Hay veces en las que creo que escribo desde el exilio. Sobre todo cuando se tocan temas polémicos que combinan lo cinematográfico con la política. Me suena la frase de Quintín (creo que fue en la crítica de JFK, en el principio de El Amante): “El mal cine político es mal cine y mala política”. Pero no sólo eso. En estos días se habla mucho, yo diría que demasiado, del INCAA. Hablan y opinan personas del sector cinematográfico, pero también hablan y opinan espectadores comunes que no comprenden por qué existe un cine argentino, que no entienden que se subsidie, que no han leído la ley que lo regula, que defienden a capa y espada lo que dice el proyecto de la ley ómnibus, también llamada Ley de Bases y Puntos de Partida para la Libertad de los Argentinos. Del otro lado, también, se ataca de manera acrítica la ley. Voy a tratar de desensillar y mirar en perspectiva, a sabiendas de que implica un peligro en tiempos de discusiones encarnizadas. (Aclaración importante: escribí lo que sigue antes de que se conocieran ayer posible cambios al borrador de la ley: la nueva versión, por ejemplo, garantiza el financiamiento del INCAA y protege el futuro de la Enerc, la escuela de cine del organismo.)
Primero: el DNU y el proyecto de ley quebraron consensos y pusieron en tela de discusión el estado económico de las cosas en la Argentina. Más allá de cómo termine todo, por fin nos planteamos la pregunta de qué es lo que pagamos cuando pagamos, adónde va el dinero, quién se beneficia y por qué. Sin dudas, ambos instrumentos son perfectibles; incluso, en ciertas partes, rechazables. Pero nos han obligado a mirar la economía (recuerden que en griego la palabra no está relacionada con el dinero: significa “organización”) que nos rodea y hacernos la pregunta sustancial: ¿sirve esto que tenemos?
El ‘campo cultural’ se alineó con el kirchnerismo de un modo tan feroz que incluso los disidentes (que los hubo y los hay, y muchos) quedaron silenciados.
Segundo: el cine es un arte singular porque es otra cosa, además de arte. En principio, es carísimo. Requiere el concurso de muchas personas que cobren un salario o recuperen la inversión de su tiempo y esfuerzo. Requiere de tecnología. Obliga a correr un riesgo, porque no se trata de la comida de cada día ni del oxígeno que respiramos. En el sentido puramente biológico del verbo “vivir”, podemos hacerlo sin cine (y sin libros, y sin cuadros, y sin música). En un estado de crisis económica (ahora sí, dinero) como el que vive la Argentina, es lícito que cualquiera se pregunte si hay que sostener las películas cuando no hay insumos básicos en los hospitales o cuando muchos chicos se van a dormir con hambre. Si somos honestos, no debería ser discutible: primero la salud y la panza de los chicos, después las películas.
Tercero: el “campo cultural” se alineó con el kirchnerismo de un modo tan feroz que incluso los disidentes (que los hubo y los hay, y son muchos) quedaron silenciados. El punto es que ese abroquelamiento causó que el rechazo generalizado al desastre K implique el rechazo generalizado a quienes lo apoyaron o callaron. Eso impide, de paso, la discusión honesta y con perspectiva. Es difícil, además, porque muchos hablan de una “resistencia” a lo que en realidad es un gobierno elegido democráticamente. La retórica partisana es ruido y no resuelve nada, genera una radicalización. Y en el fondo es deshonesta: todos dicen, todos saben, todos comentan desde hace años que –por lo menos en el caso INCAA– hay que cambiar las cosas, que funciona mal o no funciona. Pero a la hora de discutir de verdad, viene la defensa corporativa, de la que no son ajenos mis colegas periodistas y críticos (en general y con excepciones). Este comportamiento se da en todos lados, con todos los ítems. Repito, es deshonesto.
El color del dinero
Para entender qué pasa en y con el INCAA hay que explicar cómo se financia la producción cinematográfica. Desde 1994, cuando por ley el INC (Instituto Nacional de Cinematografía) pasó a llamarse INCAA (Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales), existe el Fondo de Fomento Cinematográfico. Aunque ya había un impuesto propio en las entradas de cine, ahora este impuesto va a un fondo de asignación específica (como el Fondo Tabacalero, o el Fondo de la Yerba Mate) en el que ese tributo va directamente a financiar una actividad a través de un instituto. El fondo está conformado por el 10% del precio de cada entrada de cine vendida en el país, el 10% del ya casi obsoleto impuesto al alquiler y venta de videos, donaciones y el 25% de lo que recauda el Enacom, que a su vez proviene del 5% de la facturación publicitaria de radios y canales de televisión. A eso, el Enacom le suma tributos específicos a plataformas como Netflix, que recaen en el usuario final. No es una “autofinanciación” si hay un impuesto específico. La “autofinanciación” sería que no hubiera fondo, pero a esta altura es una discusión retórica.
Durante mucho tiempo, el impuesto de la entrada de cine fue la principal fuente del Fondo. Hoy el ingreso mayor viene del Enacom (tres de cada cuatro pesos que ingresan en el Fondo). Por otro lado, en la ley de 1994 queda explícitamente establecido que ese Fondo debe usarse en un 50% para financiar la actividad cinematográfica (sea producción, distribución o exhibición) a través de créditos y subsidios, y un 50% para funcionamiento del Instituto. El Gobierno no puede darle dinero al INCAA –es decir, no puede haber Aportes del Tesoro Nacional– y desde 2002, además, es un ente autárquico: maneja su propio dinero.
No es una “autofinanciación” si hay un impuesto específico. La “autofinanciación” sería que no hubiera fondo, pero a esta altura es una discusión retórica.
Ese 50% para gastos del INCAA es una enormidad. Implica que se gasta tanto en burocracia como en hacer películas. Pero hay un problema: nunca se cumple, o sólo cumplió en 2017 y 2018 (en 2018 de manera legítima). La cifra ideal en cualquier país sería –consultados productores cinematográficos argentinos en off, aclaremos– un 90% para producción y fomento, y 10% para funcionamiento interno. Digamos que cuatro cosas que el INCAA maneja (la plataforma Cine.Ar, el mercado Ventana Sur, la escuela de cine Enerc y el Festival de Mar del Plata) deberían entrar en “fomento” (porque se hacen para eso). Pero no, eso está mezclado (el organigrama es inextricable). Por lo demás, en los últimos tiempos llegó a gastarse hasta el 70% del Fondo en gasto interno. Y sí hubo Aportes del Tesoro Nacional. Véanse los presupuestos del INCAA de 2021 y 2022: en el primero, el entonces ministro de Economía Martín Guzmán le aprobó un déficit de más de 500 millones de pesos –con dólar oficial promedio de $ 100,68– y en el segundo, de más de 1000 millones, con dólar oficial promedio de $137. Esos déficits los cubrió el Tesoro Nacional, algo que no debería haber hecho.
Por lo demás, los subsidios del INCAA a las películas hoy rondan los US$ 230.000. Se puede hacer una película muy chica con ese dinero, pero hay productoras chicas de documentales o ficciones mínimas que viven de esos subsidios. Para una producción grande, la plata del INCAA alcanza cada vez menos, porque los insumos son en dólares. Lateralmente, no entiendo por qué callaron cuando el ministro de Economía del último año, Sergio Massa, hizo el desastre que hizo: los afectaba directamente.
Para terminar el repaso (explicar cómo funciona todo requiere varias páginas, pero hice un hilo en Twitter con el asunto, si quieren saber más): en la Argentina durante 2023 se estrenaron 241 películas, mientras que las extranjeras –festivales aparte– fueron sólo 231, datos de la página de fiscalización de INCAA. Piensen que una película mediana a “grande” argentina necesitaba, en 2018, 500.000 entradas para ser rentable. Ahora –con el ticket por debajo de la media histórica en dólares, que era de US$ 3 y hoy anda por debajo de los US$ 2– seguramente necesite más. La hago corta: sólo tres películas argentinas pasaron ese “medio palo” el año pasado: Muchachos (la única que pasó el millón), el thriller con Guillermo Francella La extorsión y el otro documental mundialista, Elijo creer. La hago más corta: las películas que pasaron los 10.000 espectadores fueron menos de 20. Más de la mitad no llegó siquiera a 5.000. Algo no funciona.
Los olvidados
Eso que “no funciona” conjuga varias cosas. Una es ideológica: generaciones de realizadores formados en la idea de que el cine tiene que ser didáctico, descubrir una verdad que debe conocerse, volcar la voluntad a un consenso ideológico, etcétera. “Espero que la película sirva para X”, dice en cualquier reportaje cualquier realizador. No es así: nos acercamos a ellas por otra “utilidad”: sacarnos de la vida biológica y permitirnos pensar en otras cosas menos terrenales o urgentes. Eso es entretenerse, justamente. Esta idea del cine es dominante desde hace demasiado tiempo, aunque existe la otra, la de quienes quieren sobre todo entretener. Esos, con excepciones, no tienen un público ávido de consumir películas nacionales, como muestran los números. Sólo verán “la de Darín”, “la de Francella” o “la de Suar” (curiosidad: no nay mujeres en esa lista).
Se ha olvidado que al cine lo sostienen los que no aman el cine, los que lo usan como una excusa para pasear, los que llevan a los chicos en vacaciones, los que apuestan a una aventura extraordinaria por un ratito. Los estadounidenses (y los franceses, y los españoles, y los italianos, y los mexicanos, y los coreanos) lo saben: el mal llamado cine popular es el que sostiene el tinglado. La prueba contundente de que esto también es así acá es que la cuarta película argentina más recaudadora, que seguramente recuperó su inversión, es Cuando acecha la maldad, de Demián Rugna. Es cierto que hay alusiones al pasado que vuelve a enfrentarse con nuestro tedio, pero básicamente es una película de terror y horror con ecos de John Carpenter que asusta en serio. Por eso fue un éxito en este contexto, por el susto, no por las alusiones al pasado. El cine de género y las estrellas mueven el negocio, y el negocio puede financiar el arte, si quieren establecer esa frontera anacrónica.
El tema ideológico no es menor, porque además genera un círculo vicioso con la financiación. El INCAA en muchos casos es el principal productor de la película (en la medida en que se hace gracias al dinero que provee). Por lo tanto, el realizador va a tratar de “quedar bien” con ese productor. Para agradarlo, propone películas que cree –y, en gran medida, con razón– van a estar en consonancia con lo que el productor quiere. Así es como se multiplica una temática, un tono y una ideología únicas en el cine argentino. En parte porque efectivamente se cree en un didacticismo estalinista, en parte para que el inversor se ponga contento. Y acá es donde tiene pertinencia la frase de Quintín del principio: el “mal cine político” ahuyenta al espectador incluso si produce buenas o modestas rentas.
El INCAA se acordó de hacer películas y se olvidó de crear un público. Los cineastas no se preguntan qué queremos ver sino que se atienen sólo a lo que quieren mostrar.
Después está el tema del gestor o amigo que provee la expertise para conseguir el crédito o el subsidio, pero de eso no hay pruebas como para señalar con el dedo. Lo importante es lo otro: dado que el INCAA se volvió un ente de propaganda del partido del Estado (siempre en el peronismo el Partido y el Estado se confunden) se hace cine, en el fondo, de propaganda del partido: bisnes ar bisnes.
Es decir: con gastos ingentes de dinero, el INCAA se acordó de hacer películas y se olvidó de crear un público. Los cineastas no se preguntan qué queremos ver sino que se atienen sólo a lo que quieren mostrar. La politización partidaria de gran parte del sector termina herida por eso mismo: los avatares del partido. Nadie se preguntó de qué vivía Jean Delannoy durante la ocupación alemana; o cómo subsistió Marcel Carné. No se ataron al partido y algunos (Jean-Pierre Melville con El silencio del mar, sin ir más lejos) pudieron realizar actos de resistencia en medio de lo imposible. El cine francés –que el francés medio defenestra, todo sea dicho: la Nouvelle Vague no fue un boom de público, pero las películas costaban lo suficientemente poco como para ser negocio y carecían de subsidios– sobrevivió porque sus cineastas no se embanderaron. A la pregunta de “por qué el argentino no ve su cine” no se le contesta con “porque no ve sus historias, sus alegrías, sus tristezas”, sino porque las ve y quiere ir al cine para otra cosa. Como decía Borges en su famosa crítica de La fuga: “Entrar en un cinematógrafo de la calle Lavalle y encontrarme (no sin sorpresa) en el Golfo de Bengala o en Wabash Avenue me parece muy preferible a entrar en ese mismo cinematógrafo y encontrarme (no sin sorpresa) en la calle Lavalle”.
El acto en cuestión
El paquete de medidas en discusión tiene puntos, precisamente, discutibles. Lo que más se discute no es el impuesto a las entradas: eso está explícitamente garantizado y, además, el Fondo se prorrogó por 50 años en 2022. Lo que se discute es que se le quitan los fondos del Enacom y se le pone un tope a los gastos internos del instituto, que no podrán superar el 25% del Fondo. Eso hace que el INCAA deba replantear en qué gasta. También se propone que cada año el Estado disponga en la Ley de Presupuesto una partida para el instituto: es decir, el INCAA deberá defender su trabajo y pedir dinero. (Esto, con los cambios al proyecto, supuestamente está garantizado.) El subsidio sólo podrá cubrir hasta el 50% del presupuesto de una película, que deberá terminarse en el plazo previsto; no se podrán pedir subsidios todos los años sino con un intervalo de un año entre pedido y pedido; y no se podrá pagar un crédito del institituto (ahora a tasa de mercado, no subsidiada) con un subsidio. Hay puntos discutibles: qué pasaría con la Enerc si se baja la financiación (ahora parece que eso no va a ocurrir) y cómo se evita la discrecionalidad en el dinero que destina el Estado. Pero la idea es sanear, que se gaste en lo que se debe. No que “no haya cine”, sobre todo si se tiene en cuenta que el dinero del INCAA no alcanza para hacer una película mediana destinada al gran público.
Acá aparece la discusión que nadie quiere dar pero es necesaria: ¿cuántas películas argentinas se pueden hacer? En un país con no más de 900 pantallas, un país en el que Barbenheimer llegó a ocupar el 90% de ellas (en los Estados Unidos, ningún estreno cubre más del 11% de las pantallas disponibles, y lo mismo pasa en cualquier otro país con industria fuerte, porque en la variedad están el gusto y el negocio; el INCAA nunca hizo nada al respecto porque le convenía vender muchas entradas de un tanque para inflar el Fondo), es inconcebible que se estrenen 241 películas nacionales. Especialmente cuando el público no las elige o se estrenan en el Gaumont o los cines INCAA a los efectos solamente de obtener el subsidio (que requiere estreno en salas). Y esto es responsabilidad, como se deduce de lo anterior, de las propias políticas del INCAA. Esa discusión implicaría poner también en discusión fuentes de trabajo y, no poca cosa, el rol de los sindicatos y las corporaciones en el juego del cine. Nadie quiere quedar mal ni afuera. Lo que sucede con la ley propuesta es que obliga a darla, pero hasta ahora se ha tirado la pelota afuera.
En un país con no más de 900 pantallas, un país en el que ‘Barbenheimer’ llegó a ocupar el 90% de ellas, es inconcebible que se estrenen 241 películas nacionales.
El ciudadano, que no conoce todo esto, tiene todo el derecho de preguntarse si en un país donde más de la mitad de los chicos se acuesta con hambre tiene sentido hacer películas, especialmente si no las ve casi nadie. Mi criterio es que no se puede juzgar la calidad de un film por la venta de entradas: después de todo, El mago de Oz y ¡Qué bello es vivir! fueron fracasos tremebundos. Pero algo pasa cuando la gran mayoría de las películas de cierto tipo son fracasos o no convocan ni el mínimo interés, incluso cuando tienen críticas buenísimas. Creo que el cine debe subsidiarse porque en el mundo es así y, dado que es un negocio exportable y la audiovisual es hoy una industria estratégica, tiene sentido. Hollywood busca filmar donde tiene exenciones impositivas o ventajas: de allí el duraznito con el nombre “Georgia” que aparece en muchos tanques. El estado de Georgia devuelve en forma de descuento fiscal hasta el 65% de las cargas laborales e impuestos internos, y es mucha guita en una producción de, digamos, 200 millones de dólares. La idea es que el trabajo en blanco y el consumo provocado por esas producciones genera una recaudación que excede lo que se “pierde” con esos incentivos.
Esa es una solución posible para refinanciar el cine argentino. Pero yo he escuchado lo de “vienen por la cultura nacional, van a extranjerizarnos” y coso. Fue la excusa para que la Asociación Argentina de Actores en 2019 no apoyase una política de tax rebate que le propusieron a Nicolás Dujovne y éste a Mauricio Macri, que la aprobó. Para cuando dijeron que sí, las PASO de ese año terminaron con el proyecto. Jugaron las ganas de no darle una ventaja al gobierno de entonces por una razón totalmente partidaria y de cerrarse en la ideología.
Este es el estado de las cosas. Hay mucha deshonestidad y mucha desinformación respecto de cómo se maneja o debe manejarse la cultura en la Argentina. Esta nota lo que pretende es abrir esa información y que empecemos a conversar en serio, sin chicanas, respecto de qué se puede hacer con lo que tenemos. No hay dudas de que se pueden hacer películas exitosas, de que hay con qué, de que es una industria potencialmente pujante (“potencialmente”: el adverbio que lastra toda descripción de la riqueza argentina). Pero para ser constructivos hay que dejar de lado el peinado de quien gobierna y hablar en serio de lo que realmente hay y de lo que realmente queremos que haya. Si no, nos quedaremos varados siempre en la calle Lavalle, donde los cines se convirtieron en iglesias que venden milagros y saladitas con productos importados de calidad dudosa.
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