Dos noticias de ayer –la inflación más alta para un mes de mayo desde 1990 y la intención de la AFA de congelar para siempre en 28 la cantidad de equipos en primera división– me hicieron acordar a dos párrafos melancólicos que escribí hace diez años en American Sarmiento (Sudamericana), un librito sobre las seis semanas que pasó Domingo Sarmiento en Estados Unidos en 1847. Una de las ideas principales del libro era que en aquellas semanas Sarmiento, decepcionado de su experiencia en Europa, se enamoró de Estados Unidos y que ese amor lo acompañaría el resto de su vida y tendría una enorme influencia sobre su posterior carrera política e intelectual. Pero también que Sarmiento no volvió de Estados Unidos con ideas sobre cómo escribir una Constitución u organizar un Senado: volvió diciendo a) inmigración, b) educación, c) trenes. Y uno puede decir, sin exagerar demasiado, que en el medio siglo siguiente, en parte gracias a Sarmiento, tres características principales de la Argentina pujante fueron a) la inmigración europea, b) la educación pública y c) los miles de kilómetros de trenes.
En el libro, el narrador seguía el recorrido de Sarmiento por Estados Unidos, comentaba Viajes, el libro donde el sanjuanino dejó sus experiencias, y comentaba, 165 años después, su propio viaje calcado. Inevitablemente, como a Sarmiento, se colaban mi estado de ánimo y la situación política, que en ese momento, fines de 2012, principios de 2013, consistía en un hartazgo terminal con el kirchnerismo y con la incapacidad de Argentina de ordenarse.
Como Sarmiento, yo también creía, quizás ingenuamente, en copiar lo que andaba bien en otros países. Y los dos ejemplos que usaba en American Sarmiento eran la macroeconomía (el kirchnerismo iba derecho contra la pared, gastándose las reservas, subiendo la inflación) y la organización del fútbol profesional, que en esos años Julio Grondona había transformado en un circo triste de 30 equipos transmitido por un engendro político llamado Fútbol para Todos. Van los dos párrafos de los que me acordé ayer:
Sabiendo todo esto, yo también creo, como Sarmiento, que la Argentina es menos especial de lo que cree y que podría copiar o adaptar muchas soluciones encontradas por otros países a problemas parecidos. Los peronistas y los nacionalistas se burlan de quienes piensan como yo (¡tilingos!), así como se burlaban de Sarmiento, tilingo pionero. A veces, viéndolos tan convencidos y tan numerosos, me pregunto si no tienen razón. Las condiciones en cada país son distintas, cada experiencia es intransferible, las economías centrales y las periféricas… Y sin embargo, cuando pienso en, por ejemplo, la inflación o los torneos de fútbol, sólo se me ocurren soluciones y modelos extranjeros, mucho más sensatos, en mi opinión, que los extravagantes intentos argentinos por crear doctrina propia en sus sistemas monetarios y futbolísticos. La Argentina es distinta y el resto del mundo, como dicen los peronistas pero también decían los militares, no tiene nada útil para decir sobre ella.
Me pregunto, leyendo el párrafo anterior, si este sarcasmo que súbitamente se me derrama sobre la página viene realmente de un análisis frío y racional de la situación o si está condicionado por los casi doce años (tres en Madrid, nueve en Nueva York) que llevo viviendo, como decimos los argentinos, “afuera”. Inflación y tasas de interés de un dígito, reclamo. Los torneos de 38 fechas son superiores, deportivamente y moralmente, a los torneos cortos, pontifico. ¿Dónde aprendí esto? ¿Y dónde aprendió Sarmiento a decir, como dice en Viajes, que “el capital es el representante del trabajo de las generaciones pasadas legado a las presentes”? Los rastros son infinitos y sinuosos, traicioneros e indirectos, y aun así nos aferramos a nuestras ideas como si nos hubieran sido reveladas. Yo elijo creer, como Sarmiento, acomodándome en mi piel de emigrado, que la Argentina necesita experimentar menos, conocer mejor “el espectáculo de otras naciones”, parecerse más a ellas. Aburrirse un poco; llamar menos la atención.
No sé por qué creo esto, pero ya es demasiado tarde para creer otra cosa.
Cuando escribí esto, hace diez años, posaba de pesimista pero albergaba la esperanza de que la situación cambiara pronto. Todavía no me había metido en política y el proyecto presidencial de Mauricio Macri era una incógnita (en 2013 el PRO estuvo a minutos de hacer una alianza con Lavagna y en la provincia fue colgado de la boleta de Massa, la estrella del momento). Y, sin embargo, apenas dos años después, por esas carambolas de la vida, estaba metido en un gobierno cuyo objetivo principal era bajar la inflación y uno de sus objetivos secundarios era ayudar a modernizar el fútbol profesional. Para ambos casos adoptamos un enfoque gradualista y, como no hace falta recordar, en el primero anduvimos bien dos años y medio y después retrocedimos varios casilleros; y, en el segundo, se bajó la cantidad de equipos de 30 a 24 con el plan de llegar a 20, como en los países futbolísticos serios; pero tras la derrota electoral y el regreso del viva la pepa peronista, volvió a aumentar, primero a 26 y después a 28. En 2024 supuestamente iba a volver a bajar, pero esta semana la AFA anunció, con argumentos estrafalarios, que vamos a tener 28 equipos, un número que no existe en ningún país del mundo futbolero, hasta que vuelva a cambiar el clima o se vaya el Chiqui Tapia.
Una primera moraleja de todo esto es que diez años después de aquella plegaria –¡ay, Patria mía, dame inflación baja y torneos largos (20 equipos, 38 fechas)!– seguimos en el mismo lugar, quejándonos de los mismas pavadas macroeconómicas y futbolísticas del peronismo. Esto habla mal del peronismo, por supuesto, pero también de los que intentamos hacer otra cosa y no lo logramos. Y al mismo tiempo, como en 2013, ahora hay una sensación de cambio de época, de esperanza de que todo puede cambiar pronto. Y nos ilusionamos, quizás prematuramente. Es cierto que hoy hay más consenso social, político y periodístico sobre cómo bajar la inflación; para tener un fútbol decente, más moderno, mejor organizado, más transparente, todavía falta. Encima el Chiqui, como Grondona, compensa con sus éxitos en la selección sus fracasos locales, por lo que quizás tengamos que aguantarlo mucho tiempo más.
Un segundo corolario de estos párrafos es que, diez años después, el sueño que seguimos proponiendo los no peronistas a los argentinos es el de dejarnos de joder y ser un país normal, dejar atrás los experimentos económicos e institucionales de la era kirchnerista: una épica modesta, con las que no se llenan las plazas de multitudes, pero que sería revolucionaria para la Argentina, que nunca (¡nunca!) tuvo un tipo de cambio flotante sin cepo ni inflación, con equilibrio en las cuentas públicas y un Banco Central independiente. Esto, que es lo básico para empezar a charlar de cualquier ordenamiento, lo tienen desde hace 20 o 30 años países como Uruguay, Brasil, México y Chile. Nosotros, con el kirchnerismo como responsable principal pero no único (y esto excede la política), no lo podemos lograr. Lo que para otros es ruido de fondo, inaudible de tan habitual, para nosotros sería la más maravillosa música. Tan sólo un sueño: el riesgo país en 100 puntos, como tiene Uruguay ahora.
El que logre que seamos un poquito normales se queda mil años. Si no es mucho pedir, metamos en el paquete a la liga de 20 equipos, 38 fechas y un campeón anual. Es lo que Sarmiento, tilingo como yo, preferiría. Nos vemos dentro de dos jueves!
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