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En estos dos días que pasaron desde su muerte escuché o leí varias que Juan José Sebreli fue “el mayor ensayista argentino” de las últimas décadas y el elogio se me hizo extraño, sobre todo ayer a la mañana, cuando apenas una docena de amigos y lectores acompañamos sus restos en el Cementerio de la Chacarita. Una sensación parecida había tenido hace dos semanas, en la presentación del primer libro académico sobre su obra, en la Biblioteca Nacional, modesta e íntima, sin la presencia de las autoridades de la biblioteca, casi todas heredadas de la gestión anterior. ¿Puede el “mayor ensayista argentino” despedirse así, en un susurro, casi imperceptiblemente, ignorado por los entregadores de credenciales?
La mejor respuesta que puedo dar es que Sebreli no fue el mayor ensayista argentino, pero no porque no lo mereciera su obra, amplia y generosa, sino porque nunca hizo nada para escalar las montañas del prestigio y el reconocimiento que lo dejan a uno listo para recibir este tipo de homenajes. Sebreli prefirió estar en el margen, fiel a sí mismo, cascoteando al centro, jugando a la contra, ignorando o criticando las modas intelectuales o políticas de cada momento. En los ‘60 y los ‘70, a medida que sus colegas se volvían cada vez más nacionalistas y más de izquierda, Sebreli se iba haciendo cada vez menos nacionalista y cada vez más liberal. Las aventuras de sus contemporáneos terminaron en tragedia; su desencanto, en lo que llamó “un exilio interior”. Vivió su vida solo, tanto en lo personal –medio siglo con sus libros en el mismo departamento de Barrio Norte–, como en lo intelectual, siempre fuera de las estructuras académicas o institucionales, un freelancer del pensamiento, de los que ya casi no existen. En un momento de sus memorias, publicadas hace 20 años, cuenta cómo de joven quedaba a medio camino de las peleas entre distintos grupos, sin sumarse a ninguno, y escribe: “Aprendí que quien se atreve a ir contra la corriente debe estar dispuesto a pagar el precio”. Ese precio era la soledad.
En ese libro, El tiempo de una vida, cuenta que nunca se sintió más solo que desde fines de los ‘60 y el regreso de la democracia en 1983 y que esa soledad además le empeoró la forma de pensar y de escribir. El día de una manifestación peronista multitudinaria en 1973 se encontró, “en una calle desierta del centro”, con la actriz Alejandra Boero, quien se mostró extrañada de verlo caminar en la dirección opuesta a la de la marcha. Lo asquearon los festejos por el Mundial del ‘78, una sociedad “víctima y cómplice de la grosera manipulación de la dictadura”. Lo mismo le pasó durante la Guerra de Malvinas, se sentía solo “en medio de una sociedad que había enloquecido”. Esos años le dejaron una profunda desconfianza por los movimientos de masas, “la embriaguez de la pasión colectiva”, contra la que escribiría mil veces en las décadas siguientes. Pensar, parecía decir, es algo que se hace mejor solo.
El penúltimo generalista
A Sebreli le gustaba decir que era “escritor” y así me gusta recordarlo, mucho más que como sociólogo, una etiqueta habitual pero que por un lado lo achica y por otro lado lo asocia con quienes fueron algunos de sus mayores críticos. Cuando salió Buenos Aires, vida cotidiana y alienación (1964), su primer gran libro, una exploración que combina historia, autobiografía, sociología y crónica urbana, justo se estaba graduando la primera camada de la carrera de Sociología en la UBA, con un enfoque riguroso y metodológico, que se burlaba del enfoque ensayístico y literario de Sebreli. Decirle “sociólogo” no es sólo restringir su mirada del mundo sino arruinarle el estilo. Por eso me gusta decirle y que él se haya visto a sí mismo como un escritor, es decir, alguien cuyas herramientas son las palabras para contar cualquier cosa que tenga delante, con libertad, con sentido del humor, con rigor y con compromiso.
Además, Sebreli era un generalista, le interesaban todos los temas: tiene libros sobre el peronismo (en contra), sobre el fútbol (en contra), sobre la posmodernidad (en contra), sobre el psicoanálisis (en contra), sobre el arte contemporáneo (en contra) y sobre las religiones (en contra). Frente a la especialización extrema que muchas veces requiere hoy la tarea académica o intelectual, Sebreli sentía que podía elegir su próximo objeto de estudio con la única restricción de primero leer todo lo que se hubiera publicado sobre el tema.
Esta es una de las cosas que me conectan con Sebreli: mi negativa a especializarme, porque todo me interesa. No tengo su disciplina ni su rigor ni su valentía, pero sí la misma curiosidad por encontrar conexiones entre cosas que a primera vista parecen inconexas. También me conecta con él su espíritu flâneur, el de las caminatas solitarias, su “manía ambulatoria”: la ciudad como un cuadro vivo y un texto y, dentro de ella, la debilidad por el centro, lo lumpen, la nocturnidad y los márgenes. Así conocí la ciudad, a principios de los ‘90, cuando empecé a pasar parte de la semana en lo de mi abuela y salía a caminar muchas noches en cualquier dirección, viendo a Sebreli a veces en Hora clave pero sin saber realmente quién era.
Lo que me terminó de conectar con él es que se transformó enseguida en una referencia para quienes queríamos establecer una resistencia al kirchnerismo sin convertirnos en jóvenes carcamanes conservadores.
Lo que me terminó de conectar con él, y me hizo leer media docena de sus libros, es que se transformó enseguida en una referencia para quienes queríamos establecer una resistencia al kirchnerismo sin convertirnos en jóvenes carcamanes conservadores. En una época donde casi nadie pensaba por fuera del “campo popular” y contemporáneos de Sebreli, como Horacio González o José Pablo Feinmann, se entregaban con pasión a la causa kirchnerista, a formar grupos y crear relato, Sebreli era lo vocecita que otra vez decía que no y lo decía desde un lugar moderno, activo, interesante. Para los que éramos, todavía a tientas, liberales en lo económico y en lo social, institucionalistas y no-nacionalistas, Sebreli era una de las pocas figuras de generaciones anteriores de las cuales podíamos agarrarnos. Reticente y un poco cascarrabias, desinteresado por completo en crear un movimiento o acumular discípulos o crear institutos, se iba transformando en un modelo no tanto de cómo pensar, aunque también, pero sobre todo de cómo plantarse con dignidad frente al aluvión populista. Mantuvo esa rebeldía (decir que no cuando casi todos decían que sí) hasta el final. La última vez, famosamente, su última rotación por el escarnio progresista, durante la pandemia-cuarentena.
Autor de ‘Seúl’
No lo conocí mucho, pero siempre fue generoso con Seúl y pudimos publicarlo varias veces. En agosto de 2021 lo pusimos a conversar con Osvaldo Bazán sobre los 50 años del Frente de Liberación Homosexual (FLH), que Sebreli había co-fundado y del que después se había ido, un clásico de su vida, cuando el grupo se acercó a Montoneros y él no toleró que le censuraran un artículo. Ayer a la mañana en el velorio en la Legislatura porteña, antes de salir para Chacarita, me acordaba de esto cuando pensaba que ahí adentro estaba el féretro de Sebreli, un pionero de la lucha contra la discriminación a los homosexuales en la Argentina, y afuera empezaban los preparativos para una nueva Marcha del Orgullo Gay, que probablemente no lo iba a recordar ni le iba a agradecer. Parecían más preocupados, por las fotos que vi después, por denunciar el “ajuste y represión” del Gobierno.
También escribió para nosotros un artículo llamado “Por qué soy un liberal de izquierda”, todavía muy consultado, donde define su ideología política con gran claridad y es festejado por otros que también se consideran así. El artículo es excelente, pero creo que explica mejor su identificación con el liberalismo que con la izquierda. La igualdad de oportunidades, por ejemplo, que en este país loco quedó más como un sueño de la derecha que de la izquierda. En el último anuario de Seúl, Sebreli conversó con su gran amigo y sostén de estos años, Marcelo Gioffré, y en un momento la conversación se puso personal. ¿Para qué sirve la vida?, preguntó Gioffre. “Es demasiado larga. Para mí tendría que haberse acabado a los 80 años”, respondió Sebreli. Igual, “si hago una recopilación de mi vida no me puedo quejar tanto”. Me despido con las últimas cuatro líneas del diálogo, porque creo que reflejan bien una personalidad, una visión sobre la vida y un sentido del humor.
GIOFFRÉ
¿No haber tenido hijos no te importa?
SEBRELI
No. Absolutamente. Tampoco no haberme casado o tenido pareja. Eso no es una falencia en mi vida. Me siento muy tranquilo así como estoy.
GIOFFRÉ
¿Y las amistades? ¿Qué te queda? Con casi todos te has peleado.
SEBRELI
No por culpa mía. No por culpa mía. Yo soy completamente inofensivo.
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