LEO ACHILLI
Domingo

El liberalismo militante
de Javier Milei

¿Se puede ser liberal y populista al mismo tiempo? #ANUARIO2024.

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Esta historia la contamos mil veces: durante la primera mitad del siglo XX, Argentina estaba entre los diez países más ricos del mundo, con tasas de pobreza mínimas, pleno empleo, movilidad social ascendente y un salario superior al de Italia y Francia. De no ser por el golpe protofascista encabezado por Uriburu y el joven Capitán Perón, en 1930, habríamos podido hablar también de una democracia constitucional en vías de consolidación. Pero perdimos el rumbo. Debajo de esa Argentina moderna, dinámica y cosmopolita latía la vieja nación católica y colonial que encontró en el clima antiliberal de los ‘30 los insumos para reciclarse y presentarse como una novedad. Enarbolada inicialmente por el nacionalismo católico y el partido militar, esa mentalidad reaccionaria se proyectó luego a la izquierda nacional y acabó permeando a buena parte de los sectores ilustrados, que siguen confundiendo la socialdemocracia con el anticapitalismo y el Estado social corporativo. El problema en nuestro país no es la falta de políticas de Estado, sino la obstinada persistencia en las políticas equivocadas.

La Argentina liberal no murió del todo, pero tampoco resurgió. Las pocas veces que intentó levantar cabeza tronó el escarmiento, con saqueos, columnas movilizadas y paros generales a repetición. Todo eso es cierto. Pero contar solo esta parte de la historia es ser demasiado autoindulgentes. La realidad es que los liberales nos resignamos. Por una variedad de razones, renunciamos a la política. En 100 años no pudimos forjar un marco de sentido, ni producir una simbología capaz de interpelar a un ciudadano medio que siempre nos miró con recelo. Sin darnos cuenta, convertimos al liberalismo en una ideología impotente; una ideología para consumo de almas bellas que se ata las manos en nombre de sus propios ideales mientras los bárbaros saquean Roma.

Para muchos de los que comparten esta mirada, la elección de Milei pudo ser un destello de esperanza. No una luz: un destello. Los obstáculos que enfrentó el gobierno de Juntos por el Cambio, más dialoguista y respetuoso de las instituciones, sugerían que la tarea de modernización requería mayor decisión. Con la épica de los globos de colores, los timbreos y la revolución de la alegría no iba a alcanzar para desmontar el colosal sistema de privilegios urdido por las corporaciones. Durante las marchas del “Sí, se puede”, en 2019, Mauricio Macri tiró por la borda el manual del marketing post-político y millones de personas lo siguieron en las calles. Apelando a identidades y valores, Juntos por el Cambio logró un magnetismo que nunca antes había tenido. ¿Podría ser ese el camino hacia un liberalismo más popular?

Hablar con el diario del lunes es fácil. Quizás en 2015 la gente no estaba preparada para dar el salto hacia lo desconocido.

Hablar con el diario del lunes es fácil. Quizás en 2015 la gente no estaba preparada para dar el salto hacia lo desconocido. Quizás era necesario que el modelo empobrecedor desplegara todas sus contradicciones y estallara en una espiral de inflación, pobreza y decadencia. Quizás, si no se hubieran perdido las elecciones de 2019 y Juntos por el Cambio hubiera alcanzado mayorías propias, la estrategia del cambio gradual habría funcionado. Puede ser. Lo que quedó claro después de Santiago Maldonado, el desaparecido imaginario, y las 14 toneladas de piedras de diciembre de 2017 es que los beneficiarios del statu quo no iban a jugar el juego de los consensos y que era ingenuo confiar en una modernización de un peronismo siempre igual a sí mismo, dispuesto a todo.

El problema es que los liberales de Juntos por el Cambio no teníamos otra receta a mano. Nunca la tuvimos. Mientras la coalición se desangraba en una interna donde amigos de Massa y exministros de Cristina ensalzaban la moderación y se quejaban de que otros hacían política a los gritos, Milei se probaba el traje de Robespierre. Gritando más que todos, atragantado de furia, rojo de ira, instalaba un diagnóstico propio, con víctimas y victimarios y una promesa de redención futura. Con sus modos plebeyos y un talento natural para producir símbolos y dar espectáculo, hizo algo que los liberales criollos siempre nos negamos a hacer: trazó una frontera interna capaz de movilizar a las mayorías contra un enemigo común. Una aplicación ejemplar del manual populista: Perón estaría orgulloso; Néstor también.

Poco después de que La Libertad Avanza ganara las elecciones por paliza, arrasando incluso en bastiones del peronismo, publiqué en Seúl una columna que algunos liberales amigos discutieron con pasión. En ese artículo me preguntaba si Milei podría encarnar una forma de populismo liberal, y si ese populismo liberal podría ser una opción viable en un país donde los liberales ya lo habíamos probado todo y estábamos al borde de la rendición incondicional. En ese momento no tenía una respuesta; tampoco la tengo ahora. Los modos populistas del presidente Milei me preocupan menos que su deriva iliberal. Las relaciones carnales con autócratas, golpistas xenófobos y falangistas trasnochados, los ataques permanentes a los medios o la inexplicable convivencia con matones internos que sueñan con ser un “brazo armado” lo ponen más cerca de los integristas del Tea Party que del pensamiento liberal en cualquiera de sus formas. Pero eso no importa mucho ahora. El objetivo de este ensayo no es examinar las credenciales de LLA sino retomar la idea que apareció en esa columna y examinarla de un modo más general, volando tanto como pueda por encima de la coyuntura.

Si un populismo liberal es conceptualmente posible depende de cómo entendamos los términos de la ecuación. Los movimientos populistas surgidos a mitad del siglo XX tenían un perfil ideológico más o menos nítido, signado por el nacionalismo, el proteccionismo económico y el desprecio por el sistema “demoliberal”. Siguiendo una tesis de Federico Finchelstein en su extraordinario Del fascismo al populismo en la historia, podríamos caracterizar ese populismo originario como un intento de aggiornar el fascismo, adaptándolo a un mundo donde las dictaduras tradicionales y el culto a la violencia ya no tenían cabida.

Sin embargo, la reciente proliferación de liderazgos populistas y su camaleónica fusión con ideas políticas procedentes de tradiciones dispares nos fuerza a buscar modelos conceptuales más flexibles. En ese intento, conviene distinguir entre dos acepciones distintas del término que muy a menudo se confunden en el debate público. “Populismo” puede designar, en primer lugar, un tipo de régimen político que se caracteriza por la concentración del poder en el Ejecutivo, la cooptación de la Justicia y las agencias de control, la apropiación patrimonialista del Estado y la colonización militante de la sociedad civil. Este régimen híbrido, que atraviesa al populismo de derecha a izquierda, no cancela las elecciones ni suprime enteramente el disenso. En su forma más pura, no es una dictadura; es una democracia desfigurada o un autoritarismo competitivo que usa el lenguaje y los recursos de la democracia para vaciarla desde adentro. Precisamente el tipo de régimen que vimos en la Venezuela de Chávez y la Hungría de Orbán. Bajo esta primera acepción, es evidente que el populismo liberal es una contradicción en los términos, porque el liberalismo es inseparable del Estado de derecho, la división de poderes y el respeto de las minorías.

Eso, en la teoría. En la práctica, en cambio, no todos los populistas son autócratas ni aspiran a impulsar un cambio de régimen.

Eso, en la teoría. En la práctica, en cambio, no todos los populistas son autócratas ni aspiran a impulsar un cambio de régimen. Pensemos en Silvio Berlusconi, los griegos de Syriza, Boris Johnson, Lula Da Silva o Gabriel Boric. Más allá de su retórica refundacional, no hay ninguna razón para pensar que estos líderes tengan o hayan tenido en mente planes de reformas tan radicales. En su caso, el populismo es algo así como un mapa mental que ordena la realidad política de un modo particular. Esta manera de entender el populismo, muy extendida entre los cientistas políticos del Norte Global, lo define como una ideología incompleta que puede combinarse libremente con doctrinas más tradicionales y apropiarse de su agenda. De acuerdo con los impulsores de esta perspectiva, lo único que todos los populistas comparten es la idea de que el pueblo debe recuperar el control que las élites le arrebataron para usarlo en su propio beneficio. Pero el contenido específico de estas categorías, así como la relación que se plantea entre ellas, son extrínsecos a este rudimentario mapa mental. Cada populista construye la oposición pueblo vs. élites a su manera.

Los teóricos que comprenden el fenómeno de esta manera (más benigna) suelen insistir en que el populismo no es en sí mismo autoritario o nocivo para la democracia. Todo depende de la ideología con la que se amalgame. De hecho, para algunos de estos autores, el populismo es un “compañero de viaje” de la democracia con el que debemos aprender a convivir: un emergente inevitable en todo régimen representativo que apela al pueblo como fuente última de una soberanía que las élites políticas administran en su nombre. Así como el sistema de contrapesos y la gestión burocrático-racional de los asuntos públicos caracterizan los períodos de política normal, los liderazgos populistas representarían el momento emancipatorio que permite a las mayorías sentirse las verdaderas, únicas e irreductibles detentadoras del poder. En esta segunda acepción, el populismo podría ser un paliativo que le devuelve al ciudadano medio la confianza en las instituciones y un mayor control sobre la botonera de las políticas públicas.

Al margen de si el populismo puede revitalizar la democracia o es siempre un riesgo, lo cierto es que las fuerzas populistas avanzan en todas partes, contaminando por igual a partidos de izquierda, derecha y centro. La explicación más pesimista para este inusitado auge la proporcionan los propios teóricos del populismo. Según ellos, los seres humanos tenemos una tendencia innata al tribalismo. Excepto en períodos muy excepcionales, nuestra naturaleza nos lleva a congregarnos en grupos, y esos grupos solo se consolidan diferenciándose de otros a través de un nosotros vs. ellos. En la teoría populista, la tesis es puramente especulativa, por no decir una expresión de deseos. Sin embargo, psicólogos sociales como Jonathan Haidt la dotaron de cierto apoyo científico. El resultado de miles de años de evolución, donde la supervivencia del individuo dependía de su integración a un grupo que competía con otros grupos por recursos escasos, habría cincelado en nuestro cerebro, dice la hipótesis, un hive switch que se activa ante la presencia de un enemigo real o imaginario: nos pone en “modo colmena”. La moral universalista, que nos empuja a ampliar el círculo de derechos más allá de los propios, sería solo una aparición tardía, una pátina de civilidad superpuesta sobre la bestia salvaje que espera el momento de sacudirse las cadenas.

La explicación más pesimista para este inusitado auge la proporcionan los propios teóricos del populismo. Según ellos, los seres humanos tenemos una tendencia innata al tribalismo.

Además de este switch populista que viajaría en nuestro ADN, hay dos variables más epocales que podrían ayudarnos a entender por qué la política mundial está virando al populismo. La primera se vincula al surgimiento de las nuevas tecnologías de la comunicación y su impacto sobre la dinámica de la política. Como explica Bernard Manin en The Principles of Representative Government, la invención de la radio y la televisión convirtieron la clásica democracia de partidos en una nueva forma de democracia: la democracia de “audiencia”. En este nuevo escenario, los partidos políticos, que aglutinaban a los electores en torno a plataformas programáticas ligadas a intereses de clase más o menos rígidos, fueron poco a poco desplazados por hábiles emprendedores políticos con atributos naturales para desenvolverse frente a las cámaras y brindar un espectáculo atractivo para las masas. La confianza en el candidato y sus capacidades personales se volvieron así más importantes que las convicciones, los intereses y las ideas. Las redes sociales llevaron esta tendencia a su máxima expresión.

La segunda variable que quiero comentar es de carácter sociológico y podría resultar incluso más decisiva que la anterior. Me refiero al reemplazo de las identidades tradicionales por otras mucho más fragmentadas que no se construyen con el lenguaje del pluralismo sino con la lógica de la oposición antagónica. En la medida en que los individuos se comprenden a sí mismos como miembros de una minoría oprimida con necesidades únicas, sus reclamos se moralizan y adquieren el estatus de prioridades absolutas que no pueden inscribirse en una plataforma más amplia. Por esa razón, quedan suspendidas en el aire, a la espera de un liderazgo redentor que las unifique bajo la única consigna que puede contenerlas a todas a la vez: la reforma radical del sistema y el destierro perpetuo del opresor. El caldo de cultivo perfecto para alimentar al populismo. ¿Podrá el liberalismo adaptarse a esta realidad?

Cualquiera que estudie el liberalismo o lo profese con un mínimo conocimiento de causa, sabe que se trata de una tradición animada por una multiplicidad de corrientes que se combinan, a su vez, con otras tradiciones. Todas esas corrientes comparten un núcleo de ideas comunes, pero las interpretan, las jerarquizan y las conectan de maneras distintas. Algunos liberales le conceden una primacía excluyente al libre mercado y la propiedad privada; otros, a la tolerancia, el pluralismo y la inclusión activa de las minorías; y otros, más cercanos a la socialdemocracia, al goce de las condiciones necesarias para que cada ciudadano pueda hacer un uso real de sus libertades. En este rico collage conceptual, el liberalismo clásico es solo una variante más; los libertarios, por su parte, son un colectivo aparte que tiene más de anarquista que de liberal.

Además de su riqueza interna, el liberalismo también ha fluctuado con las épocas, dando lugar a configuraciones muy distintas. El liberalismo del siglo XVIII no era igual al del XIX, y el del XIX no fue igual al del XX. En parte, esto se explica por nuevos desarrollos doctrinarios, modas intelectuales y la competencia de mercado con otras ideologías. Pero también hay razones para pensar que el ideal liberal –igual que cualquier otro– solo puede realizarse mediante una secuencia de etapas sucesivas, donde los estadios previos sientan las bases para los posteriores, generando una espiral ascendente. La dificultad para asimilar este axioma lleva a muchos liberales a importar agendas extemporáneas en condiciones adversas. Pelear las batallas a destiempo es la mejor receta para el fracaso.

Mouffe es una pensadora marxista que vio la oportunidad de salir del clóset. Lo único que su modelo tiene de liberal es el respeto por la democracia electoral

En esta lectura secuencial, el liberalismo contemporáneo solo puede verse como el producto de una larga evolución, donde la acumulación de riqueza y el aprendizaje social permitieron que las ideas liberales se desplegaran en toda su extensión, alcanzando su figura más perfecta. Pero no nos creamos nuestras propias mentiras. El liberalismo expulsó la enemistad de la política y se convirtió en sinónimo de diálogo, negociación y consenso solo después de que sus ideas se apropiaron del sentido común y los enemigos fueron desplazados a los márgenes. Este es el liberalismo que John Rawls retrató magistralmente en Liberalismo político, un liberalismo que a lo largo de su obra la filósofa Chantal Mouffe caracterizó como “pos-político” o “anti-político”. Es su manera de decir que, relajados por la victoria, los liberales bajamos la guardia, olvidando que todo orden social es contingente y reversible y que, diga lo que diga Fukuyama, la historia nunca termina.

La solución que Mouffe propone para superar la despolitización consiste en adoptar un “agonismo liberal” que aliente activamente la oposición entre grupos con identidades, valores y proyectos mutuamente excluyentes. Mouffe es una pensadora marxista que vio la oportunidad de salir del clóset. Lo único que su modelo tiene de liberal es el respeto por la democracia electoral y el rechazo de la violencia física. En todo lo demás es, en el mejor de los casos, una regurgitación edulcorada de la teoría política de Carl Schmitt. Pero en algo tiene razón: una ideología que se empeña en dialogar con autoritarios lleva en la mano su certificado de defunción. Frente a eso, invirtiendo su fórmula, tal vez podríamos permitirnos especular con la posibilidad de un liberalismo agonal o un liberalismo “militante”, como lo llaman algunos en la academia anglosajona. No un liberalismo violento que actúe por fuera de la ley, sino un liberalismo con mayor intensidad discursiva, dispuesto a trazar fronteras, agitar símbolos y apropiarse del pasado; un liberalismo que no se deje amedrentar por la corrección política y genere su propia épica contra los que llaman a la resistencia en plena democracia y catalogan de dictadura a un gobierno constitucional. El liberalismo de los federalistas, de Mariano Moreno, de Sarmiento y Roca.

Hay, por supuesto, un exceso que todo liberalismo, militante o no, debe evitar. El juego de la polarización conduce al antipluralismo con facilidad. No todos los que piensan distinto son antipueblo, no todos los políticos son casta, no todos los medios que ejercen su función crítica son enemigos de la libertad. No sé si el populismo liberal es una alternativa. No sé si los liberales pueden permitirse el agonismo. De lo que sí estoy seguro es de que ningún liberal puede, por nada del mundo, terminar en lo mismo que los kirchneristas.

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Julio Montero

Filósofo y doctor en Teoría Política por University College London. Investigador de Conicet y profesor de la Universidad de San Andrés.

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