EL GOL DE BEDOYA
Domingo

Chau Alberto

Empezaste criticando a Bugs Bunny te vas como un Pato Lucas.

Cuando yo era chico, de cinco a seis de la tarde, se llenaba el horario de la TV con latas y latas de dibujos animados. También eran un comodín recurrente cuando se caía programación por cualquier motivo (a veces eran Los tres chiflados o una serie vieja y gastada). Ese destino de cartoon de relleno, de lata antigua, de comodín ajado de una baraja perdida, lo cumplió el hasta ayer  presidente de la república (pongo minúsculas para que cuaje con el personaje) Alberto Fernández, cubriendo con anécdotas indemostrables, fabulación autocelebratoria, tonito de humorista de cuarta en gira por la costa del Tuyú los minutos que la derrota de Sergio Massa dejó repentinamente liberados en espacios “periodísticos” argentinos.

Dio vergüenza ajena escucharlo hablar de las miras láser (no tiene ni idea); dio bronca que los comunicadores amiguis le permitieran fingir demencia ante la fiesta de Olivos. Nadie le cuestionó que se pusiera, impotente, el traje de estadista, un Churchill con mala suerte ensayando las memorias que algún día escribirá. Se está yendo, patético, el peor presidente que tuvo la democracia. Algo que muchos adivinamos desde antes de que asumiera. En mi caso, lo supe con total certeza en noviembre de 2019: ya electo, Alberto decidió pegarle a uno de los grandes mitos populares del siglo XX: Bugs Bunny. Ahora que pasará a ser un pésimo recuerdo, vaya aquí mi recuerdo de ese Don Fulgencio de la tripa gorda: el tipo que no tuvo infancia y usó la presidencia para juguetearse encima.

Hace mucho tiempo, en una de las últimas contratapas del diario Crítica de la Argentina, escribí una columna sobre lo que, creo, son dos clases diferentes de personas: los Bugs Bunny y los Pato Lucas. Los primeros, decía entonces y sostengo todavía, son aquellos que tienen capacidades por encima de sus ambiciones. Podrían conquistar el mundo si se lo propusieran, pero prefieren la vida simple y reposada salvo que sea absolutamente necesario desplegar sus habilidades dormidas. En ese caso, lo harán también con alegría y con cierta ironía: mostrarán a los demás el dulce espectáculo de ridiculizar a los malos. Los Pato Lucas son todo lo contrario: sus ambiciones están muy por encima de sus capacidades. Por todos los medios intentarán alcanzar aquello que en realidad no sólo no están en condiciones de lograr sino que, probablemente, tampoco merezcan. Cuando intenten algo, quedarán al descubierto la incapacidad, la falta de talento y, por consiguiente, la torpeza y el patetismo de la ambición.

Se está yendo el peor presidente que tuvo la democracia. Lo supe con total certeza el día en que decidió pegarle a uno de los grandes mitos populares del siglo XX: Bugs Bunny.

Ambos tipos de personajes son pura comedia. El primero, por recrear el mundo para conjurar un mal; el segundo, por mostrar al descubierto y en plano general nuestro propio patetismo. Ambos tipos, que ya existían en la comedia cinematográfica desde el cine mudo, alcanzaron –y esto es opinión personal– su cima en el arte de Chuck Jones, uno de los tres grandes creadores del cartoon animado clásico junto con Walt Disney y Tex Avery. Y, con diferencia –pero no vamos a entrar acá en ese análisis–, el mejor de los tres, el más profundo, el más irónico, el más sintético. Basta ver lo que Steven Spielberg llamó “El ciudadano del cartoon”, One Froggy Evening (1955) para darse cuenta. Seguro lo vieron: el de la rana que canta y baila pero sólo cuando la ve el dueño.

Lo interesante aquí es que Jones siempre mostró el “lado B” de la gente, sus momentos patéticos, y también el momento clave en el que se dan cuenta de ese patetismo. Todos sus personajes más clásicos (Pepé Le Pew y Wile E. Coyote como ejemplos absolutos) son alienados que creen poder más de lo que pueden y no aceptan sus propios límites porque –incluso alienados de sí mismos– no los ven. Jones trabajó con personajes propios en Looney Tunes/Merrie Melodies (los 24 primeros cortos de El Correcaminos son su creación, lo mismo el zorrino enamorado, más Charlie Dog, el perro que hace lo imposible para que lo adopten y es absolutamente insufrible) y con “personajes de la casa” a los que todos dirigían. Especialmente, Bugs y Lucas.

Es interesante este punto, porque para los animadores de la Warner, Bugs, Lucas, Silvestre, Speedy Gonzales, Elmer, Tweety o Porky eran “actores”, tipos definidos con una particular manera de expresarse y un estilo de actuación propia. Es cierto que, con poco entrenamiento, uno puede ver qué corto de Bugs es de Jones, Avery, Friz Freleng o Robert McKimson. Pero también que todos son “cortos de Bugs”. Un poco lo que pasa con James Stewart si actuaba con Hitchock o con Capra. La película “era” de Hitchcock o de Capra, pero sobre todo era “una de James Stewart”.

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Definido esto, es todavía más interesante que Jones redondeó a los Bugs y Lucas definitivos. Después de haber sido cada uno un animalito loco que permitía el gag surreal, veloz y no pocas veces violento, después de la Segunda Guerra Mundial se transformaron en caricaturas del americano contemporáneo. Bugs, tranquilo en su casa y reactivo ante los villanos en general pomposos y pedantes, siempre dibujados como gigantes malhumorados que terminaban mordiendo el polvo por la subversión del lugar común que Bugs ponía en movimiento. Pero Lucas es otra cosa.

Un patito cobarde

Lucas comenzó, sí, como un pato loco que desquiciaba cazadores, perros de presa y hasta a Hitler en el monumental Daffy the Commando (Freleng, 1943). Pero cuando lo agarró Jones a fines de los ’40, y especialmente en los ’50, Lucas se transformó en un ser ruin, cobarde y siempre en busca de sacar ventaja. Los tres cortos “de la cacería” (Rabbit Fire, Rabbit Seasoning y Duck! Rabbit! Duck!, de 1951, 1952 y 1953 respectivamente, que son los de “temporada de conejos/temporadas de patos”) muestran a ese patito patético. Por supuesto que todo truco empleado para que Elmer cazara a Bugs en lugar de a él (porque siempre era temporada de patos) finalizaba con el “castigo” a Lucas por su propia incompetencia.

Con el paso del tiempo, Lucas se ha disfrazado de pavo para ganar un concurso por dinero (You Were Never Duckier, 1948), ha intentado hacer reír a un millonario con catastróficos resultados para su salud (Daffy Dilly, 1948) y, en una serie extraordinaria, ha encarnado héroes arquetípicos de la cultura popular siempre perdiendo (cowboy en Drip-Along Daffy, 1951, agente espacial en Duck Dodgers in the 24½th Century, 1953, Sherlock Holmes en Deduce, You Say!, 1956, etcétera). Incluso ha intentado robarle el tesoro al genio de la lámpara (y Bugs intenta salvarlo del genio y de su propia codicia) en Ali Baba Bunny (1957), donde pronuncia, al huír, una de sus frases más arquetípicas: “Sé que pensarás que soy un patito negro y cobarde, pero prefiero ser un patito negro y cobarde vivo”).

Sin embargo, Lucas tiene su pico máximo –y esta es, sin la menor duda, una de las mejores películas jamás hechas– en Duck Amuck, de 1952. En la primera escena, está vestido como mosquetero, pero alguien borra el fondo y dibuja una granja. Lucas se adapta resignado –es su trabajo– y se viste de granjero. Pero el fondo vuelve a cambiar y ahora todo está nevado. Durante siete minutos, Lucas cae a merced del fantasmático dibujante que le hace todo lo imaginable y más: lo borra, lo deforma, lo aplasta con tinta, lo aleja de la cámara, lo acerca, le saca el sonido, le pone ruidos a modo de voz, le cambia un paracaídas por un yunque y varias cosas más. Al final, mientras protesta a cámara –constantemente Lucas trata de pedirle piedad al dibujante– se diseña una puerta sobre él, que se cierra. El dibujante, finalmente lo descubrimos, es Bugs Bunny, que se ha divertido –y en no poca medida tomado revancha de las mil trastadas que le ha hecho Lucas en toda su vida– a costa de la dignidad del pato.

Pato y rengo

Ahora que ya ni es, que comenta cosas diciendo “mientras fui presidente” como si hubiera dejado de serlo hace muchísimo, es bueno recordar que la presidencia de Alberto no se había inaugurado cuando arremetió contra Bugs Bunny tratándolo de estafador. Algo que nunca fue, de hecho, lo que implicaba no sólo un desconocimiento absoluto de esos cortos, sino también una mirada totalmente anacrónica sobre la cultura popular que ya había dejado de estar vigente en los años ’80. El abogado Fernández se apoyaba en Para leer al Pato Donald, ese librejo de Ariel Dorfman y Armand Mattelart que los propios autores hoy ven con desdén como un mero acto de provocación.

Pero resulta que, después de ver y rever los hitos de este gobierno, el abogado Fernández se ve como un auténtico Pato Lucas. Manipulado y humillado, continuó dando cátedra desinformada sobre temas de los que desconoce todo o carecen de importancia. Sólo un Lucas con banda presidencial podría decir que fue su acción de gobierno la que impidió que los contagiados que sobrevivieron al Covid no muriesen. Sólo Lucas, sonriendo ante los aplausos de obligación, habría inaugurado una fábrica de dulce de batata que cerró por falta de insumos tras trabajar un solo día. Sólo Lucas, de todas las criaturas de ficción posibles, aguantaría los mil y un cambios de escenarios que una dibujante sin escrúpulos realizó y realiza, día a día y sin contemplaciones, a su alrededor. Sólo Lucas sonreiría artificialmente y daría un discurso moviendo el dedito acusador cuando ha dejado de ser alguien medianamente respetable. Sólo Lucas.

La única diferencia es que Lucas sabe que está actuando, que es un comediante dibujado y que su arte se basa en crear a la figura miserable de la que todos podemos reírnos. Porque Lucas, el Pato Lucas, es un auténtico profesional, un extraordinario comediante. Si la cronología no lo impidiese, bien podríamos pensar que esa creación de Tex Avery, Friz Freleng y Chuck Jones se inspiró en el abogado Fernández. Pero no, porque cuando el mandatario no sea más que un pésimo recuerdo, seguiremos riendo de y con Lucas. En cambio, lo que nos hizo la torpeza, la pedantería y la inutilidad del abogado Fernández, pato y rengo desde su origen, jamás nos causará risa.

 

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Leonardo D'Esposito

Crítico de cine, periodista, docente. Edita en BAE Negocios, escribe en Noticias y Brando y publicó cuatro libros, entre ellos "50 películas para ser feliz".

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