¡Hola! ¿Cómo estás?
Cuando mi mujer me conoció, hace 20 años, se sorprendió y se irritó de una costumbre mía que yo ni sabía que tenía. “No podés parar en todos los kioscos de diarios”, me decía, tirándome del codo para seguir caminando. “Son todos iguales, ¿qué vas a encontrar en éste que no había en aquel?” Y yo no sabía qué quería encontrar, quizás algún milagro, un pasquín nuevo, algo inesperado para leer.
Con el tiempo dejé de hacerlo, pero no porque maduré sino porque los kioscos de diarios y revistas dejaron de ser lo que eran. Ayer a la mañana me quedé mirando uno en Marcelo T y Esmeralda y apenas ofrecía revistas pero sí autitos de juguete, calendarios de San Cayetano, libros para colorear, mapas de provincias, funkos de Messi, chips para celulares.
Solté un suspiro, porque los kioscos de revistas fueron parte de mi educación sentimental, pero me di cuenta también de que su declive era inevitable desde hace años. Para los que salimos a la calle entre fines de los ‘80 y principios de los ‘90, los kioscos fueron nuestra Internet antes de que hubiera Internet, nuestra ventana al mundo más allá de los diarios y los canales de aire. Si en la Galería Jardín comprábamos cassettes piratas de discos que no se editaban en Argentina, en los kioscos de Florida o en el del Hotel Alvear mirábamos (si teníamos plata, comprábamos) las ediciones gringas de Esquire o la Rolling Stone. Si queríamos ver fotos de mujeres desnudas (sé piadosa: éramos adolescentes), también eran el lugar a peregrinar. En el kiosco uno frenaba sin saber qué estaba buscando: así descubríamos a El Amante (cara pero lujosa: 7,50 pesos-dólares) o La Maga o Con V de Vian. Si mirabas bien siempre había alguna nueva revistita literaria o política acurrucada contra un costado, hecha por un grupo de amigos con mucho entusiasmo pero fondos para dos o tres números. Después desaparecían y eran reemplazadas por otras.
Con la Internet ya no volvieron a aparecer, porque con Internet conseguimos una ventana al mundo mucho mejor. Dejamos de necesitar las revistas importadas y los muchachos con entusiasmo literario o político empezaron a publicar sus esfuerzos en formato digital, menos costoso y con cantidad similar de lectores. Seúl, de hecho, es parte de ese proceso. De la parte positiva. La parte negativa es la decadencia de las revistas (con mucha diferencia mi formato periodístico favorito), la decreciente circulación de los diarios en papel, la necesidad de los kioskeros de rebuscarse vendiendo juguetes y chirimbolos. A fin de los ‘90 se decía que el fondo de comercio de un kiosco de diarios en el microcentro podía valer varios cientos de miles de dólares. Ahora en Mercadolibre venden uno en Maipú y Diagonal Norte (“años de antigüedad con proveedores y suscriptores, clientes fijos”) por apenas 3.000 dólares.
¿Me pone triste todo esto? Qué sé yo. Me pone triste el paso del tiempo, pero, como cualquier persona racional, elegiría un mundo con Internet y kioscos en declive antes que un mundo sin Internet y kioscos en auge. Todo al mismo tiempo no se puede. Siento igual que su caída le quita algo de textura a la ciudad, en el mismo sentido que se la están quitando el creciente uso del comercio electrónico (no lo cambiaría por nada) y el home office (tampoco): tenemos menos interacciones con extraños, menos cruces inesperados, menos sorpresas. El otro día fui a entregar un paquete de Mercadolibre a un negocio espectacular sobre la calle Paraná que vende artículos para camping y pesca desde 1965, pero que necesita rebuscarse con Mercadolibre para sobrevivir. Temí por su futuro, aunque nunca antes lo había visto y no duermo en carpa desde 1988. A veces siento que dentro de un tiempo todos los locales del centro van a ser barberías o cafés de especialidad (que consumo mucho). Y eso que vivo en el centro de Buenos Aires, a nueve cuadras del Obelisco, todavía muy expuesto a sorpresas (a veces malas: piquetes) de la vida urbana.
El caso Axel K
¿Cómo sigo con este newsletter? Ya repasé hoy mis debilidades habituales (la crisis de la mediana edad, el optimismo tecnológico, la nostalgia urbana) y todavía me queda la mitad. Vos sabés que en estos envíos trato de hablar poco de la actualidad política, para protegernos un rato, armarnos un refugio, hacer como si la inflación y el cinismo del Gobierno no existieran. Como si pudiéramos tener una vida al margen de la Argentina. Casi siempre lo consigo: ¿cuántas veces por día podemos ponernos de mal humor?
Hoy, sin embargo, no lo voy a lograr, porque tengo un veneno como pocas veces antes, en buena parte por el protagonismo negador y delirante de Axel Kicillof, un personaje que representa el vacío cristinista incluso mejor que Cristina, que al menos tiene votos propios. En estos días Kicillof perdió dos juicios que le costarán miles de millones de dólares al país –por medidas en su momentos justificadas con soberbia, dedito levantado, sanata argumental– y fue a la tele de sus amigos a, incomprensiblemente, ningunear el dolor de la familia y los compañeros del colectivero asesinado y sacar a pasear una teoría conspirativa que implicaba a Patricia Bullrich, los medios, la oposición en general.
¿Cómo es que persiste el protagonismo de Kicillof, un hombre sin atributos, sin inteligencia ni calidez, sin don de gentes, en la vida pública argentina? Ahora tiene un cargo, que se ganó como se ganan casi siempre las elecciones bonaerenses: en la boleta del presidente elegido ese mismo día. Sería importante para todos, incluido el peronismo, que Kicillof se convierta en un personaje tendiente a la irrelevancia a partir de fin de año. Porque tiene un estilo tóxico y porque sus ideas han hecho mucho daño. Si queremos tener una conversación razonable sobre cómo estabilizar la economía o iniciar un proceso de desarrollo, Kicillof debería quedarse a un costado, porque no tiene nada para ofrecer salvo teorías estrafalarias que rechazan incluso los amigos del kirchnerismo, como Lula o Boric o López Obrador, el populista con responsabilidad fiscal. Su récord como ministro de Economía es muy flojo en los resultados e indigno éticamente (manipulación de estadísticas, ocultamiento de la pobreza). Como gobernador no ha hecho más que hablar mal de la oposición, fracasar en la gestión de la seguridad, mentir con los muertos por la pandemia y entregarle la gestión de la educación a Baradel y sus secuaces.
Pero lo más importante, insisto, no es Kicillof, que tiene una linda familia y (supongo) un grupo de amigos que lo aconsejarán bien para que abra los ojos y se dé cuenta de que no puede burlarse así de las víctimas de la inseguridad. Lo importante, lo crucial, para 2024 y más allá es que fracasen sus ideas: el debate económico sobre cómo salir del abismo (o peor) que se va a encontrar el próximo gobierno no puede tener a un obtuso gritando consignas desde un costado y corriendo el centro de la discusión. Tengo amigos progresistas que me dicen que Kicillof es mejor que Boudou o Vallejos o Feletti o Lozano. Yo creo que no es mejor que todos esos lunáticos: creo que es igual, quizás con un par más de libros leídos encima.
La versión positiva de esta catarsis es que ese proceso ya está en marcha. Para contener la crisis por los golpes contra Berni en la General Paz el oficialismo recurrió a dos de sus trucos clásicos para humillar a los opositores y amedrentar a los neutrales: quisieron, por un lado, reinstalar la “policía de repudios” a ver quién se había negado a repudiar la violencia contra Berni; e iniciaron, por el otro, una campaña para denunciar la “represión” contra algunos de los manifestantes de la Policía de la Ciudad, que en ese mismo instante le estaba salvando la vida a su ministro. Al revés de lo que pasaba hace diez o cinco o incluso dos años (la policía de repudios fue muy exitosa aquella tarde de la huelga de la Bonaerense frente a la Quinta de Olivos), esta semana nadie les dio bola. Nadie se sintió obligado a repudiar nada ni a entrar en el discurso anti-policial. Mucho menos la oposición, que ya está (por fin) liberada de estos aprietes, pero tampoco los neutrales (periodistas, progresistas de distintos pelajes, políticos no alineados) que hasta hace cinco minutos bailaban la danza del equilibrio. Eso se terminó y no volverá, al menos en el corto plazo. Podrá Kicillof gruñir todo lo que quiera, pero su magnetismo con la clase media universitaria y los líderes de opinión, que supo ser importante, ya prácticamente no existe. Eso es una buena noticia.
Nos vemos dentro de dos semanas. Ojalá la realidad nos trate con un poco más de amabilidad, aunque las chances son más bien pocas.
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