ZIPERARTE
Domingo

Estilo 1 versus Estilo 2
(segunda parte)

Tres condiciones para una posible salida al bloqueo de la política argentina contemporánea.

(Esta es la segunda y última parte de un largo ensayo sobre la estructura política argentina contemporánea. La primera se publicó el domingo pasado.)

 

Desarrollemos ahora unas notas poco optimistas, pero que podrían constituir un acicate para la reflexión y, por qué no, la polémica. Son muchos los que dicen, sin duda de buena fe, querer que se establezcan grandes acuerdos de gobierno, políticas de Estado, etc. entre los actores partidarios. 

Tomando en cuenta las diferencias, así como algunas características en común señaladas aquí, todo eso, esa visión Moncloa de la política argentina, parecería ser muy ingenua. La ilusión de disipar el conflicto se hace aún más nítida si se toma en cuenta que la magnitud de los conflictos y de los intereses económicos y fiscales que habría que afectar para encarrilar a la Argentina por una trayectoria de recuperación es descomunal, y que gran parte de las minorías de preferencias intensas que “defienden” el viejo orden en descomposición han echado raíces en los dos estilos.

Esto no puede cambiarse así nomás, conversando con buena onda (batendo papo numa boa) y llegando a un acuerdo. Sin ilusiones, lo que podría cambiarlo es un gobierno que tuviera a la vez capacidad y fuerza y un proyecto de largo plazo de una Argentina próspera e igualitaria, sustentado, si no es mucho pedir, en unos partidos sólidos. No se trata de un “proyecto nacional”, sino de una serie de objetivos que se podrían convertir en políticas de cooperación, negociación, transacción y compartición del comando político, que estimularía a parte de la oposición a alterar sus orientaciones, alargando los tiempos de las políticas de reforma y de las gestiones macroeconómicas.

En suma, la cooperación es tan indispensable como, al menos por ahora, imposible: no podemos renunciar a ella (en los dos campos hay, por cierto, quienes perciben la necesidad de comprender las razones y los motivos del otro al que enfrentan, la complementariedad potencial que existiría), pero la búsqueda de cooperación nos coloca delante del conflicto, no nos aparta de él. Hay que cooperar para confrontar. Si tomamos en cuenta los casos en los que desde 1983 en adelante, como Plan Austral y la Convertibilidad, se reunió un activo político estatal suficiente como para encarar objetivos ambiciosos de estabilización y reforma, veremos que los gobiernos buscaron la cooperación sólo reticentemente, y las oposiciones aceptaron cooperar de un modo más reticente todavía. Éste fue uno de los factores por los que los gobiernos que intentaron estabilizar la economía lo lograron, pero de inmediato se sentaron sobre sus logros y no fueron más allá. Ir más allá era atreverse a avanzar sobre un terreno inseguro, y sin acompañamientos; ir más allá implicaba encarar riesgosos conflictos. Claro, no fue tanto el caso de la Convertibilidad, en la que el gobierno avanzó, pero la cooperación que buscó y encontró para las reformas institucionales, como la Constitución de 1994, no la buscó ni le fue ofrecida para llevar a cabo una salida ordenada de la jaula de hierro del tipo de cambio fijo, herencia envenenada primero para sí mismo y luego para quienes lo sucedieron. El muy alto grado de cooperación política que era preciso para encontrar el camino de salida, inevitablemente conflictivo, no estuvo al alcance de la mano.

 

 

Es verdad que el régimen político argentino, como por definición todos los presidencialismos, no ofrece las mejores condiciones para concretar una de las fórmulas de cooperación política más conocidas y practicas: las coaliciones de gobierno. Sin dudas los incentivos a la cooperación interpartidaria son mayores en sistema parlamentarios, en que los puentes entre el Poder Ejecutivo y el poder legislativo ya están establecidos en el diseño constitucional. La formación de coaliciones de gobierno se ve facilitada por ello, porque los partidos que las integran participan al mismo tiempo de las dos dimensiones: la legislativa y la ejecutiva. En el sistema presidencial, esos puentes no vienen dados, hay que construirlos, porque un ejecutivo unipersonal, siendo el poder institucional del vicepresidente prácticamente nulo, tiende al gobierno de un solo partido.

Las experiencias, en la Argentina, en que se han constituido coaliciones parlamentarias que no pudieron traducirse en coaliciones de gobierno son significativas. Sin embargo, este obstáculo de diseño constitucional no es insalvable, como lo demuestran otros casos latinoamericanos, por ejemplo Brasil, en el que la heterogeneidad regional, política y económica del país ha dado curso, en la era de la Constitución Ciudadana (1988), al presidencialismo de coalición. El presidencialismo de coalición es muy costoso, pero funciona, gracias a complejos instrumentos institucionales, y algunos presidentes, como es el caso de Fernando Henrique Cardoso, lo emplearon con maestría para encarar un vasto programa de reformas. Y el presidencialismo de coalición ya es un concepto latinoamericano, porque ha sido practicado, o lo es, en varios países.

Pero no es el caso argentino. Argentina es, hoy día, un país con un grado de fragmentación política más o menos equivalente al de Brasil, por tanto, constituir coaliciones no sería imposible desde ese punto de vista, y no lo es. Las experiencias de gobierno en coalición han sido importantes (con buena o mala estrella) y recientemente ha sucedido algo inédito: se han mantenido aún dejando el gobierno tras una derrota electoral, en el llano. Lo que a mi juicio es ilusorio es la cooperación política y programática, cooperación que sea capaz de alargar los tiempos de la política al mantener continuidad en las policy a pesar de la renovación del staff gubernamental. Se trata de la noción, a la que muchos adhieren, de grandes acuerdos, pero que también hacen dudoso, difícil, el tipo de acuerdos limitados a un campo institucional, como el recordado “Manzano-Jaroslavsky”.

Si un conglomerado es, por ejemplo, de inclinación pluralista, y el otro tiende a ser hegemónico, es difícil que puedan encontrarse en un espacio común.

La dificultad proviene, a mi juicio, de dos o tres factores cuyo peso es semejante. El primero es el que he desarrollado hasta ahora en este artículo: la naturaleza no equivalente, no conmensurable (siendo difícil medirlos por el mismo rasero), de los conglomerados que hemos descripto bajo los apelativos de Estilo 1 y Estilo 2. Y la desconfianza recíproca consiguiente. Esta falta de equivalencia, esta imposibilidad de homologación, hace que sea difícil que se encuentren uno al otro en un espacio común que les permita tomar compromisos de largo plazo.

Si un conglomerado es, por ejemplo, de inclinación pluralista, y el otro tiende a ser hegemónico, es difícil que puedan encontrarse en un espacio común, ambos tenderán a prevenirse el uno del otro, y la desconfianza mutua atentará contra acuerdos de gobierno con programas de largo plazo. Quizás nuestro mejor ejemplo, el mejor debido a la alta calidad y a las intenciones constructivas de los dirigentes políticos que intervinieron, haya sido el intento de Raúl Alfonsín, radical, y Antonio Cafiero, justicialista, a mediados del mandato presidencial del primero y siendo el segundo gobernador de la provincia de Buenos Aires. La indiscutible competencia política y los buenos propósitos de ambos sirvieron de poco y el intento quedó en agua de borrajas. Ambos perdieron y los observadores-participantes extrajeron de esa experiencia las consiguientes lecciones.

La otra dificultad es la conflictividad potencial de los acuerdos y de los compromisos de cooperación. Este problema hace que los acuerdos no pasen de un plano retórico. Desde luego, la política supone siempre encarar y procesar conflictos. Y no se conoce ningún programa amplio de reformas de largo plazo que pueda eludirlos. Pero la Argentina tiene su sello propio en relación a esto, que consiste (no estoy sugiriendo que ello no ocurra en otros países) en el poder de veto virtual o real de infinidad de actores sociales, grupos de intereses, individuos, etc. que carecen, a su vez, de toda capacidad proactiva y de muy reducida capacidad de composición. Para decirlo de un modo quizás demasiado estilizado, la Argentina vive en un mundo de privilegios y rentas que desde hace tiempo socava los cimientos de la economía y la posibilidad de modernización.

En ese mundo en gran medida anómico, los que se benefician, en grados disímiles, no son pocos: son muchísimos, pero al costo de todos, y en una pendiente que hoy por hoy parece inevitable (esta dinámica constituye uno de los orígenes de la desigualdad). Quizás el ejemplo más claro de esta anomia boba, un concepto de Carlos Nino que abordaremos en seguida, es el régimen de alta inflación: por un lado producto de infinidad de compromisos fiscales que benefician selectivamente a un enorme número de privilegiados, y por otro resulta en los impuestos socialmente más regresivos concebibles, que en la práctica tienen mucho de capitación, y en la destrucción de la moneda doméstica y la de la vida social y material de los pobres (mientras escribo estas líneas me viene a la cabeza el Ancien Régime).

De la recuperación democrática a la crisis constitucional de diciembre de 2022 los argentinos hemos recorrido un camino largo, pero, sobre todo, extremadamente accidentado.

De la recuperación democrática a la crisis constitucional de diciembre de 2022 los argentinos hemos recorrido un camino largo, pero, sobre todo, extremadamente accidentado. A mi juicio, es el sentido de la relación entre lo político y la ley el que debe ser examinado y, en este marco, el de anomia boba.

La expresión “un país al margen de la ley”, para referirse a nuestra patria, se ha tornado prácticamente parte del sentido común, del sentido común periodístico, académico y, hasta con cierta ironía, político. Y del sentido común de los comunes, para qué negarlo. Hay que admitir que la frecuencia creciente en el uso de este dicho tiene sus razones. Acuñada por Carlos Nino a inicios de los ’90, la sentencia no ha hecho más que justificarse, dolorosamente, con el paso del tiempo.

No obstante, nótese la noción de al margen de la ley tiene una dilatada genealogía en nuestra vida social y nuestra política. Ya en La ciudad indiana, obra publicada en 1900, Juan Agustín García dictaminaba que, entre otras cosas, el clásico comportamiento argentino se caracterizaba –junto al culto al coraje y una fe inquebrantable en nuestro destino de grandeza nacional– por el desprecio a la ley. Estas lejanas raíces no le restan, a mi juicio, ningún mérito a las observaciones de Nino, que situaba el problema –el mismo problema, podríamos decir– en un nuevo contexto: el de las “ilusiones”, inevitables quizás, de la naciente democracia desde 1983.

La anomia de Nino

Nino percibía, lúcidamente, que la recuperación democrática no bastaba, ni mucho menos, para resolver viejos problemas que se hacían sentir con inusitada virulencia. Que ni la cultura social ni la cultura política nos daban algún respiro; que la construcción de un orden democrático era colectivamente percibida como algo que ya podía darse por descontado, y no como una tarea ardua y común. El orden democrático estaba ya listo para ser usado, no se trataba de ninguna construcción especialmente compleja y necesaria, sino de exigirle que cumpliera sus promesas.

En este marco, aquel desprecio a la ley cuyas raíces eran identificadas por Juan Agustín García, campeaba por sus fueros, porque las demandas de reparaciones inmediatas, activas en todos los grupos sociales, eran como un oleaje que carcomía las orillas de un Estado débil, más débil quizás que aquel presidido por el régimen autoritario y brutal que había quedado atrás.

Por esto mismo, el concepto a mi criterio más interesante –aunque mucho menos conocido– del libro de Carlos Nino, es el recién mencionado de anomia boba, concepto que requiere alguna explicación. La noción de anomia se puede entender sin la menor dificultad: en el extremo, se trata de una situación donde la ley brilla por su ausencia. Es un caso teórico, difícilmente hallable en nuestros días, como no ser entre estados fallidos. En estos casos, ya no se trata de un país al margen de la ley, sino de un ángulo aún más agudo, un país en el que la ley ha dejado directamente de existir. En cambio, el país que está al margen de la ley supone una heterogeneidad del orden legal, en todos o en algunos de sus niveles o de sus dimensiones, e implica por tanto un país escindido, porque ciertos sectores, áreas, no están al margen, aunque se trate de un vínculo precario. En un país signado por la anomia pura y simple, la ley está ausente. No es el caso.

Si más y más ‘perejiles’ se convierten en ‘free riders’, entonces en el límite habrá una quiebra presupuestaria y los sistemas colectivos dejarán de funcionar.

No son pocos los que se han ocupado de estas distinciones, por ejemplo, Guillermo O’Donnell. Muy bien, pero, ¿por qué, en este contexto, hablamos de anomia boba? Para empezar, podemos asumir, como es elemental, que los Estados anómicos no benefician o perjudican por igual a todas las personas que se encuentran dentro de una situación tal, y son en la práctica grandes productores de desigualdad. Pero el de la anomia boba es un mundo dominado por free riders. Porque, imaginemos que una parte creciente de los perejiles (u otarios), que juegan lealmente el juego, advierta que se están comportando tontamente.

Aquí comienza a cobrar sentido el concepto de anomia boba de Nino. Porque si más y más perejiles se convierten en free riders, entonces en el límite habrá una quiebra presupuestaria y los sistemas colectivos dejarán de funcionar, o lo que es lo mismo, los costos de mantenimiento serán trasladados a la sociedad entera.

Es decir, la anomia se convierte en boba porque los participantes destruyen el bien colectivo: su deserción como usuarios responsables puede parecer gratuita, y qué le hace una mancha más al tigre. En la práctica, la acumulación de conductas pícaras socava las bases de lo que ellos mismos necesitan, es como serruchar la rama en la que están sostenidos. Pero esto es susceptible de una amplificación que supone un salto enorme pero muy común de nivel; la anomia es boba porque la acumulación de presiones, negocios privilegiados, cargos, gasto inútil basado en empleos, nichos, reglas y reglitas truchas [papo furado], protección ad eternum, en fin, todo lo que hoy día se conoce –con toda justicia– como gasto ineficiente del Estado, todo eso y mucho más (como esquemas tributarios sesgados, malamente asignativos y peormente distributivos), todas esas actividades anómicas, contribuyen a quebrar las columnas de edificio fiscal y catalizan el régimen de alta inflación que devora al Estado.

Todas esas actividades no son dentro de la ley, son al margen de la ley, y/o anómicas, porque si bien muchas de ellas (pongamos por ejemplo las jubilaciones no contributivas, un mazazo absurdo al sistema previsional) se sostienen en legislación, son resultado de disposiciones que carecen de sentido legal. Pero se trata claramente de una situación de anomia boba, porque se hace cada vez más costosa y nos empuja cada vez más al borde del colapso (nótese que inicialmente, en todos estos casos, los que podían actuaban como free riders, descargando los costos sobre los demás, pero en total la cosa funcionaba, algo indicado por una inflación relativamente baja. Pero hace mucho tiempo eso quedó atrás). De este tema se vienen ocupando no solamente politólogos y sociólogos, y es bueno que lo hagan también los historiadores.

Desde entonces se instaló la restricción externa, pero lo hizo en una sociedad ya de por sí conflictiva, dado el poder de fuego de trabajadores y clases medias.

Porque estos son problemas de larga data, agravados en el siglo XXI, y aunque sería imposible dar cuenta ahora de la configuración de sus causas, me gustaría destacar por lo menos dos: la primera es que los cambios internacionales y las preferencias domésticas llevaron a la Argentina en la década del ’30 del siglo pasado a establecer un orden económico muy arraigado y de largo plazo: la sustitución de importaciones. Por supuesto, nada inaudito en la historia económica latinoamericana. Desde entonces se instaló la restricción externa, pero lo hizo en una sociedad ya de por sí conflictiva, dado el poder de fuego de trabajadores y clases medias y el carácter de bienes-salario de los principales productos exportables.

Simplificando, se podría decir que este curso histórico tuvo un momento complementario en la irracional apertura financiera de Martínez de Hoz durante la última dictadura militar (1976-1983). Esta apertura era, entre otras cosas, una forma ilusoria de escapar de la restricción externa y de disciplinar a los trabajadores. Nada de esto fue conseguido, pero en la práctica constituyó una espiral de endeudamiento, sobre todo estatal, que se conjugó, ya en democracia desde los ’80, con el empeño terco de empresarios y sindicatos en mantener la economía cerrada, evitando cualquier cambio de rumbo sostenible. Todo esto fue teniendo impactos acumulativos, muy negativos, sobre el Estado.

Complementariamente, un grave y persistente problema se presenta en el plano político y estatal: un déficit de legitimidad. El trayecto que se inicia con los años finales del primer gobierno peronista, a principios de los 50, y se cierra con la recuperación de la democracia en 1983 fue un convulsivo período de destrucción de legitimidades, siendo el sistema político y el Estado las principales víctimas. Y a lo largo de estos años se delinearon, o reforzaron, las características de los Estilos 1 y 2 de las que ya nos hemos ocupado.

Asedio al Estado débil

La anomia boba puede ser contemplada desde este ángulo: un asedio permanente y generalizado a un Estado débil, que carece de posibilidades de imponer un orden fiscal y económico, y que va perdiendo año tras año su autoridad y hasta el reconocimiento de su hipotético monopolio de la fuerza legítima.

En la perspectiva histórica esbozada, la debilidad, la impotencia, estatales, en gran medida descansan en el vacío de legitimidad política creado primero por el régimen peronista (1946-1955) que en sus años finales procuró arrinconar a la oposición hasta acabar definitivamente con ella, y luego por la proscripción legal y electoral del propio peronismo entre 1955 y 1973 (impulsadas por el mismo propósito general de ponerle fin). Fue en este contexto que el Estado tuvo que hacerse cargo de demandas sociales situadas muy por encima de la potencia productiva de la economía argentina, hacer concesiones a minorías de preferencias intensas y reforzar la naturaleza corporativa y cerrada de la economía.

Esto, quizás, observado en la perspectiva de siete décadas, es lo que permita entender el “fracaso” de nuestra democracia: cuenta desde 1983 con una legitimidad históricamente inédita, pero en ese marco, los actores políticos que se fueron formando, y aprendiendo sus repertorios de acción en las décadas previas no estuvieron, al menos hasta ahora, en condiciones de emplear adecuadamente las reglas de juego del régimen representativo, para recomponer el Estado y la economía ya en alarmantes decadencias. El gobierno de la democracia con partidos políticos débiles y fragmentados y con un Estado frágil como marco, inclina las preferencias del personal político a la adaptación al juego anómico y a otras formas de conductas conservadoras, que resisten cualquier cambio que beneficie al interés colectivo.

Con esta perspectiva, el establecimiento de acuerdos que aúnen los Estilos 1 y 2 parece difícil sino imposible.

Con esta perspectiva, el establecimiento de acuerdos que aúnen los Estilos 1 y 2 parece difícil sino imposible. Resulta obvio que a los obstáculos ya explicitados, como diseño institucional, no equivalencia, alta conflictividad potencial, se agrega otro: la fragilidad del Estado, que carece de capacidades para establecer marcos y cambios de rumbo a los actores sobre el comando de la política democrática legítima (los que surgen, en fin, de la democracia electoral encarnada por los partidos políticos). La reforma del Estado y la economía podrán tener lugar a través de negociaciones y composiciones con los sectores afectados, sí, pero para que esto sea posible, tanto un Estado con capacidades como un sistema representativo son conditio sine qua non. Hay, en gran medida, un problema patente de circularidad, porque el sistema representativo requiere del Estado para encarar estas tareas, y la reconstrucción del Estado que el sistema representativo necesita, requiere a su vez de un sistema representativo suficientemente sólido para llevarla a cabo.

La reconstrucción de un centro de autoridad política es una condición necesaria para la reconstrucción del Estado; el problema es la circularidad creada, porque un Estado débil ya supone, de por sí, una amenaza con frecuencia inminente a cualquier intento de reconstrucción democrática de un núcleo político de gobierno. Mucho peor todavía, en los casos, muy abundantes (los ejemplos de las alteraciones, en años recientes, del régimen previsional, el sistema impositivo, o la coparticipación federal, son unos pocos entre decenas) en que el propio núcleo político gubernamental genera la anomia. Inyectar anomia en el Estado y en la sociedad desde la cúspide del poder político es una promesa de futuros aciagos a menos que la sociedad genere energías suficientes para detener esa trayectoria.

La inyección de anomia por parte de los gobernantes es un ejercicio, una cultura, despóticos, que aflora, comprensiblemente, en el contexto de un Estado débil y de instituciones de legitimidad precaria. Es un efecto parecido al de zarandear un cedazo: caen las semillas más diminutas y quedan las más gruesas. Se produce así un proceso de selección negativa: en nuestro caso, los movimientos de zaranda del Estado y las instituciones frágiles y corrompidas facilitan el afloramiento de los políticos de vocación más despótica que, aun sin romper el marco democrático –en verdad eso sería algo autodestructivo para ellos– no desprecian tanto la ley como la utilizan a favor de sí mismos: no gobiernan al margen de la ley sino por encima de la ley. Esto es lo que explica, en el caso argentino, como probablemente en otros, que la democracia “formal” no sea destruida: están al comando quienes, con mayor o menor desprecio por la ley, no se sujetan a la misma, sino que se colocan por encima de ella para utilizarla en su provecho, haciéndola a un lado, deformándola o aplicándola, según les haga falta, ya se trate de un provecho político o personal.

Aunque no parece que sea necesario ilustrar con ejemplos específicos este modo de destruir poco a poco al Estado y la ley, incluyo aquí una perla, cuyo valor proviene sobre todo de la dimensión política que, a partir de una experiencia personal, es destacada: “El Gobierno ha hecho cosas que a nadie se le hubiese ocurrido, como ofrecer un dólar soja, que implica comprar dólares caros al campo para vendérselos baratos a los amigos que importan aviones. Además, compensa esa pérdida con una letra intransferible que la Secretaría de Hacienda le coloca al Banco Central por decreto de necesidad y urgencia. Pueden hacer lo que quieran”, (testimonio de un ex secretario del Ministerio de Economía al diario La Nación). El testimonio es excepcionalmente claro, pero los hechos se repiten a lo largo y lo ancho del Estado.

Durante los días que dediqué a redactar la versión inicial de este texto, la división de poderes y el gobierno de la ley pendieron de un hilo.

En situaciones extremas, esto puede llevar a una crisis constitucional. El año pasado, el Poder Ejecutivo había arrebatado de modo prepotente una parte de los fondos que correspondían y debían ser percibidos automáticamente por el gobierno de la ciudad de Buenos Aires (coparticipación federal). Este manotazo sorpresivo en la práctica tuvo un carácter elementalmente distributivo: el gobierno nacional se apropió de esos fondos de la Capital Federal para transferirlos al gobierno de la provincia de Buenos Aires. El gobierno de la ciudad se presentó ante la Corte Suprema de Justicia, que este diciembre emitió un fallo, por ahora, como medida cautelar: la decisión del gobierno nacional había sido ilegal y los fondos debían ser restituidos. El oficialismo, así como la gran mayoría de los gobernadores oficialistas, declararon paladinamente que desconocían la disposición de la Corte, acompañando las declaraciones de improperios y amenazas contra el propio tribunal.

Durante los días que dediqué a redactar la versión inicial de este texto (entre el mundial de fútbol y Reveillon), la división de poderes y el gobierno de la ley propios del sistema republicano pendieron de un hilo.

Aunque el gobierno luego retrocedió sobre sus pasos parcialmente, declarando su disposición a acatar una decisión “inmunda”, pero pretendiendo efectuar las transferencias en bonos del Estado, no en numerario, no cabe duda de que la primera reacción del Poder Ejecutivo, de rechazar un fallo de la Suprema Corte lisa y llanamente porque le disgustaba, fue la más auténtica, y sólo fue mal corregida porque advirtió que si no alteraba el rumbo se hundiría en un pantano. Pero no por el nacimiento de ningún escrúpulo en el respeto a las instituciones y la ley, o de una comprensión política de la diferencia entre lo justo y la justicia procedimental (como lo expresó ácidamente un miembro de la Suprema Corte de Estados Unidos, “no es que tenemos la última palabra porque tenemos razón, sino que tenemos razón porque tenemos la última palabra”, lo cual es bastante difícil de discutir si se toma en cuenta que su lógica se fundamenta en el diseño constitucional). Ya a principios de enero de 2003 el presidente, encerrado en el guion clásico de que los dioses ciegan a quienes quieren perder, promueve el juicio político de los miembros de la Corte. Y uno de los más escuchados juristas del propio campo oficialista, declara que desde que el fallo del tribunal superior sobre el diferendo entre ciudad y provincia de Buenos Aires, “el orden jurídico ha dejado de existir en la Argentina” (posicionamiento que no es inédito, y deja expedito el camino hacia un gobierno de excepción).

Algo semejante había ocurrido en 2008, esta vez al defender el gobierno una resolución que no era en sí misma ilegal, y podía haber sido aprobada por el Senado, relacionada a las retenciones, de alcance prácticamente confiscatorio, impuestas a las exportaciones de algunos productos agrícolas (especialmente la soja). Luego de mostrar las garras del Estado predatorio, las reacciones intensas y numerosas que solidificaron una oposición social y política de composición muy diversa lo hicieron retroceder. La grieta abierta en ese entonces y que reproduce la identificación de la patria de modo recíprocamente excluyente, aún perdura.

Pero hoy como ayer, es evidente que parte del personal político oficialista desea ir más lejos. Sin embargo, lo que interesa aquí es destacar que las consecuencias de este tipo de iniciativas o reacciones, aunque no se las lleve hasta el fin, igualmente son deletéreas, porque de todos modos debilitan las instituciones y la ley y estimulan conductas consistentes, adaptativas a ese deterioro. El estallido de una crisis constitucional a partir de esta disputa absurda abierta con la cúpula del Poder Judicial todavía es una amenaza real.

La pregunta que nos podemos formular es si la extensa lista de rasgos negativos en los estilos de acción no puede ser, pese a todo, superada a través de aprendizajes. Sería absurdo negar esta posibilidad, aun cuando no nos dejemos seducir por el optimismo. Hasta ahora en el orden político e institucional lo que hemos aprendido los argentinos contemporáneos son especialmente malas costumbres.

En otras palabras, que revelamos una baja capacidad de aprender lo que hace falta. Somos habilísimos, por caso, los que disponemos de algún activo, para protegerlo de la inflación, pero hemos sido incapaces de generar los niveles de cooperación estatales, políticos y sociales necesarios para terminar con ella. Nos sobra destreza para deslegitimar a nuestro adversario, pero estamos lejos de comprender, al parecer, que un sistema político de legitimación recíproca sería más provechoso para el país y para nosotros mismos. Exigimos una autoridad cívica y firme, pero las veces que se dio el caso, nuestra contribución con ella ha sido escasa (el legado del Proceso, la dictadura militar más represiva, ha sido, en este sentido, desastroso: la sociedad argentina salió de él mucho más celosa de sus derechos y mucho más reacia a una vida en común signada por normas de autoridad). Queremos líderes democráticos y competentes, pero cuando alguno emerge no le damos tiempo y lo hacemos picadillo. La lista podría seguir y sí, yo ya sé, tan bien como el lector, que estas cosas pasan en cualquier democracia. Pero el problema con Argentina es que pasan mucho, todas juntas y siempre.

No obstante, quizás un escenario de recuperación esté a la vuelta de la esquina y no nos hemos dado cuenta. No estoy ironizando; me permito soñar sobre una base de los mejores posibles. Sin olvidar, claro, a la suerte, la buena suerte que nos proporcione, generosamente, la fortuna maquiaveliana, y no solamente la virtud. La fortuna de exponernos a las inseguridades y las incertidumbres inherentes a lo político, lo que depende de la participación libre y el consentimiento moral de los ciudadanos.

Páginas atrás decíamos que el Estilo 1 expresaba algo nuevo: un acompañamiento social significativo, aunque sea minoritario, a políticas modernizadoras (aunque estén ásperamente unidas a un consenso negativo) y es posible que la coalición llamada Juntos por el Cambio se convierta en una fuerza política que se consolide y sea capaz de dar lucha al peronismo de igual a igual. Es una cosa al menos imaginable. También es imaginable, aunque difícil, que todo esto ocurra en torno a un liderazgo de gran envergadura.

Y no es imposible, tampoco, que el peronismo sufra un duro golpe en las elecciones presidenciales de 2023, que lo obligue ora a fragmentarse, ora a revisar profundamente sus orientaciones y algunas de las convicciones sobre sí mismo. Por ejemplo, debería cortar amarras, de una buena vez y para siempre, recordando quizás a la frustrada Renovación Peronista de los ’80, con el registro unanimista que lo lleva a identificarse con la nación y el pueblo y a entender las otras fuerzas políticas como accidentales aun cuando ganen elecciones. La revisación profunda en estos temas, de ocurrir, provocará necesariamente la fragmentación interna si se produce en el llano; de la misma podrían surgir respaldos inicialmente titubeantes a un programa de reformas de largo plazo.

Pero, importarán los diagnósticos –cómo recuperar el Estado, cómo dinamizar el capitalismo, cómo terminar con el predominio de las minorías de preferencias intensas, cómo integrarnos al mundo, cómo…– por supuesto, y en todo esto será clave la cooperación que logren, sin cartelizar la política, los partidos renovados. Nada menos. Y en un mundo en el que encontrar nuestro lugar será, una vez más, difícil –los vientos no son muy favorables para eso–, pero absolutamente necesario.

Intenté, en este texto, mantenerme apartado del rigor de los paradigmas y los instrumentos teóricos más áridos de la ciencia política, sin embargo, el análisis prospectivo que he encarado en estos párrafos finales me obliga a focalizar en un tema que, aunque incierto, puede tener relevancia en los próximos 12 meses (en octubre próximo habrá elecciones presidenciales). Es imposible desconocer que hay un agravamiento latente de la crisis. Es demencial desear, con mentalidad estratégica, que ese agravamiento tenga lugar; pero es insensato no especular sobre sus eventuales consecuencias políticas.

Es un ejercicio complicado, porque la Argentina, es de lamentar, tiene una rica historia de crisis. Mi conjetura es que si la crisis se agudizara, las condiciones para la cooperación mejorarían, entre otras razones porque el actual oficialismo estará más expuesto a la fragmentación. Si mantenemos la precaria hipótesis de un triunfo electoral de Juntos por el Cambio, probablemente élites de muy variada condición optarían por privilegiar el orden público y la recreación del funcionamiento de la economía y convergerían en respaldar medidas de estabilización macroeconómica.

Desde luego la secuencia importa: el hipotético agravamiento, ¿sucedería antes o después del cambio de gobierno? Esto puede importar mucho porque, sabemos, es necesario distinguir entre políticas de estabilización y políticas de reforma. Como dijimos, no es raro que los gobiernos resuelvan reposar en una estabilización exitosa que mantenga intactos los desequilibrios estructurales, dando inicio a un nuevo ciclo que tendrá un final semejante a los anteriores.

 

Esto nos coloca delante de otra pregunta: ¿cuáles son las condiciones iniciales que harían posible que los gobiernos se dispongan a afrontar los riesgos acarreados por las reformas estructurales? Una respuesta que correlacione el agravamiento de la crisis con una mayor disposición al riesgo es más sólida de lo que parece, y no está mal respaldada empíricamente. Como siempre, hay imponderables. Por ejemplo, las capacidades de coordinación y cooperación de un eventual gobierno de la coalición actualmente opositora no son precisamente elevadas. Si tiene que atravesar, un gobierno flamante, las aguas turbulentas de una nueva crisis macroeconómica, esas capacidades estarán exigidas al máximo. Otra vez será a suerte y verdad.

Es verdad que en el camino hacia una hipotética victoria electoral se puede conjugar la crisis con el ánimo social que aprueba (digámoslo así, por arriba) “romper con todo”, “terminar con la casta” con esas banderas no empuñadas por Milei sino por una figura de Juntos por el Cambio. Si esto se traduce en el ánimo de gobierno será sumamente peligroso. Si se mantiene en un plano limitadamente simbólico, y se expresa a su vez en medidas concretas cuyo alcance sea sumamente expresivo de un camino, pero no demasiado abarcadoras en lo que se refiere a la envergadura de los intereses sociales afectados –pongamos, Aerolíneas Argentinas, que afectaría a integrantes de la corporación sindical y de la captura del Estado, y el régimen promocional de Tierra del Fuego, que afectaría a típicos empresarios “amigos”– y se sientan las bases de una ejecución gradual de reformas, la gestión de gobierno se internaría por un sendero más prudente.

Este camino podría ser recorrido a partir del difícil tránsito de una coalición electoral que deviene en coalición de gobierno. Podría. Queda en pie, desde luego, la cuestión que hemos discutido escépticamente en este artículo. La posibilidad de grandes acuerdos como aquellos que, para muchos, son indispensables. Me atrevo a imaginar, superando mis propias dudas, que las condiciones pálidamente favorables a ese tipo de cooperación son tres:

a) que la coalición obtenga una victoria electoral concluyente.

b) que esta coalición victoriosa esté convencida de que el camino es organizar la cooperación, es decir, organizar, o sea, forzar al otro por las buenas o las malas, a cooperar, y cuente con un centro de autoridad/liderazgo significativo

c) que identifique correctamente los destinatarios del convite a cooperar (cae de su peso que no han de ser todos los derrotados ni mucho menos).

Lograda la aquiescencia de ese sector la coalición gobernante deberá realmente cooperar con él, haciendo patente que él percibirá beneficios y tendrá arte y parte y no será meramente llevado de las narices. La condición de posibilidad más inmediata es que haya en la coalición triunfante un consenso interno decisivo a favor de correr con los costos y los riesgos de este tipo de acuerdos y que el adversario haya quedado nítidamente derrotado y fragmentado. Este camino no es facilitado por la decisión inicial del gobierno entre imposición y negociación, porque las dos opciones son malas. Pero, quizás, la menos mala es combinar las dos cosas, con iniciativas simultáneas como las mencionadas (Aerolíneas, Tierra del Fuego) y la invitación a negociar gran parte de la agenda. Como sea, creo que el análisis evidencia la dificultad del camino, entre dos estilos a los que les cuesta conversar y más aún negociar en razón de la ausencia de espacios comunes positivos.

En fin; no es cosa de echarle la culpa al pasado, sino de saber qué hacer con todo lo que ya nos dejó y lo que nos puede estar dejando.

 

Bibliografía de referencia:

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Vicente Palermo

Politólogo y ensayista. Sociólogo (UBA). Fundador del Club Político Argentino.

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