ZIPERARTE
Domingo

Estilo 1 versus Estilo 2

Dos mundos enfrentados en la política argentina contemporánea.

(Esta es la primera parte de un largo ensayo sobre la estructura política argentina contemporánea. La segunda, y última, se publicará el domingo que viene.)

 

En un marco político y económico cada vez más difícil y más incierto, como el que atraviesa nuestro país, es comprensible que afloren propuestas de todo tipo, entre las que se destacan dos: aquellas que procuran una radicalización tanto en los modos de gestión de gobierno como en el contenido de dichas gestiones, y aquellas que promueven la concreción de grandes acuerdos entre las principales fuerzas políticas del país, o al menos entre componentes sustanciales de ellas: grandes acuerdos enderezados a reunir fuerza y capacidad de gobierno para conferir sostenibilidad al difícil programa de reformas que hay por delante. Esquemáticamente, digamos que mientras el primer grupo de propuestas tiene in mente a las coaliciones, el segundo se focaliza en los acuerdos interpartidarios de gobierno. Mientras el primero presenta como uno de los puntos débiles una incompatibilidad tendencial entre la amplitud de una coalición y la radicalidad de sus modos de acción y sus contenidos de gobierno, el segundo carece, a mi juicio, de una base sólida en el mundo real de la política y la cultura política argentinas. Pero, ¿por qué?

La idea central de este ensayo es que en Argentina hay dos mundos políticos bastante consistentes en sus dimensiones y que el anhelo de que estos mundos concreten acuerdos comprensivos y de largo plazo entre sí, como motor de reformas, es ingenuo, porque esos mundos no son conmensurables, sino más bien tienen muy poco en común y, peor, son profundamente hostiles entre sí. Lo que tienen en común, en gran medida, lo tienen de peor. Las piezas del rompecabezas que se examina aquí probablemente no sean nuevas, pero se encastran de un modo quizás diferente. Sobre todo, de un modo que no es fácil de digerir ni para tirios ni para troyanos.

Si tomamos en cuenta las experiencias de cooperación entre gobierno y oposición en la Argentina democrática desde 1983, veremos que son sumamente limitadas y por lo general fugaces, tanto en sede ejecutiva como parlamentaria. En efecto, contamos con un registro de colaboración caso a caso, pero casi no tenemos ejemplos de acuerdos de cogobierno u otros por el estilo (la rara excepción, en raras circunstancias, es el esquema de gobierno más bien fugaz, puesto que fue socavado desde dentro, que se configuró en la salida de la convertibilidad). Los acuerdos caso a caso, en tanto, han sido por lo general positivos, pero inofensivos para enderezar el rumbo de largo plazo de la economía argentina.

Mi hipótesis es que gran parte de esta limitación se explica por las características de aquellos mundos políticos no conmensurables mencionados en el párrafo anterior. Y que crear las condiciones favorables a una poderosa coalición de gobierno es mucho más realista que procurar grandes acuerdos. Pero que, en todo caso, las condiciones propicias para una u otra posibilidad tendrán que ser preparadas en lugar de precipitadas. Por cierto, en ambos casos, esta preparación –que va a la búsqueda de nuevos componentes o de nuevas contrapartes– ha de incluir, entre otras dimensiones no menos relevantes, una secuencia de imposición y negociación (una búsqueda de ruptura de la circularidad adversa al cambio).

 

 

1. Pasado y presente

En noviembre de 2022, una importante figura política de la oposición expresó su “profunda tristeza por este bloqueo entre los que quieren un país normal y los que quieren seguir adelante con la ruptura de la legalidad, la decadencia, el robo y el atraso. Qué tristeza ver a nuestro país bloqueado políticamente”. Horas después escuché a otra figura, también muy conocida, esta vez del oficialismo, sostener “la necesidad de plantarse frente al poder económico, al poder mediático y al poder judicial” y a todos los que no serían más que marionetas de estos poderes. Ambas declaraciones pasaron desapercibidas porque, en verdad, no agregaban nada nuevo ni al léxico ni a los materiales argumentativos de la presente cultura política argentina. Pensé, al leerlas, que para la concepción evidenciada por el segundo exponente, cuando la derecha gana las elecciones se termina por cerrar un círculo amenazante del poder, percepción capaz de alimentar cualquier paranoia.

Ambas expresiones, aunque diferentes en sus contenidos, tienen un parecido de familia. Ambas nos muestran un mundo político tajantemente dividido en dos bandos irreconciliables y la aprensión acuciante de quedar bloqueados o encerrados por el otro, un otro destructor. Aunque no nos resulte fácil precisar la medida en que estas percepciones reflejan con sensatez la realidad política y social argentina (diría que poco), es menos difícil aceptar que son emblemáticas de nuestro presente mundo político-cultural, del mundo en el que los ciudadanos argentinos vivimos, creemos y, unos pocos, actuamos.

Quienes tratan de mantener la cabeza fría sienten una profunda animadversión contra interpretaciones de este tipo, contra conceder que nuestra cultura política esté dividida en antinomias (como se decía antaño, repasando nuestra historia desde la primera mitad del siglo XIX) y, en el siglo XXI, por una grieta. Pero eso es como pelear contra molinos de viento sabiendo que no son gigantes. Como le dijo una vez Bartolomé Mitre a Julio A. Roca: “Cuando todo el mundo está equivocado, todo el mundo tiene razón”. Si todos creemos en la grieta, todos optamos por vivir en un lado u otro y el esfuerzo por demostrar su falacidad es titánico.

Hay dos grandes conglomerados multidimensionales, agregados de composición plural, una de cuyas dimensiones principales es el ‘modo de entender’ lo político.

En parte porque, en efecto, algo atraviesa y divide profundamente a la Argentina, aunque sea de un modo difuso, discontinuo y no sin ser recorrido a su vez por líneas transversales. Creo que vale la pena conjeturar –apenas eso– sobre su índole. Y mi conjetura es que en la Argentina de hoy hay dos grandes conglomerados multidimensionales, agregados de composición plural, una de cuyas dimensiones principales (puesto que les sirve de cemento) es el modo de entender lo político, lo social y la economía. Aunque tengan diferencias en su composición social, que las tienen, esto es aquí menos importante.

Llamaré provisoriamente estilos a estos grandes conglomerados. Es verdad que podría limitarme, menos imaginativamente, a hablar de los partidos políticos de cada conglomerado; sin embargo, ese recorte no sería del todo correcto. Por más que los partidos políticos jueguen como actores principales en el día a día y en el empleo de las reglas básicas del régimen político, no dan cuenta exhaustivamente de la composición de estos conglomerados. Los estilos tienen, teóricamente, proximidad con los tipos ideales de la sociología clásica: están para ser pensados, y podemos pensarlos porque nos sirven para concebir una agregación de numerosas y heterogéneas pautas de acción (hipotéticamente dominantes), por un lado, y de numerosos actores, en última instancia personas, por el otro. Así, pueden transmitirse a lo largo del tiempo, pero no son inalterables, y aunque son plexos cuyas redes están fuertemente entrelazadas unas con otras, no encontramos ninguna que sea completamente igual a la otra, y menos aún ocurre esto entre los individuos. Lo más importante, quizás, es que los estilos son resistentes y muy buenos predictores de la acción.

Algo difusamente, agrego, por “modos de entender” estoy considerando aquí un componente de los estilos, a saber, conjuntos de prácticas y amalgamas imprecisas entre ideas y prácticas. Pero aclarando que me refiero a modos de entender no tanto genéricos, sempiternos, sino situados en el tiempo de hoy: el de la abrumadora decadencia argentina, su crisis crónica. Se trata de dos estilos en clara contraposición. Tolere el lector una identificación muy esquemática de ambos, sobre la base de escoger una serie de rasgos, sin pretensión de exhaustividad, y de modo un tanto arbitrario, pero teniendo por norte lo que juzgo relevante: el análisis de las serias dificultades políticas argentinas contemporáneas y la trémula discusión sobre fórmulas políticas que las superen.

Duelo de estilos

El Estilo 1 (expresado grosso modo en Juntos por el Cambio y la imprecisa agrupación poco conocida como La Libertad Avanza) se preocupa por atender una capacidad central del capitalismo: la creación de riqueza, la prosperidad. Para este estilo la clave estriba en establecer los incentivos correctos para la acumulación y el crecimiento, incentivos que, básicamente, descansan en una conformación mucho más abierta del mercado y una delimitación más precisa y contenida del Estado, y de las instituciones que garantizan bajos costos de transacción y los derechos de propiedad.

Uno de los problemas graves de este Estilo 1 es la reunión del libertarismo político y el neoliberalismo económico, dos utopías peligrosas en tanto tales. Aunque en la práctica sea un estilo intensamente político, cree de sí mismo ser despolitizador. Cree utópicamente en el mercado, cree también utópicamente que el Estado mínimo (con Nozik y otros muchos pensadores e ideólogos) es la condición de posibilidad no sólo de la generación de riqueza sino de la libertad. Pero esta observación es secundaria: lo central es que el Estilo 1 define el problema como de establecimiento de incentivos correctos, sobre-simplificando la complejidad de lo político.

Tampoco tiene nada de secundario algo que sabemos todos: la inconsecuencia entre ideas y prácticas. Porque en la Argentina las élites que se enfilan en el Estilo 1 han establecido con frecuencia vínculos poco impolutos como piedra basal de la acumulación del capital. Pero tanto el libertarismo como el neoliberalismo empujan al Estilo 1 a alejarse de la democracia: se han apartado, es cierto, de la tradición dictatorial o del golpismo despótico (debido a experiencias fracasadas, debido también a un descubrimiento genuino de la democracia o a que si la democracia es “el único juego en la ciudad” se precisan votos para jugarlo), pero no se han apartado del todo de la tradición elitista autocrática, muy antigua, que remite al siglo XIX: no hay nada que hacer, a este país sólo podemos gobernarlo nosotros. Y tampoco de la tradición tecnocrática. Ambas se hacen patentes en muchísimos de sus tics, pero la pasión por los incentivos –cuestión, ésta de los incentivos, que en sí misma es sumamente relevante, como sugiere el neoinstitucionalismo– no deja la menor duda: fijar los incentivos es para el Estilo 1 cuestión de reunir voluntad, saber y poder.

A un tiempo, es incuestionable que este estilo expresa algo nuevo: una orientación, procapitalista y enfrentada al Estado, con votos, con respaldo popular.

A un tiempo, es incuestionable que este estilo expresa algo nuevo: una orientación, procapitalista y enfrentada al Estado, con votos, con respaldo popular, un respaldo que parece arraigado, no, lamentablemente, por la firmeza o solidez de sus partidos y menos de sus liderazgos, sino porque esta orientación cuenta con un acompañamiento social difuso, pero sostenido.

Mientras para el Estilo 1 la solución del problema argentino consiste en un problema de incentivos, siendo decididamente amigable con el capitalismo y tendencialmente adverso al Estado (aunque de un modo desparejo entre sus componentes), para el Estilo 2 (expresado en lo que borrosamente podemos denominar peronismo) el nudo es la voluntad política para que la fuerza popular altere la correlación social de fuerzas. Ni más ni menos que eso. Y su resultado debería ser la restitución de un pasado hipotéticamente dorado.

Esto del pasado dorado no era así originalmente, en los ’40 y ’50. Para el peronismo naciente no había ningún pasado que restituir, pero con el tiempo y los hechos, obviamente ya la tradicional necesidad de restitución está bien plantada, y ha ganado hasta a la izquierda en Argentina. Agreguemos de paso que los prosélitos del Estilo 1 tienen también, aunque de un modo más vago, su pasado dorado, más lejano en el tiempo, el ciclo de la Argentina liberal, que se abre en 1853 y se cierra en 1930 [1].

Volviendo al Estilo 2, la restitución del pasado dorado equivale, en otras palabras, a rectificar el rumbo histórico. El Estilo 2 no es anticapitalista, puesto que no se propone sustituir el capitalismo por un sistema económico alternativo, pero mantiene con el capitalismo, y en especial con el mercado, una manifiesta animadversión, digamos, cultural. Son más o menos lo mismo capitalismo, mercado y ricos egoístas y explotadores cuyo patrimonio debe ser recuperado para el pueblo. La voluntad política, la fuerza popular; el tercer pilar es el papel del Estado.

La voluntad política y la fuerza popular dizque se encarnan en la militancia (“gobernar es crear militantes”, sic), generadora de energía para pulsear con los poderosos. Los militantes cumplen varias funciones: reproducirse a sí mismos ensanchando su base, ser protagonistas de actividades diversas dirigidas a la sociedad –presencia en la calle entre las primordiales– y apuntalar la acción de los líderes de gobierno. (Por supuesto, estas tres funciones se sostienen con variados tipos de vínculo con el Estado). Se trata de tres funciones que encarnan la voluntad política. Pero el Estado también es dado por descontado: el tema es quién lo ocupa. Contra la concepción de Estado mínimo, defienden una retórica de keynesianismo tosca, pero justificativa del incremento del empleo público, y agitan estandartes que convocan al Estado a librar mil batallas, la mayoría de ellas imaginarias. Si no que lo digan el control de precios, la lucha con los “medios hegemónicos” o contra el “partido judicial” [2].

Privilegios y rentas

Mudemos ahora el punto de observación, como si se tratara esta de una composición cubista. Pensemos en algunos aspectos destacables de los resultados de gobierno de estos estilos. En lo que se refiere a los privilegios y rentas que una gran parte, y variadísima, de la sociedad, obtiene del Estado transfiriendo los costos a todos los ciudadanos vía regresión impositiva e inflación, las performances de ambos estilos son decepcionantes: el poder de veto de las minorías de preferencias intensas, se protejan, como ciertamente lo están, bajo los techos del Estilo 1 o del Estilo 2, es demasiado grande como para doblegarlo. Y el problema no termina de ser identificado, es decir, de ser convertido por uno u otro estilo, o por ambos, en un tema de acción política.

Para las huestes del Estilo 1, la cuestión de los privilegios se plantea de modo tajante: los privilegios son técnicamente rentas, hipertrofia estatal o agujeros en las redes del mercado. De modo tajante, sin duda: típicamente deben ser cortados “para todos menos para mí”.

De modo tal que en sus huestes incontables grupos privilegiados están por ahora bien abrigados . Si no, que lo diga por ejemplo el sistema promocional de Tierra del Fuego. Esta inconsistencia entre ideas y prácticas para defender privilegios espurios les confiere fragilidad moral a sus élites, a las que les cuesta reivindicarse como parte sana de la sociedad. Para el Estilo 2, en tanto, se trata de aceitar la enorme máquina de administración de los pobres [3]. No es que todos sus componentes encuentren esta práctica como lo más deseable, pero la mayoría la encuentra como la más rendidora y segura en el corto plazo. Que alrededor de la mitad de la población argentina reciba algún tipo de asistencia del Estado no es visto como un gigantesco fracaso político y económico que arranca al menos desde 1975 (la crisis político-económica bautizada entonces como Rodrigazo), sino como la ocasión propicia para obtener rentas político-partidarias.

Mientras el Estilo 1 tiende a sujetarse algo mejor a la ley constitucional, el Estilo 2 la siente frecuentemente como una camisa de fuerza.

Quizás un modo de sintetizar lo dicho hasta aquí sobre los estilos sea que mientras el Estilo 1 pretende ser más tecnocrático en la gestión de las políticas públicas, el Estilo 2 tiende a ser más autocrático en este terreno. Mientras el Estilo 1 tiende a sujetarse algo mejor a la ley constitucional, el Estilo 2 la siente frecuentemente como una camisa de fuerza. Y mientras el Estilo 1 se ve a sí mismo más liberal en la gestión del capitalismo, el Estilo 2 procura ser más político o patrimonialista sobre ella. Pero ni uno ni otro han mostrado hasta ahora capacidades para colocar la Argentina en carriles de prosperidad e inclusión social.

Una breve digresión es necesaria para continuar, abordando la relación de los dos estilos con la conjunción entre capitalismo y valores básicos. Ciertamente el mercado ofrece la promesa de libertad más confiable, como pilar del edificio en el que esa promesa de libertad pueda ser realizada o, al menos, avizorada. Pero el mercado también es un poderoso instrumento disciplinador, y siempre tendiente a las asimetrías. Que en la Argentina de nuestros días un “libertario” haya dicho, poniendo la cara, que no tenía ninguna objeción contra la venta de órganos, es significativo, del mismo modo que lo es la literatura académica que discute si la esclavitud puede ser legalizada o no en base a la venta voluntaria de sí mismos de los seres humanos.

Delante de aquel poder disciplinador, para inclinar el desenvolvimiento del mercado para el lado de la libertad y no únicamente para su función disciplinadora, se precisa de la vida pública, que incluye lo político y lo estatal. Bien: diría que en el Estilo 1 los que entienden la libertad como asociada puramente al mercado son muchos, mientras que los que se preocupan, viéndola no solamente en su positividad, por la dimensión disciplinadora del mercado, son más bien pocos. Del mismo modo, las cosas se invierten para el Estilo 2: aunque no tienen una alternativa, el mercado es pura y simplemente execrable. Dudo que sea siempre en razón de su carácter disciplinador que lo execren; más bien lo ven como un rival. Es prácticamente imposible el control a voluntad de un mercado dinámico y asentado sobre derechos bien arraigados, y eso no les gusta. El mercado sería, en ese sentido, un adversario.

Pero para que esta promesa se realice, a veces, la política y lo público, e inevitablemente su dimensión estatal, son imprescindibles.

Y sin embargo el problema es ése: a pesar, desde luego, de todas las prevenciones, el mercado ofrece una promesa de libertad mayor que la del Estado burocrático o la del Estado predatorio o que se extiende hasta volverse omnipresente. Pero para que esta promesa se realice, a veces, la política y lo público, e inevitablemente su dimensión estatal, son imprescindibles. En verdad el liberalismo o el republicanismo no ven las cosas demasiado diferentes a esta perspectiva: del mismo modo que no hay civis sin polis, no hay individuo libre sin comunidad política. Pero volviendo a lo nuestro y para poner fin a la digresión, diría que para una gran mayoría de partidarios del Estilo 1, el mercado es pura solución mientras que el Estado es puro problema, y para una gran –abrumadora– mayoría de prosélitos del Estilo 2 el mercado es puro problema y el Estado es pura solución.

Se podría decir, sin embargo, que en teoría los activos de ambos estilos se complementarían bien: el Estilo 1 pone sobre la mesa al capitalismo, la organización económica en condiciones de producir la prosperidad que la Argentina ha perdido, y el Estilo 2 sus virtudes históricas (pongamos), a saber: su vocación genérica por la gestión estatal que sin duda el capitalismo necesita, y su capacidad de legitimar el sistema representativo que a todo efecto práctico llamamos democracia y que tan indispensable es para que el capitalismo no se devore a sí mismo. Pero sólo en teoría. En la práctica, esta complementariedad potencial ni siquiera es percibida como una meta política por la cual valga la pena abrir negociaciones serias, entre otros motivos por la disimilitud de las bases de intereses sobre las que se apoya cada estilo.

A primera vista, se puede afirmar que mientras uno de los dos estilos tiene apoyo en el régimen económico y político vigente, y le alcanza con reproducirlo, el otro, en cambio, expresa una aspiración reformista, fruto de la inconformidad largamente arrastrada de muchos con los resultados de ese orden. El Estilo 2 no necesita hacer nada más de lo que hace, no necesita el cambio, y está muy conforme si logra simplemente frustrar los cambios que quiere el otro. Así, podría decirse que en el Estilo 2 se expresa el partido del orden conservador en Argentina. Pero si bien se mira esto no es del todo así, porque la bases sociales del Estilo 1 contienen, como dijimos, agentes que aunque su retórica y sus convicciones sean modernizantes, han obtenido a lo largo del tiempo privilegios de los que se resisten a abrir mano, y las del Estilo 2 viven, en parte, de modos ruinosos que ya están resultándoles intolerables aunque no tengan forma de rechazar. Estos rasgos en común pueden explicar bastante de los proyectos transformistas que han tenido lugar (como el de Menem [4]), pero también por qué la complementariedad virtual de ambos estilos es sólo teórica, ya que ni en un caso ni en el otro contribuyen a la generación de impulsos reformistas.

Deslegitimación mutua

En parte este problema radica en las orientaciones políticas de ambos estilos. Éstas son, por cierto, bastante ambiguas y, como es de esperar, tienen matices que los diferencian y que no son nada secundarios. Por ejemplo, aunque resulte paradójico, no se puede negar que desde 1983 la adhesión a la democracia sea plena en ambos, pero no todos están conformes con la democracia constitucional, es decir, aquella que se desprende de la constitución vigente, y menos aún están dispuestos a percibir al otro como confiablemente democrático y pluralista. En verdad, lo que existe es una larga tradición de deslegitimación mutua que fue tan robusta como funesta durante muchos años, pero cuya superación está lejos de ser completa, más bien retorna en la mala retórica de la grieta.

Para los pertenecientes al Estilo 1, los sujetos del Estilo 2 son de legitimación dudosa y no merecen más porque ni son democráticos ni sirven para el país: en el fondo, parecen decir, lo mejor sería que, políticamente, esos sujetos no existieran. Recíprocamente, los partidarios del Estilo 2 consideran a los del Estilo 1 como nada democráticos, porque están al servicio de los grupos hegemónicos y concentrados, en contra del pueblo, etc., y son netamente perjudiciales para el país, puesto que existe una relación de suma cero entre esas minorías capitalistas y el pueblo. Para los del Estilo 2, los del Estilo 1 cuando están en la oposición socavan los gobiernos populares, y si, insólitamente, llegan al gobierno, entonces hacen arbitraje a favor de las minorías: en el fondo, parecen sugerir, lo mejor sería que políticamente esos sujetos no existieran [5].

A pesar de estos poco alentadores elementos en común, lo que sigue es peor, porque el Estilo 2 se aleja del pluralismo al que, hay que reconocer, se había aproximado durante los ’80 y los ’90, para regresar a un pesado unanimismo como modelo de construcción de lo político. Se trata, sobre todo, de autoidentificarse como la totalidad de la comunidad política legítima, que apenas soporta a los otros con una tesitura de perdonavidas (y cuya supervivencia política encuentra su explicación en, otra vez, la mala influencia de grupos concentrados, medios hegemónicos, etc., que separan al pueblo).

En el Estilo 2 hay, implícitamente –y a veces no tan implícitamente– una forma alternativa de entender la democracia, alternativa a nuestra democracia constitucional.

De ese modo, surge otra diferencia: aunque entre los partidarios del Estilo 1 hay de todo como en botica, y sus extremos son, para mi gusto, tan de pesadilla como los del Estilo 2, en el Estilo 2 hay, implícitamente –y a veces no tan implícitamente– una forma alternativa de entender la democracia, alternativa a nuestra democracia constitucional. Para el gusto de muchos prosélitos del Estilo 2, la democracia es “demasiado” liberal: el papel basal del individuo, los límites institucionales al poder político, la división de poderes, son percibidos apenas negativamente en los inevitables aspectos problemáticos que cualquier arreglo humano fundamental presenta. Y república es una palabra [6].

Esta diferencia no impide en modo alguno, desafortunadamente, nuevas áreas oscuras en común, porque el libertarismo y el neoliberalismo, aunque muy diferentes entre sí, son vientos de desintegración social o de distopías represivas sin una pizca del orden y los valores republicanos sobre los que pivotea nuestra constitución.

Otra cosa: el espectro de modos de acción política es variado, y esto es comprensible porque los recursos con los que cuentan uno u otro estilo son heterogéneos y disímiles, así como lo son las prácticas devenidas en aprendizajes estables. Así el Estilo 2 ha logrado instalar en el Estilo 1, cuando le toca gobernar, cierta paranoia. Teme del primero (que se considera a sí mismo la mayoría natural, siendo la otra en todo caso una mayoría accidental) que pueda provocar su salida anticipada y no consecuencia de una limpia derrota electoral sino de un golpe de mano que conjuga la calle y el palacio. Hay antecedentes. Cuando gobierna el Estilo 2 lo hace, en este sentido, más tranquilo.

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Esta diferencia se conecta con otra: la capacidad de los activistas del Estilo 2 de la administración dosificada de la movilización y/o la violencia callejera, sea como amenaza efectiva, medios de protesta o presión que reemplazaron en gran medida a la lucha sindical. Ya tenemos mucha, demasiada, experiencia al respecto. Y esto abre la puerta a otro aspecto, la relación con las instituciones y la ley. Es una pregunta que hay que hacerse. ¿Qué propensiones encontramos, en cada caso, a transgredir, en la competencia institucional, los límites dispuestos por la ley? ¿O en caso de llegar hasta el límite sin transponerlo, de romper de todos modos con prácticas cooperativas o de autocontención previamente acordadas?

Los ejemplos de las últimas décadas son incontables para ambos casos y los partidarios de cada estilo por supuesto “saben” que el único transgresor es el otro. Deberían preguntarse por el cuadro de justificaciones que los lleva a incurrir en lo mismo que el otro. Como sea, la cooperación política se ha ido reduciendo con los años a mínimos extremadamente costosos para la democracia y ni el Estilo 1 ni el Estilo 2 sienten ningún aprecio por cooperar. Pero no es cosa de darles un reto. Sino de entender por qué.

Antes vamos a otra gran distinción: los liderazgos son estructuralmente diferentes. Ambos estilos han tenido, a lo largo del tiempo, liderazgos fuertemente personalizados, a veces muy carismáticos, que reunieron un quantum enorme de poder interno a sus agrupamientos. Sin embargo, estos rasgos nos dicen poco, porque son consustanciales a la política contemporánea.

Pero el grado de asimetría interna, el grado y el modo en que el líder monopoliza la palabra política y resuelve –con consentimiento, claro está– formular y decidir su enunciación en nombre del todo, es otra cosa. El líder encarna a sus seguidores, que, en el momento en que son hablados por aquel, dejan de hacerlo por sí mismos. Esto no ocurre siempre, pero se observa más nítidamente en el Estilo 2, aunque admito que esta comparación esté sujeta a discusiones.

Como sea, ni un estilo ni el otro se cruzan de brazos esperando que la gente se convenza de sus bondades. Al contrario, se meten de lleno en la lucha política y en última instancia lo hacen de un modo potencialmente rupturista. Aunque en esta etapa, por lo menos hasta ahora, eso no ha alcanzado niveles del todo alarmantes, quizás por la larga tradición que tenemos en el siglo XX de perder la paciencia y querer cambiar las cosas por la fuerza, con pésimos resultados.

Los liderazgos del Estilo 1 son, y creo que con esto no incurro en parcialidad, los que más cambiaron en las últimas décadas.

Aunque los liderazgos del Estilo 1 son, y creo que con esto no incurro en parcialidad, los que más cambiaron en las últimas décadas, ya que saltaron definidamente al plano político, creando actores nuevos. (Las metáforas como la de la motosierra con que Javier Milei propone reducir el gasto público cuando sea presidente no alcanzan a empañar la importancia del cambio).

Sin embargo, hay un peligro. Estamos en un turno del Estilo 2, que sin duda, a mi criterio, está forzando la mano en el vínculo entre gobierno e instituciones. No podría sorprender mucho a nadie si en un nuevo turno del Estilo 1, que podemos avizorar, eso de querer cambiar las cosas por la fuerza se convirtiera en una dimensión de mayor peso. Entendiendo que la fuerza en este caso incluye actos institucionales en el filo de la legalidad, si no fuera de ella, como el estado de excepción y el empleo de una panoplia de instrumentos afines, aunque no siempre, como los decretos de necesidad y urgencia. Si la tentación a forzar lo institucional se intensificara, será indispensable detenerla, del mismo modo en que hoy es inevitable hacer algo por parar los intentos de arrasamiento institucional de fuerzas políticas del Estilo 2, gobernantes.

Probablemente tengamos a la mano personas que se presten fácilmente a considerarlos, a ambos estilos, como emblemáticos, expresivos y definitorios de lo que las cosas son, como trasladando sin más el nivel de nuestra turbulenta realidad política al de su representación analítica. Pero yo no lo quiero hacer, creo que hacerlo sería un obstáculo para pensar. 

El Estilo 1 confronta con la esperanza de convencer a la sociedad de que el cambio de incentivos, de cuño neoinstitucionalista y orientación capitalista, es indispensable.

Digamos que el Estilo 1 confronta con la esperanza de convencer a la sociedad de que el cambio de incentivos, de cuño neoinstitucionalista y orientación capitalista, es indispensable y debe ser apoyado. Hay que reconocer que en las últimas décadas ha logrado éxitos estratégicos, pero no siempre van en el sentido de la prosperidad común, y son éxitos de hecho, que convencen menos de lo que vencen. El programa de reformas modernizadoras de los ’90 (paradójicamente llevado a cabo por personal político y liderazgos pertenecientes al Estilo 2, aunque abrazado con mayor fervor por las élites del Estilo 1) fue fácilmente revertido.

Es verdad, no obstante, que parte de sus orientaciones se han plasmado en un nuevo sentido común, ya no tan nuevo, en las clases medias amenazadas por la decadencia económica. Pero estos sectores han incorporado lo nuevo “por la negativa” más que “por la positiva”, no son amigables con el mercado, no defienden –al menos por ahora– reformas de algún riesgo, sino que execran al Estado y sus gastos, aunque a su vez no toleran recortes a los subsidios de los servicios públicos que los benefician. Hay un hartazgo que se expresa, por ejemplo, en la simpatía con la motosierra de Milei, con terminar con “todo lo que está ahí” porque, mágicamente, de las cenizas podrá surgir algo nuevo.

Mientras, el Estilo 2 es claramente diferente en cuanto a los motivos por los que combate políticamente. De lo que se trata es de redefinir la distribución de la riqueza que, básicamente, es considerada como dada, como un inmenso tesoro escondido en una cueva. La capacidad de producir riqueza, sobre todo, está dada, no hay por qué hacer mucho al respecto (“la soja crece sola”), todo lo que hay que hacer es liberarla de los ricos y de sus respaldos sociales, políticos, mediáticos, etc. ¿Hay una asimetría dentro de este combate que encara y en el que cree el Estilo 2? Sí, pero justamente, el Estado puede y debe contrapesar esa asimetría. El Estado debe ser la palanca, y las instituciones variadas que conforman el sistema republicano son un inconveniente, un estorbo, y también es necesario ocuparse de los medios de comunicación, por la simple razón de que ellos por definición son hegemónicos. Los ricos cuentan con todos los instrumentos a su favor; los pobres, o mejor dicho las élites (que no se reconocen tales, y sin embargo nunca lo fueron tanto como ahora), que dicen hablar en su nombre, deben ocuparse de conquistar, en esa guerra de posiciones, palancas que multipliquen su fuerza. Los esfuerzos para avanzar sobre los medios son considerados bajo esta óptica.

Y, por qué no, reconsiderar qué se entiende por corrupción. ¿Acaso muchas fortunas argentinas no se hicieron o crecieron bajo el ala estatal? ¿Cuál es el problema con que las nuevas élites, que expresan a los pobres, también lo hagan, a su modo? Que se permitan sacar su tajadita es secundario. Y además extraerla es indispensable: el Estilo 2 ha refundado su antropología (si se compara, por ejemplo, con la antropología política del peronismo clásico), y la forma más segura de obtener lealtades es comprarlas.

La buena noticia es que, contra esta corriente del Estilo 2, probablemente se haya configurado ya un consenso social.

La buena noticia es que, contra esta corriente del Estilo 2, probablemente se haya configurado ya un consenso social, que conecta de una vez la decadencia económica y la pobreza con la corrupción, consenso que, más allá de un dudoso rigor empírico, ha de crearle muchas dificultades a este modo de ver las cosas. Mientras tanto, la multitud de jóvenes creyentes y predicadores básicamente no puede creer en la corrupción de sus maestros, o bien extraen de ese concepto tan práctico de comprar las lealtades una racionalización para justificarlos.

En el fondo, y no quiero exagerar, la política para ambos estilos se trata de una contraposición moral. Los de enfrente son unos cabrones; ellos son ricos porque nosotros somos pobres (Estilo 2), ellos son pobres porque quieren vivir a nuestras costillas sin trabajar (Estilo 1). Y nosotros, los de ambos estilos, podemos permitirnos, si es necesario, ser injustos, precisamente porque somos justos. Porque la justicia está de nuestra parte, es que podemos desconocer, de ser necesario, la ley, guiados por una ley superior y sustantiva. Todos leímos o escuchamos en la Argentina expresiones y actitudes muy claras de ambos estilos cotidianamente. Si vamos a buscar en los extremos, que no son nada delgados, las podemos encontrar. Así, para el Estilo 1, no faltan los que están convencidos de que el sector agropecuario es la patria y el eje de la Argentina del futuro, como tampoco faltan para el Estilo 2 los que consideran que la soja es un yuyito, y el producto agropecuario es un regalo de la naturaleza, y por tanto, eso que algunos zonzos llaman Estado predatorio no es tal, que agradezcan que les dejemos ganar dinero.

Concentrémonos ahora, cerrando este contrapunto analítico de los dos estilos, en los vínculos de sus partidos. Por definición, los partidos políticos juegan en un espacio común. Compiten por el favor de la opinión pública, por los votos de los ciudadanos, por cargos electivos, por iniciativas legislativas. El rasgo principal hoy por hoy es el de una polarización radicalizada. Esto no tiene nada que ver con un espectro de derecha-izquierda. La polarización se hace patente en que el “centro” está vacío o casi, y en las características y rasgos de sus agrupamientos polares (el kirchnerismo y los libertarios), la política argentina (no necesariamente la sociedad) son como dos campamentos políticos en una guerra seca (sin sangre). Esto no quiere decir que todos los habitantes de la región estén movilizados por uno u otro de los campamentos. Es cierto que un elevado porcentaje detesta a todos los políticos. Probablemente gran parte de ellos, sin embargo, los deteste porque son unos pusilánimes, incapaces de plantarse frente a sus enemigos del modo debido, que consiste en su exterminación (por lo menos política). “Pruebas” al canto, a mi juicio, las proporciona Milei: ese forúnculo tan reciente es un exterminador en potencia. Sus metáforas políticas son la motosierra, la dolarización, que los pobres vendan su cuerpo y otras joyitas. Y ese señor, que dice no ser un político, es juntito a conspicuos personajes del Estilo 2, parte de las bases más activas de cada estilo que participan de una idea principal que es que todo sería mejor si los otros no existieran. Es decir, el infierno son los otros.

La semana que viene, en la segunda (y última parte) de este ensayo, titulada “Presente y futuro”, intentaré mirar hacia adelante. ¿Qué camino posibles hay ante esta situación?

 

 

Notas:

[1] Creo conveniente hacer explícito lo que en verdad el lector ya sabe: los conglomerados de los que estamos hablando no son conjuntos disjuntos. En el Estilo 1 actúan componentes cuyos rasgos son en parte propios del Estilo 2, y en éste actúan componentes expresivos en parte del Estilo 1. Esto no cambia mucho las cosas, porque la orientación general no es afectada. Estamos hablando de conjuntos separados, porque no tienen superficies de superposición.

[2] No se trata aquí de caer en la ingenuidad de defender una visión cándida de los componentes del Poder Judicial, sabemos que hay allí, como en los otros poderes, de todo. Lo que es imaginario es la existencia de un partido judicial al que se le atribuyen, más que las conductas no virtuosas de algunos jueces, las conductas virtuosas que ponen en jaque figuras políticas demasiado próximas con la corrupción o con intentos de maniatar al poder judicial.

[3] Las bases sociales, aunque las identifiquemos con bastante imprecisión, de ambos estilos, acortan los tiempos de la política de las élites, tanto como éstas se sienten empujadas a valerse de algunas características de las mismas y sacar provecho de ello. En el caso de las del Estilo 2, los condicionamientos provienen de la precariedad de las condiciones materiales. Los plazos se acortan y las respuestas inmediatas se constituyen en el mecanismo de administración de la pobreza. En el caso de las del Estilo 1, las demandas no representadas o irrepresentables (irritación, indignación, impaciencia, inconsistencia, etc.) tienden a ser, paradójicamente, sobre-rrepresentadas.

[4] Menem demostró una brillante capacidad de transformismo, pero –aunque se reconoce menos– también lo hizo Kirchner. El kirchnerismo se contrapone a la interpretación de que el Estilo 2 simplemente defiende el viejo orden y el estado de cosas del que saca partido. El kirchnerismo consiguió “avanzar hacia atrás”, creando por supuesto una situación nueva, no se limitó a sentarse sobre una situación dada. Así la Argentina pagó el tremendo costo de las reformas menemistas, y luego el de la reversión deliberada de esas reformas.

[5] En lo que atañe al Estilo 1, lo dicho no supone que predominen en su campo, ni mucho menos, aquellos que en el léxico político de otros tiempos eran denominados gorilas. Ese término basaba su sentido en la contraposición peronismo-antiperonismo, y carece de sentido pensar la política contemporánea en arreglo a esa pauta.

[6] Hay que decir que el Estilo 2 casi nunca ha transpuesto el muro entre las intenciones y su retórica encendida, por un lado, y la concreción de rupturas institucionales. En la actual (febrero de 2023) batalla contra la Corte Suprema o por la reforma del Consejo de la Magistratura, el gobierno se encuentra caminando en el filo de la navaja, como en otras oportunidades, en las que acabó retrocediendo. No obstante, se trata de juegos extremadamente peligrosos.

 

Deseo agradecer a Alejandro Bonvecchi por sus sumamente útiles comentarios para una versión previa de este ensayo. Asimismo agradezco a Pascual Albanese, Marité Brachetta, Maximiliano Cernadas, Mariano Fontela, Alejandro Katz, Marcos Novaro, Adrián Rocha, Jorge Sigal, Facundo Suárez Lastra, Patricio Talavera y Juan Carlos Torre por las conversaciones mantenidas en base a esa versión inicial.

 

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Vicente Palermo

Politólogo y ensayista. Sociólogo (UBA). Fundador del Club Político Argentino.

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