A principios de 1974, un grupo numeroso de militantes encuadrados en Montoneros decidió alejarse de la organización. Fue la escisión más numerosa en toda la historia de ese grupo armado, aunque suele ser ignorada en la mayor parte de las historias sobre los ’70. El nombre que se dio a sí mismo este grupo de disidentes fue JP Lealtad, ya que el principal argumento para oponerse a la línea política y militar que bajaba desde Montoneros era precisamente una crítica al enfrentamiento contra Perón. Los “leales” no aceptaban que se le pudiera disputar la conducción del movimiento al líder que había regresado al país luego de un exilio y una proscripción de 18 años. Pero había algo más que un simple alineamiento político, reflejado en la confirmación del liderazgo de Perón por sobre otra alternativa eventual. La JP Lealtad se rebelaba sobre todo frente al militarismo creciente de Montoneros y la radicalización de sus propuestas revolucionarias, en un contexto en el que ya se había vuelto al sistema democrático, con elecciones libres y sin proscripciones. Si el objetivo de la lucha había sido combatir a los gobiernos militares de Onganía y Lanusse y generar las condiciones para un regreso al país de Perón, ¿para qué seguir con la lucha armada una vez cumplidos esos objetivos?
El 6 de septiembre de 1973, a la salida de una extensa reunión privada con Perón, le consultaron a Firmenich si pensaba abandonar las armas y él respondió: “De ninguna manera; si hemos llegado hasta acá es porque tuvimos fusiles y los usamos […] Si los abandonáramos, retrocederíamos en las posiciones políticas”. Pocos días después, con esos fusiles asesinaron a Rucci.
Los militantes que rompieron con Montoneros pasaron a ser considerados traidores por la conducción de un grupo armado que podía estar dispuesto a tomar represalias. Al mismo tiempo quedaban a la deriva, sin la protección de la organización, cuando los grupos armados parapoliciales que respondían a la derecha peronista ya habían empezado a actuar y podían no distinguir entre quiénes seguían siendo Montoneros y quiénes no. La experiencia de la JP Lealtad fue muy breve, porque la muerte de Perón los terminó de aislar definitivamente. No llegó a conformarse como una nueva organización, ya que su lealtad con Perón no podía trasladarse directamente a un gobierno como el de Isabel Perón, sostenido con extrema fragilidad en medio de la crisis política, la violencia creciente y una situación económica cada vez más complicada.
En un contexto de radicalización, con la convicción de que se sentían peronistas pero no correspondía tomar partido ni con la izquierda ni con la derecha peronista, no encontraron un lugar. Cuando hay polarizaciones muy fuertes, las posiciones intermedias son siempre difíciles. La hegemonía del movimiento peronista estaba copada por Montoneros y la Triple A. En el medio de eso parecía no poder haber nada más. Es curioso, porque seguramente la mayor parte de los simpatizantes peronistas coincidían con los postulados de la JP Lealtad y no estaban ni con Firmenich ni con López Rega.
La Coordinadora y la JP
Por esos años se dio otra experiencia política, en este caso en el radicalismo. En noviembre de 1968, unos 60 jóvenes radicales se juntaron en una quinta de Santa Fe. El objetivo era unificar las acciones en todo el país para poder enfrentar a la dictadura de Onganía. Así nació La Coordinadora.
Aunque respondían al legado del radicalismo, estaban en sintonía con el sentir general del resto de las juventudes políticas de la época. Como ellos, hablaban de “revolución”, de “liberación nacional”, de “lucha contra la oligarquía y el imperialismo”. Pero en sus comunicados aparecían matices importantes. Proponían restaurar la democracia y el llamado a elecciones libres, algo que los otros grupos juveniles no hacían tan explícitamente. Por otro lado, aunque se mencionaba el heroísmo del pueblo vietnamita en su enfrentamiento a Estados Unidos, también se señalaba la Primavera de Praga como un modelo de rebelión popular, aunque se tratara de un levantamiento contra un gobierno comunista.
Llegaron a firmar un documento conjunto, en el que se declaraba la intención de profundizar las “coincidencias ideológicas para la liberación nacional”.
Al mismo tiempo, la Coordinadora buscaba reivindicar el rol de los partidos políticos tradicionales, en una época en la que la lucha política parecía darse desde el sindicalismo o desde las organizaciones de izquierda más radicalizadas. Con Cámpora ya de presidente, hubo un acercamiento con la Juventud Peronista. Llegaron a firmar un documento conjunto, en el que se declaraba la intención de profundizar las “coincidencias ideológicas para la liberación nacional”, muy en el tono discursivo de esa época. Hay que tener en cuenta que en ese momento parecía que Montoneros iba a abandonar la lucha armada. Pero con la caída de Cámpora y luego con la muerte de Perón, el clima político cambió. La Coordinadora condenó la represión y lo que consideraban un giro a la derecha del gobierno, pero al mismo tiempo siguió defendiendo el proceso democrático y mantuvo una condena a las acciones armadas.
Entre 1973 y 1974, la presión para que la Coordinadora se sumara a los pronunciamientos de la JP era muy fuerte. En septiembre del ’74 hubo una reunión en la que les pidieron que firmaran un documento para denunciar un intento de golpe militar. La Coordinadora estaba de acuerdo, pero si al mismo tiempo se repudiaba la violencia y el terrorismo de los grupos radicalizados. La JP no lo aceptó. Montoneros, sin ser necesariamente el grupo mayoritario, había monopolizado la discusión, se había vuelto la fuerza hegemónica. Y los jóvenes radicales no estaban dispuestos a aceptarlo.
La decisión de despegarse explícitamente de la opción por la lucha armada, que en ese momento podía verse como un gesto de tibieza, fue una decisión política trascendente. Quedaron claramente afuera de un proyecto político que estaba fracasando ética, política e incluso militarmente.
La grieta no es moral
No tiene sentido comparar épocas tan distintas como los ’70 y este presente, pero la experiencia de estos dos grupos que se plantaron con disidencias fuertes ante el sentido común hegemónico de la época puede servirnos para pensar algunas cosas. Muchas veces el traidor no es el que revisa sus propias convicciones arraigadas. Encerrarse en un lugar de confrontación puede ser una máscara para esconder la falta de lucidez política. En los ’70, las disputas ideológicas se resolvían a los tiros. Hoy tenemos la suerte de que esa época ya pasó. Sin embargo, la agresividad verbal y la negación del adversario a partir del juicio moral condenan muchas veces al debate político no sólo a la chatura conceptual sino a la ineficacia para pensar modelos políticos y económicos alternativos para que la Argentina salga de su crisis.
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No se trata de negar la existencia de la llamada grieta, sino de entender que la grieta no debe ser moral, sino ideológica. Creernos superiores a los que consideramos nuestros adversarios no es un acto de firmeza política sino de soberbia intelectual. La firmeza debería manifestarse en la convicción de que los caminos que proponemos son mejores que los de nuestros adversarios. El juicio moral sobre los grupos políticos a los que no adherimos no sirve absolutamente para nada, porque sólo podemos sostenerlo a partir de una trampa que nos hacemos a nosotros mismos. Las descalificaciones generalizadores (“los peronistas son todos…”, “el kirchnerismo es…”) son sólo posibles cuando nos concentramos en lo peor del adversario y dejamos afuera sus posibles virtudes.
Está bien estar convencido de que nosotros somos mejores y ellos peores, pero ¿para qué sirve exagerar esa convicción y enunciarla una y otra vez, sobre todo cuando se focaliza más en el maldad del otro y no en nuestra supuesta bondad? Los peores del otro lado no se hacen cargo de la agresión y sólo los reafirma en su propia superioridad moral respecto a nosotros. Y los mejores del otro lado, con los que podríamos tener puntos de acuerdo, se sienten insultados injustamente y los dejamos sin ganas de construir ningún tipo de diálogo con nosotros. Y no me refiero tanto a la dirigencia, sino sobre todo a la gente común. Cuando un dirigente político declara “los kirchneristas son todos chorros”, es escuchado por millones de personas que se sienten kirchneristas pero que nunca le robaron a nadie.
Por otra parte, la insistencia en la crítica moral generalizada por sobre la crítica ideológica puntual nos vuelve ciegos frente a la evidencia de que también hay “malos” de nuestro lado. Por eso se hace necesaria una mayor y mejor reafirmación de las convicciones ideológicas, las que han quedado difusas en medio del ruido de las descalificaciones morales. De un lado gritan “la derecha neoliberal entreguista y vendepatria, cómplice de los poderes económicos concentrados”; del otro, “el populismo demagógico que sólo promueve la corrupción enquistada en el Estado”. Y las dos partes se quedan tranquilas, creyendo que unos son los buenos y los otros son los malos.
Los más lúcidos
El debate acerca de la seguridad generado a partir de los hechos violentos en Rosario nos hace ver que las divisiones no son tan simples y claras. Los llamados a reprimir incluso por fuera de la Constitución, la negación de la pertinencia de las garantías procesales y las cárceles de Nayib Bukele como ejemplo a seguir se dieron en políticos, periodistas y opinadores en redes sociales pertenecientes a ambos lados de la grieta. La necesidad de algunos por diferenciarse de sus adversarios los lleva a veces a elegir la radicalización ideológica, tal vez incluso en contra de sus propias convicciones. O tal vez haya que admitir que en cada lado hay buenos y malos, algo tan obvio como tan olvidado, algo que tal vez nos ayude a ir a una etapa en la que las posiciones moderadas no sean leídas como signo de falta de firmeza, en la que la agresión verbal sea vista como señal de debilidad política.
Me gustaría vivir en un país en el que lo que hoy llamamos la grieta no importe tanto y no esté en el centro de todas las discusiones y relaciones personales. No me interesa que una mayoría aplastante piense o vote como yo, porque eso es imposible. También creo que hay un porcentaje de argentinos que tiene posiciones radicalizadas, en todos los signos políticos. ¿Será un 20%, un poco más? No lo sé, es muy difícil de calcular ese porcentaje, pero sí sé que con esos ya no me importa conversar. Así como la JP Lealtad y la Coordinadora decidieron dejar de conversar con Montoneros en los ’70, lo mismo deberíamos hacer los que tenemos convicciones democráticas, más allá de la adhesión partidaria de cada uno. A esas minorías hay que dejarlas que sigan hablando solas, para fanáticos. Porque el problema no es con quién se habla y con quién no, sino quiénes querrían hablar con nosotros y para qué.
Tengo la sensación de que entramos en una nueva etapa política. Los que defienden con pasión acrítica al kirchnerismo son cada vez menos.
Tengo la sensación de que entramos en una nueva etapa política. Los que defienden con pasión acrítica al kirchnerismo son cada vez menos. Se está construyendo un nuevo consenso en la clase media. Cada vez son más, respondiendo a distintas adhesiones partidarias, los que creen que la corrupción mata y empobrece, que el Estado gasta mucho y mal, que el modelo asistencialista y paternalista genera injustica y más desigualdad. También respecto al pasado del país: las miradas que idealizan la guerrilla de los ’70 y no permiten ninguna revisión de ese pasado violento se van volviendo minoritarias, incluso en los sectores de izquierda. Es el momento ideal para que nuevos líderes capten este nuevo sentido común, pero que lo hagan con amabilidad y buenas formas. Porque la confrontación permanente, la agresión y la negación del adversario es algo que deberíamos dejar atrás, porque no sirvió para nada.
Cuando hace unos días chateaba con Diego Papic, a partir de mi idea de escribir este artículo, yo le decía que había llegado “la hora de los tibios”, aun cuando es muy posible que en las PASO, en cada una de las fuerzas políticas, se impongan las posturas más radicales y confrontativas. Es verosímil un escenario en el que los tres candidatos con posibilidades de ganar la elección general sean Patricia Bullrich, Cristina Kirchner y Javier Milei. Diego me respondió: “¡Pero entonces no es la hora de los tibios!” No supe qué contestarle. Evidentemente él tenía un punto ahí y mi discurso entraba en una contradicción de la que me costaba salir. Si yo creía que era la hora de los tibios, que había un nuevo consenso en la sociedad a favor de la moderación, ¿por qué, sin embargo, el discurso sigue siendo monopolizado por los más radicalizados y posiblemente sigan siendo ellos los que tienen la mayor cantidad de votos?
Así fue que me acordé de las experiencias políticas de la JP Lealtad y la Coordinadora. En ese momento, sus posturas fueron consideradas tibias y cobardes. Quedaron aislados, como minorías sin mucho peso político. Podemos decir que fueron derrotados. El paso de los años, sin embargo, les dio la razón. Los jóvenes radicales, ya cortado el diálogo con la JP, intentaron sumar a sectores del peronismo que estaban descontentos tanto con la represión del Gobierno como con la radicalización de Montoneros. En ese momento parecía un planteo ingenuo y fantasioso. De hecho, no tuvo ninguna consecuencia inmediata. Pero de alguna manera podemos decir que fue un antecedente de lo que se terminó dando en las elecciones del ’83, cuando Alfonsín ganó gracias a los votos de muchos peronistas, descontentos con los caminos que había tomado su partido. Respecto a la Lealtad, Teodoro Boot, uno de los integrantes de esa disidencia, dijo que “tal vez el único gran mérito de la Lealtad fue el de salvar vidas”. No me parece poca cosa, aunque eran muy pocos los que podían darse cuenta en ese momento.
A veces los dirigentes van más lento que la gente. Creo que eso pasó entre 1974 y 1976 e impidió que se diera un freno a la violencia, lo que desencadenó el período más oscuro y trágico de toda nuestra historia a partir del golpe de marzo del ’76. Posiblemente, en otra escala por supuesto, algo parecido esté pasando ahora. Los tibios pueden ser a veces los más lúcidos, aunque el ruido de los extremos no nos permita escucharlos.
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