Una idea que siempre tuve para una columna fue contar en qué cosas soy conservador y en qué cosas soy liberal. Incluso lo había pensado como una sección para Seúl: preguntarles a distintas personas en qué eran conservadoras y en qué eran liberales, para mostrar que nuestras ideologías, fuera de lo partidario, son menos homogéneas de lo que parecen; y que nuestras actitudes hacia las cosas que pasan tienen menos que ver con posiciones racionales que con actitud derivadas de nuestra personalidad.
Por ejemplo, yo soy conservador con los nombres de los hijos: no me gustan los nombres imaginativos, extranjeros o deletreados de cualquier manera; prefiero el menú tradicional basado en los nombres religiosos o históricos. ¿Por qué? No lo sé. Muchos tipos son conservadores en el fútbol: creen que lo mejor del fútbol está en el pasado y que las cosas empeorarán inevitablemente en el futuro. Yo soy liberal en mi relación con la tecnología: en general creo que es beneficiosa, incluidas las redes sociales y la inteligencia artificial, que me genera más curiosidad que pánico. No veo los problemas ni la alarma que ven otros.
Tendés a ser conservador sobre algún tema si creés que las cosas en general están empeorando (y que “antes” estaban mejor) y a ser liberal si los cambios te parecen positivos. A ser conservador si sentís que las cosas antes tenían sentido y ahora ya no lo tienen. La letanía nostálgica del Cuino Scornik y Andrés Calamaro en la extraordinaria Clonazepam y circo, de 1999, es un ejemplo hermoso de esto:
Antes Pelo, ahora Gente,
antes lucha, ahora circo,
antes pan, ahora Clonazepam.
Antes el rock significaba algo, ahora es todo farándula. Antes la política era por algo, ahora son todas máscaras. Antes la vida tenía sentido, ahora tomamos calmantes porque no damos más. Este es el cuadro poético conservador que lamenta la canción a fines de los ‘90, una época vista en su momento como superficial, consumista, sin grandes desafíos. Ya nada vale la pena, se lamentaba el narrador de la canción (que no hay que confundir con sus autores).
¿Te parece que la música está empeorando y que su mejor momento fue en 1985? En eso sos conservador. ¿Extrañas la época en la que la gente se trataba de usted y había más formalidades? En eso sos conservador. ¿Te parece bien que ahora cada uno pueda vestirse como quiere y haya menos reglas de etiqueta? En eso sos liberal. Así se puede seguir hasta el infinito. ¿Te gustan los tatuajes? Sos liberal. ¿Te parece que el mejor entorno para un niño es que tenga mamá y papá? ¿Te parece ridículo que una persona no pueda elegir su propio género? ¿Te parece que hay demasiada libertad de expresión y que ahora cualquiera dice cualquier cosa?
¿Te parece que la música está empeorando y que su mejor momento fue en 1985? En eso sos conservador.
Elijo a propósito estas preguntas, que no son obviamente políticas, para que mi punto quede más claro y que las respuestas no se vean contaminadas por a cuál “bando” político pertenece cada uno. Igual creo que muchas de nuestras opiniones políticas tienen que ver con nuestra personalidad, algo que no elegimos. Influyen otros factores, por supuesto, como la clase social, la tradición familiar o el clima de la época, pero cada vez más creo que para la amplia clase media autopercibida, que somos casi todos, el voto y la ideología están determinados por factores emocionales muy profundos.
Soso pero escéptico
Dicho esto, siento que mi ideología ha permanecido bastante estable en el último par de décadas. Creo que una economía basada en mercados es mejor para el crecimiento que una economía basada en la intervención estatal. Defiendo la democracia liberal como el mejor sistema para convivir en libertad y prosperidad. Creo que cada persona tiene derecho a elegir su vida sexual y afectiva de la mejor manera que le parezca. Creo en algún tipo de Estado de Bienestar, siempre que sea financiable y transparente. En cuestiones de policy no he cambiado, sigo teniendo las mismas posiciones aburridas de cuando tenía 25 años. En Argentina algunas pueden sonar controvertidas o revolucionarias (¡la emisión genera inflación!), pero en cualquier otro lugar son más bien sosas.
Donde sí he cambiado, o estoy cambiando, es en otra cosa. Hasta hace un tiempo tenía un acercamiento más bien tecnocrático para la solución de los problemas políticos y económicos. Y tenía confianza en el conocimiento generado por las instituciones del establishment como fuente para aplicar en la solución de esos problemas. Universidades, think tanks, partidos políticos, medios de comunicación, cámaras empresarias, institutos de investigación: creía que en general todos, aun con sus diferencias y en distintos niveles, tenían cosas valiosas para aportar. Es decir: respetaba a los expertos. No tenía que estar de acuerdo con ellos, pero sí creía que las personas con credenciales merecían ser escuchadas. Y escuchando a todos podía alcanzarse a algo parecido a la verdad o la solución.
Los desafíos de la Argentina, creía, eran políticos, pero también intelectuales: un país estrafalario y sin sentido sólo arreglable por doctorados y magísters.
La visión tecnocrática es una visión verticalista, de arriba hacia abajo: los que saben entienden más que los que no saben. Cualquier problema tiene solución si suficiente materia gris se junta para ponerle cabeza y corazón, pero sobre todo cabeza. Los desafíos de la Argentina, creía, eran políticos, pero también intelectuales: un país estrafalario y sin sentido sólo arreglable por doctorados y magísters. Menos Word, más Excel.
Exagero, por supuesto. Pero no mucho. Por supuesto que el conocimiento es importante y que muchos problemas se solucionan metiéndole cabeza y sentido común. Pero con el tiempo empecé a darme cuenta de que muchos expertos, élite de la élite, son capaces de equivocarse mucho, de protegerse a sí mismos y de usar sus credenciales con fines políticos.
Ni científicos ni CEOs
La pandemia fue un momento clave en este proceso. Cuando Alberto Fernández habló del “gobierno de científicos, no de CEOs” estaba cambiando una tecnocracia por otra, dos tipos de credenciales distintas. Pero su comité asesor sobre la pandemia, liderado por Pedro Cahn, no sólo pifió todos sus pronósticos y cometió errores que endurecieron y alargaron la cuarentena, sino que también lo hizo con soberbia y descalificación a quienes reclamaban algo, especialmente a aquellos ciudadanos de a pie sin credenciales.
Como dijo Gustavo Noriega en el primer número de Seúl, a principios de 2021: “Las decisiones sanitarias más importantes y desafortunadas de la historia argentina fueron tomadas por el poder político pero con la coartada de la aquiescencia de los “expertos” y el aparato propagandístico que le prestó graciosamente el periodismo”. La pandemia y su melliza maléfica, la cuarentena, mostraron que los expertos podían equivocarse, cubrirse mutuamente las espaldas y usar sus credenciales para desacreditar a sus críticos.
Al mismo tiempo, leyendo a algunos autores que publicamos en Seúl, como Jorge Bustamante, Luis Alberto Romero o Sebastián Mazzuca, empecé a pensar que un problema central de la Argentina no era la división izquierda-derecha o peronismo-no peronismo sino la cooptación del Estado por una serie de corporaciones políticas, empresarias, sindicales e intelectuales que defendían sus intereses para perjudicar a la mayoría, casi siempre con la cobertura de una clase de expertos de todo tipo, en los medios, las universidades y los think tanks, que recibían una tajada para armar la arquitectura argumental de supervivencia del sistema.
Después de la pandemia y con este nuevo diagnóstico ya no veo a estos expertos como modelos a seguir ni, salvo excepciones, como actores equivocados pero bienintencionados.
Después de la pandemia y con este nuevo diagnóstico ya no veo a estos expertos como modelos a seguir ni, salvo excepciones, como actores equivocados pero bienintencionados. Creo que la clase experta cae rápido en el pensamiento de rebaño y cede fácil a las presiones políticas. Dudo incluso de su competencia sobre los temas que manejan y de que sus aportes sean genuinos y no derivados de la quintita que deben proteger para mantener vivo el esquema de succión sobre el Estado.
Esta actitud anti-establishment, que antes era de izquierda, ahora es percibida como de derecha, acá y en muchos lugares. Quizás lo sea. Pero me cuesta reconciliarla con mis posiciones aburridas, centristas, sobre política pública, donde estoy más en el mainstream. No digo que perdí toda mi confianza y que me voy a retirar con mi familia a vivir off the grid en una cabaña en Traslasierra. Pero sí siento que mi confianza en el establishment, que antes era alta, ahora es moderada o baja. No veo cómo alguien que es parte del problema, y cuya vida depende del problema, pueda ser parte de la solución. Pero quizás se me pase.
Gracias por leer. Hasta el próximo jueves.
Si te gustó esta nota, hacete socio de Seúl.
Si querés hacer un comentario, mandanos un mail.
Si querés suscribirte a este newsletter, hacé click acá (llega a tu casilla todos los jueves).