de sacrificar la ciencia para defender al gobierno. Los distintos mensajes emitidos por el grupo oficialista transmiten un único y mismo significado al grupo opositor: “El dominio es nuestro y la única opción para ustedes, el sometimiento”.

Un caso emblemático es el de los científicos del CONICET que militaron la vacuna Sputnik, comportándose como el apparatchik norcoreano

Consecuentemente, la elección de un líder dominante resulta una estrategia defensiva para una gran franja de la población, y el riesgo de ser explotados por él es insignificante frente a la certeza de continuar siendo desposeídos por el grupo que ostenta el poder. A su vez, un líder “cierragrieta” no es ni será jamás una opción para este grupo de electores. Por razón, uno de los mecanismos mentales fundamentales de los cuales los humanos disponemos: la detección de cooperadores o desertores, es decir de quiénes pueden ser confiados o no en función de su historial de interacciones pasadas. Un inmenso corpus experimental en economía y psicología muestra que los humanos consideran que los desertores deben ser castigados y forzados a volver a cooperar. En este marco, un líder dominante que cuente con la fuerza de coerción necesaria para imponer la cooperación resulta deseable, y un líder que propondría la amnistía y la conciliación no constituye una opción: su falta de determinación para con el adversario representaría una manifestación de debilidad que el grupo antagonista podría explotar.

Nos es revelado así un último factor que explica el ascenso de Milei: no se sabe aún si la propuesta presidencial del principal grupo opositor será una paloma conciliadora o un águila guerrera. Lo cual nos permite conjeturar el curso que tomarán las cosas. Si el candidato de Juntos por el Cambio en octubre es Horacio Rodríguez Larreta, probablemente Milei hará una excelente elección y no sería una sorpresa si ingresa en segunda vuelta. Por el contrario, si la candidata es Patricia Bullrich, y si ella logra, por un lado, hacer brillar sus características de líder dominante, y por el otro, comunicar de forma acertada determinación y planificación, muy probablemente un gran número de electores potenciales de Milei se inclinarán finalmente por ella, convirtiéndola en la próxima presidenta. De esta forma, las negociaciones actuales de Juntos por el Cambio aparecen como la instancia más importante de un momento ya de por sí crucial de la historia argentina: el futuro político de nuestro país quedará allí signado.

 

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Leonardo Orlando

Doctor en Ciencia Política y Relaciones Internacionales (Sciences Po, París). Pos-doctorado en Ciencias Cognitivas y Psicología Evolucionista (École Normale Supérieure de Paris). En Twitter es @leogabo.

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