El lunes a la tarde un cronista de Crónica TV estaba entrevistando pasajeros en la terminal de Constitución cuando desde el estudio los panelistas lo chicanearon con que pusiera de su propia plata para ayudar a una vendedora ambulante. En el lugar de aceptar el chascarrillo, el cronista, Tomás Munaretto, contraatacó: preguntó al aire cómo podía él ayudar a esa persona si Crónica TV le pagaba 1.715 pesos por la hora extra, si lo tenían en negro, sin vacaciones, sin aguinaldo, si tenía que pagar su propia obra social. “Decime cómo hago”, le preguntó, ya completamente serio, al conductor que le imploraba calmarse.
El clip se viralizó y poco después el propio Munaretto contó en sus redes que Crónica lo había despedido. “Así que bueno, la vida sigue”, dijo, sin quejarse. Y agregó, en una frase que podría estar en el epitafio de la clase media argentina: “No sé qué voy a hacer, pero de alguna manera me la voy a arreglar”.
El episodio me llamó la atención porque está cargado de señales sobre cosas que están pasando. Para empezar, el episodio ocurre en el único tipo de segmento con que nos dignan hoy los canales de noticias: panel de periodistas o invitados más (a veces) móvil en vivo. Es decir, siempre en vivo, siempre al palo, nunca un informe de 4-5 minutos para explicar un tema con paciencia. En ese diálogo entre el panel y el movilero, muchas veces con bullying desde los de adentro hacia el de afuera, ocurrió el cortocircuito. Un formato de producción barato y escalable, superficial pero caliente, que necesita poco financiamiento y poca producción y que se hizo masivo en este siglo: la tele que tenemos (y quizás nos merecemos) los tres-cuatro puntitos de rating que seguimos las noticias.
No necesitamos ni son viables siete canales de noticias. No hay audiencia ni mercado publicitario para sostenerlos.
Relacionado con lo anterior: los costos de los canales de noticias son mínimos en parte porque tenemos demasiados canales. Esto se ha dicho mil veces, pero no necesitamos ni son viables siete canales de noticias. No hay audiencia ni mercado publicitario para sostenerlos. Sobreviven, algunos más, otros menos, rengueando, jadeando, transando, como todo el mundo en Argentina. Y sobreviven, también, al menos algunos de ellos, porque no fueron pensados como productos periodísticos o comerciales sino como vectores en el cruce de la política y los negocios y sus accionistas no buscan ganar plata con el canal sino en otros proyectos, especialmente en “mercados regulados”, como dice siempre Pagni que decían los de Repsol sobre los Eskenazi.
Zombies con anabólicos
Esto, sumado a los años de auge de la publicidad oficial, los ha mantenido con vida, o al menos en esta vida zombie, siempre en vivo, pagando más o menos cuando las cosas van bien, pagando mal o nada cuando, como ahora, las cosas se complican. El berrinche hastiado de Munaretto habla de Crónica TV pero también de un modelo invivible e insostenible, con ratings estancados o menguantes (como los de toda la televisión) pero con un sistema político que les sigue dando atención y recursos, especialmente en los años de campaña.
Aun así, los canales de noticias son el medio tradicional más dinámico que queda, sobre todo comparados con la radio, los diarios y las agencias, que la están pasando peor, en Argentina y en medio mundo. Voy a tratar de escribir sobre esto con más paciencia y más precisión en otro momento, pero las noticias recientes sobre la industria del periodismo son desoladoras: cierres de medios, despidos de periodistas, “desiertos informativos” (ciudades o regiones que se quedan sin prensa local), pérdida de lectores y de publicidad. En Estados Unidos la situación está generando pánico sobre el futuro de los medios e, indirectamente, de la propia democracia.
El tema es que los diarios siguen sin encontrarle del todo la vuelta a Internet, a pesar de que ya tiene 30 años.
El tema es que los diarios siguen sin encontrarle del todo la vuelta a Internet, a pesar de que ya tiene 30 años, y su producto de papel, que vendía periodismo pero también clasificados, cartelera de cine, crucigramas y programación de TV, ahora perdió todo eso: sólo les queda vender periodismo, que es menos fácil de lo que parecía. La última esperanza es enfocarse en los suscriptores, como hizo el New York Times, faro de esta transición, no fácilmente replicable por mil razones. Es decir, que la gente te pague para leerte y así depender menos de la publicidad, que siempre es variable y además te obliga a humillaciones como los títulos basados en búsquedas, el click-bait y la jerarquización de historias que en el papel habrían estado confinadas a un rincón de la página 58.
Mi impresión es que los dueños de los diarios tradicionales de Argentina coinciden en que las suscripciones son la dirección correcta (o la única), pero que todavía no se atreven a abandonar el tráfico y la publicidad: por eso les pagamos 8 lucas por mes a empresas que nos esconden la información no sólo ya en los títulos sino también en el primero, el segundo y a veces hasta el tercer párrafo.
Ámbito desfinanciado
Ahora el declive de la industria parece haberse acelerado otra vez (¡pánico!), pero estas preguntas están presentes hace por lo menos 20 años. En Argentina pudimos demorarlas por el anabólico de la publicidad oficial, que permitió a los dueños de muchos medios hacer la plancha mientras sus productos perdían prestigio y lectores. Pero el momento de la verdad llega. Hace unas semanas dejó de imprimirse Ámbito Financiero, que llevaba años siendo un proyecto tan político como periodístico o comercial, y desde esta semana no funciona más (provisoriamente) la agencia Télam, cuyo cierre puede atribuirse a la batalla cultural del gobierno contra el kirchnerismo pero también a la obsolescencia de un modelo por el que cada vez había menos interesados en pagar precios razonables.
¿Por qué pasa esto? La explicación satisfactoria para la industria es la de la Internet: no supimos verla venir, primero Facebook y Google nos afanaron los anunciantes, después las redes sociales empiojaron la conversación y ahora es todo un quilombo. Todo esto es verdad, al menos en parte, pero además creo que los medios son víctimas de cambios sociales mucho más profundos, que también tienen tecleando a la política, a las empresas y a las élites en general. En esto sigo bastante a Martin Gurri, cuyo libro La rebelión del público, de 2014, fue editado en castellano el año pasado en Argentina. Gurri, a quien entrevisté hace tres años para Seúl, dice que se abrió una compuerta y que ya nadie la va a poder cerrar: esa compuerta es la del público como participante de la conversación y la del desprestigio de las élites tradicionales que durante un siglo (o dos) habían funcionado como aduana y agentes de tránsito de la información.
En este contexto, un problema del periodismo es que perdió el monopolio de la intermediación entre las élites y el público. Otro problema es que perdió credibilidad e imagen, en parte por errores propios (hacer la plancha, hablarles más a sus fuentes que a sus lectores) y en parte porque todas las instituciones del siglo XX perdieron legitimidad y credibilidad. Vivimos una era donde ya nadie le cree nada a nadie y nadie respeta a nadie, mucho menos a alguien que habla desde las instituciones tradicionales de los medios, la política o cualquier otro establishment.
¿Me gusta esto? No. Mi educación sentimental es del siglo XX, aunque ya viví casi la mitad de mi vida en el siglo XXI. Pero me parece que este proceso de democratización de la conversación no tiene vuelta atrás, con sus cosas buenas (todos tienen voz) y sus cosas malas (cualquiera tiene voz). Los medios y, por extensión, la conversación pública general, incluyendo la política, van a tener que encontrar la manera de adaptarse a este nuevo escenario sin anabólicos y sin trucos, con honestidad y abrazando su comunidad de lectores o espectadores. No doy lecciones porque no sé cómo ni si se puede hacer manteniendo la calidad, o lo que en el siglo XX llamábamos calidad.
El escenario zombie actual, donde a pesar de las tormentas políticas y económicas hay bastantes pocos cambios e innovaciones en el mapa de medios (sobre todo en Argentina), lo veo insostenible.
Pero el escenario zombie actual, donde a pesar de las tormentas políticas y económicas hay bastantes pocos cambios e innovaciones en el mapa de medios (sobre todo en Argentina), lo veo insostenible. A la televisión de noticias ya se le están colando por el costado los nuevos canales por YouTube, sobre todo entre el público joven. A la televisión general se la comieron los servicios de streaming. A los diarios les muerden los tobillos los blogs (hace 20 años), los newsletters, las redes sociales y revistas gasoleras como ésta. Las radios sufren el crecimiento de los podcasts y las plataformas de música. ¿A quién le va a interesar seguir pagando por periodismo?
El quiebre en vivo de Tomás Munaretto muestra que algunos eslabones, por ahora los más débiles, se están rompiendo ante una situación muy frágil. Veremos qué pasa. Si finalmente se ordena la macroeconomía (¡big if!) y empezamos a tener una economía más basada en retornos de inversión y menos en tener acceso a la Casa Rosada, debería haber un sacudón importante. Si eso no pasa y continuamos con nuestra mediocridad general (uno de nuestros mayores talentos como país), entonces podremos mantener también nuestro mediocre sistema de medios y periodismo, haciendo como que tenemos uno cuando en realidad no lo tenemos. Como dijo Munaretto: “De alguna manera nos la vamos a arreglar”.
En fin. Saludos y nos vemos el próximo jueves, porque desde hoy este newsletter se convierte en semanal. Espero estar a la altura.
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