Escribí anoche en un grupo de wasap de amigos de Seúl: “Fui a la marcha esperando escribir un newsletter sobre la batalla final de la democracia y me encontré con cuatro gordos tomando mate”. Exageraba, por supuesto, para hacerme el gracioso, pero el concepto del mensaje era similar a lo que había percibido en las dos horas que pasé ayer en la plaza del Congreso y alrededores: unos pocos miles de personas disfrutando una tarde de veranito tardío, charlando, disfrutando o tolerando el repiqueteo murguero, cada una con su organización, quizás esperando a que los referentes les permitieran irse a sus casas.
No se percibía ninguna tensión ni ansiedad por ver qué podía pasar. Llegué desde Avenida de Mayo y pude atravesar la marcha sin problemas, casi sin frenar, susurrando sólo uno o dos “permiso”, hasta la valla policial sobre Entre Ríos. Había un pequeño escenario desde donde hablaba un señor que era referente de la agrupación Jubilados de Izquierda. Ramilletes de muchachos con pecheras sindicales se daban empujones amistosos después de alguna anécdota graciosa. Grupitos de chicos y chicas sentados en círculo sobre el pasto se pasaban mates, bizcochitos, mandarinas.
Mientras estaba ahí se votó el DNU del gobierno sobre el FMI: al revés de la canchas donde están pendientes del resultado de otro partido, acá no hubo abucheos ni reacciones visibles. Pasó como si nada. A las seis algunos ya habían reemplazado el mate por la cerveza. Se callaron los tambores, aflojó el espíritu murguero-futbolero tan característico de la política callejera reciente y con el atardecer las agrupaciones literalmente “bajaron sus banderas”: las enrollaron, se formaron y salieron al paso por Solís y Virrey Cevallos para perderse en la ciudad.
Como secuela fue un fracaso. A pesar de que el aire venía cargado, por las arengas en las redes y las promesas de represión, todavía fresco el recuerdo de la batahola del miércoles pasado, la marcha nunca acumuló energía. No sé por qué, pero ya se notaba en los alrededores que la cosa venía tranquila. En Tribunales, o sobre Corrientes, la ciudad zumbaba como cualquier tarde. Los locales abiertos, los bondis turísticos, los abogados al trote con sus teléfonos. Nadie parecía estar huyendo de una catástrofe inminente.
Una explicación posible es que no es fácil vestir dos veces seguidas de protesta social algo que tenía todos los mecanismos oxidados de la protesta política típica de estas décadas. La semana pasada lograron al menos confundir: entre la apelación a los jubilados y el toque pintoresco de las hinchadas convencieron a algunos de que había algo de energía genuina en la calle. Pero lo de ayer se pareció otra vez a lo de todos estos años: una mayoría de manifestantes a reglamento, indiferentes a la pasión de los tres o cuatro intensos con megáfono. Las banderas, las pecheras, los redoblantes. Ya no queda nada ahí, pensé mientras serpenteaba entre los grupos: este formato está vaciado y nadie debería confundirlo con protesta social en ningún sentido real del término.
La calle, para ser “calle”, es decir, para tener algún poder simbólico, tiene que mantener la ficción de que representa a alguien, de que esos pocos o muchos miles de personas son un microcosmos de la sociedad o, al menos, de una parte de ella. Cuando se decía que el peronismo tenía la “calle” era porque sus movilizaciones masivas podían ser vistas como miniaturas de la clase obrera, con energía y representación como para influir en el “palacio”. Lo mismo con las marchas menos orgánicas del no peronismo en este siglo, desde la de Blumberg en 2004 a los banderazos de 2020. Eran importantes no por la cantidad de gente que juntaban (o no sólo por eso), sino porque se suponía que en sus casas millones estaban de acuerdo y les daban fuerza.
En la última década larga, el género teatral “protesta social” por el centro de Buenos Aires ha quedado tan codificado, tan intermediado, que se volvió esclerótico y seco de sentido. Aquellas cansadas recorridas de las organizaciones sociales por la 9 de Julio, reclamando planes y subsidios, cortando el tránsito, pegando algún alarido frente a las cámaras, una semana sí y la siguiente también: la repetición y la hipocresía les fueron quitando todo valor. Pasaron a no significar nada, a no representar a nadie y a no tener ninguna conexión con otros en sus casas. Encapsuladas, rutinarias, alienadas, dejaron de ser “calle”. Se volvieron parte del baile de la política burocrática normal. Parte del palacio.
Lo que vi ayer fue eso. Roto el hechizo de la solidaridad con los jubilados y la protección angelical de los barrabravas, aquella carroza se convirtió en esta calabaza: los troscos, los organizados, los arriados, los de asueto, los politizados, los que viven cerca. Los que se entusiasman y cantan algo, los que bostezan y miran el reloj. Ya no hay ministerio con el que negociar planes o chequeras, porque no les dan bola, pero los rituales se mantienen. Es como una ceremonia, un poco melancólica por estar en el llano, pero que permite reencuentros entre compañeros de “calle”.
Marchan quizás, también, porque están huérfanos. Algunos se sentirán orgullosamente kirchneristas, otros de izquierda, otros apenas peronistas. Pero ninguno de ellos puede sentirse parte de un proyecto cuyos referentes les están ofreciendo un camino, un modelo, una mirada de futuro. Porque sólo les ofrecen resistencia, con las mismas consignas gastadas de siempre, repetidas por los mismos dirigentes desde hace décadas. El problema es que la pasión por la resistencia nunca dura mucho, en este marzo se apagó en su segunda semana. Por eso hay que atizarla con exageraciones, como han hecho en estos días dirigentes y periodistas opositores, que ven dictaduras y estados de sitio.
Tan agotado está este formato de marcha que lo dominante en estos 15 meses de Milei fue más la ausencia de protesta y represión que el conflicto social permanente. El Gobierno hizo un ajuste tremendo sin sufrir el desgaste callejero pronosticado por los expertos. Y una razón de eso es que el peronismo y la izquierda necesitan una nueva mística para la calle, porque esta ya no dice nada. La semana pasada se les alinearon los planetas (jubilados+fútbol) y pareció que habían encontrado algo. Lo de ayer muestra que fue apenas un chispazo. Mientras no lo consigan, la calle seguirá sin ser “calle” y sin influir en el palacio.
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