El escritor y consultor italiano Giuliano Da Empoli estuvo la semana pasada en Buenos Aires, donde dio una serie de charlas y conferencias. Recomiendo mucho su novela El mago del Kremlin (2022), que se manca al final pero arma una voz atractiva y convincente para su narrador, un siniestro asesor de Vladimir Putin. Menos interesante me parece, en cambio, Los ingenieros del caos (2019), su libro serio, teórico, sobre cómo un puñado de señores vienen manipulando a las sociedades occidentales para que candidatos anti-sistema ganen las elecciones.
Con este sombrero fue con el que Da Empoli se presentó en Buenos Aires, donde dejó un mensaje deprimente pero al mismo tranquilizador para su público de profesionales de la política y la comunicación. Lo deprimente, dijo, es que la política ha sido capturada por unos prestidigitadores y una tecnología que ponen en peligro a la democracia como la conocíamos. Lo reconfortante es que ustedes, consoló, son inocentes de este proceso y, además, que estos liderazgos en el fondo no son reales, porque los votantes están siendo hipnotizados para hacer cosas en las que no creen. Los culpables, según Da Empoli, son los prestidigitadores digitales que transforman a ciudadanos intachables en ogros peleadores y en el camino envenenan nuestra democracia.
Los dos libros de Da Empoli juegan muy bien sobre una paranoia muy arraigada en el círculo rojo: que la política ha sido cooptada por monjes negros y que el debate público ya no se procesa a través de la discusión de ideas. Ante la terrible posibilidad de que la sociedad ya no los respete, prefieren pensar que hay brujos o magos que mueven a la sociedad con sus varitas. De ahí la obsesión local con el rol de Santiago Caputo, retratado en las crónicas como el titiritero mayor, algo que al propio Caputo parece encantarle, porque en lugar de desmentir ese rol (al revés de Marcos Peña, que hacía enormes esfuerzos por despegarse de la etiqueta) se disfraza de y acepta teatralmente el mote de ingeniero del caos o mago del Kremlin. A otro que le gustaba ese rol era a Jaime Durán Barba, que de tanta exposición perdió luego el halo de misterio necesario para interpretarlo creíblemente.
Esta paranoia sobre la importancia de los ingenieros del caos supone, además, que manipular a los votantes es relativamente fácil, “ira más algoritmos”, como sintetiza Da Empoli: inocular de bronca a los votantes y después que las redes sociales hagan su magia. Supone que las sociedades no han cambiado, que los falta envido recientes a las élites liberales no son un desafío político real, sino apenas un estado de ánimo atizado tecnológicamente. Es nada más que estos tipos, ahora de la nueva derecha, o la “extrema derecha”, que tienen drogados a nuestros lectores y nuestros votantes. No hay nada subiendo de abajo hacia arriba, es un fenómeno como los de toda la vida, de arriba hacia abajo.
Un ejemplo de todo es cuando Da Empoli recuerda el asesinato de la redacción de Charlie Hebdo, en París en 2015, y lo presenta como la oportunidad que vio Viktor Orban, el líder autoritario de Hungría, para usar políticamente el miedo a la inmigración. No permite Da Empoli que el recelo contra los inmigrantes sea una preocupación genuina de muchos europeos: si se ha transformado en una cuestión política de primer orden es porque un ingeniero del caos así lo ha decidido.
Esto infantiliza a los votantes y los consumidores de periodismo, los supone poco sofisticados, vulnerables a los trucos de los prestidigitadores. Los despolitiza, les quita legitimidad a sus demandas políticas. Es una de las cosas que más me irrita de este enfoque: que el giro de algunas sociedades, incluida la Argentina, hacia candidatos anti-sistema no es genuino ni tiene raíces ni demandas concretas sobre la dirección en que deben ir los gobiernos. Son apenas, dicen los analistas, expresiones de bronca superficiales y manufacturadas gracias a la tecnología.
Mi visión sobre estos temas es más cercana a la de Martin Gurri, de quien ya escribí acá, para quien la rebelión del público es real y las redes, los algoritmos, son apenas el vehículo a mano para canalizar su desconfianza y su pérdida de respeto hacia, quienes, por ejemplo, les vienen diciendo que la inmigración sólo tiene efectos positivos. No es que los algoritmos o los Santi Caputo transformaron a enfermeras o comerciantes pacíficos en Tano Pasmans de la política, Mabeles peleadoras, Raúles puteadores. Los Raúles y las Mabeles empezaron a putear y después los Santi Caputo empezaron a hablarles en su idioma, a entender sus frustraciones: a darles dignidad y respeto frente a un sistema político y mediático que estaba en otra. Estos políticos y sus asesores aprendieron a surfear la ola populista, pero no la crearon. La ola ya estaba ahí.
Este enfoque de “ira + algoritmos” no es el primero ni el segundo intento de las élites por pretender ignorar resultados que no les gustaban. Hace unos años la paranoia era no que los algoritmos nos enfurecían sino, al revés, que gracias a los algoritmos las campañas podían enviarnos mensajes políticos individuales según nuestra personalidad. “El algoritmo te conoce mejor que vos mismo”, se decía. Y consultoras como Cambridge Analytica les vendían a los políticos que podían enviar millones de mensajes adaptados al perfil de cada votante.
En 2018, todavía perplejos por el triunfo de Donald Trump, diarios progresistas revelaron que Cambridge Analytica se había robado los datos de Facebook de decenas de millones de votantes para ayudar a ganar a Trump. Como todos preferían la explicación de los ingenieros del caos antes que la más simple (que Trump había ganado porque sí), se armó un gran escándalo y se dijo, como se dice ahora, que la democracia estaba en peligro. Facebook restringió el uso de datos y Cambridge Analytica quebró, pero quedó en el aire la sensación de que su laburo era potente. No lo era. Cuando investigaciones posteriores intentaron replicar o probar sus técnicas, encontraron que no había ninguna evidencia de su efectividad o su impacto en el voto. Aquel ogro no era más que otro vendedor de humo más en la habitación ya llena de humo de la consultoría política. Los capos de Cambridge Analytica, acusados de querer llevarse puesta la democracia, eran unos chantas, explicación simple que nadie quiere escuchar. Aunque se llevan un capítulo entero del libro de Da Empoli, “ingenieros del caos” les queda muy grande.
Carnaval toda la vida
Me parece muy reveladora la metáfora de “carnaval” que usa de Da Empoli para explicar lo que está pasando. El carnaval actual, creado por Internet y las redes sociales, dice, es un lugar donde ya no rigen las reglas habituales, todo es un caos burlesco y desenfrenado. Así eran los carnavales históricamente: tres días de disfraces y fiesta, jerarquías borradas y clases sociales mezcladas. Pero todos sabían que a partir del miércoles de ceniza debían volver a ser (o aparentar ser) buenos cristianos, obedecer al cura y respetar a la autoridad. Al hablar de “carnaval”, lo que Da Empoli hace, quizás sin darse cuenta, es sugerir que este quilombo algún día se va a terminar. Esto por supuesto es un mensaje tranquilizador para los políticos, periodistas, expertos y curas que perdieron poder, porque les ofrece la fantasía de que estamos ante un fenómeno pasajero, un paréntesis de desenfreno y borrachera antes de que algún miércoles de ceniza futuro las viejas jerarquías recuperen su autoridad tradicional y su capacidad para intermediar entre el poder y el público.
A mí me parece improbable que esto ocurra. Creo que la tendencia hacia la horizontalidad y la democratización de la conversación pública, con sus cosas positivas (cualquiera tiene voz) y sus cosas negativas (cualquiera tiene voz), todavía tiene carrete para seguir avanzando. No lo digo como algo bueno: me cuesta imaginar cómo sería una conversación pública fragmentada y atomizada, sin algún tipo de curaduría o modelo de negocios. Pero no veo hoy nada que apunte en otra dirección. Sobre todo porque los viejos emperadores de la intermediación todavía están más enfocados en regresar a su paraíso y su prestigio perdidos que en reconciliarse con la nueva realidad.
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