Saliendo ayer al mediodía de la oficina, expulsado por la súbita falta de aire acondicionado, me asomé a la ciudad buscando refugio pero encontré un apocalipsis, la gente desesperada por el calor, los autos en un Tetris por la falta de semáforos, los boliches en penumbra sin poder hacer café. Quise encontrar un bar con grupo electrógeno para esperar el regreso de la luz, sin éxito. No se podía estar: las veredas ardían, los bocinazos aturdían, la humedad se nos metía en la ropa. Pasó un taxi y me tiré de cabeza como a un oasis.
Mientras intentábamos cruzar la 9 de Julio, donde todos los autos aplicaban la ley del más fuerte y se perjudicaban, porque se trababan más y más, la escena de descomposición social me hizo acordar a los primeros minutos de Zero Day, un thriller político de Netflix que se estrenó hace unos días. En ese “día cero”, un ciber sabotaje paraliza todo Estados Unidos por apenas un minutos, pero deja miles de muertos: aviones caen, trenes chocan, diques se rompen. La presidenta arma una comisión investigadora con amplios poderes en el fleje de la constitución y pone al mando a un ex presidente gruñón pero noble interpretado por el gruñón pero noble Robert de Niro.
Al principio parece que la serie, dada la famosa antipatía de De Niro contra Trump, va a ser otro alegato contra los discursos extremistas, los algoritmos de las redes sociales y la violencia de la ultraderecha. Como la serie es bastante desprolija (tira pistas que después no recoge, nos dice “¡esto es importante!” y después se lo olvida), es una interpretación perfectamente razonable. Es la que hicieron, por ejemplo, Ignacio Zuleta y Jorge Fernández Díaz en columnas de este fin de semana: De Niro como reserva moral contra la ola extremista que azota a Estados Unidos, tanto en la política como en la conversación pública. Si tan solo pudiéramos volver a aquellos tiempos donde reinaban los políticos moderados y los periodistas moderados.
Lo curioso de Zero Day es que después de coquetear durante cuatro horas con los diagnósticos de moda sobre el spleen de Occidente, en el último episodio pega un volantazo demencial y termina revelando como culpables a quienes habían empezado la serie como héroes. No De Niro, que va dando tumbos hasta encontrarse con la verdad. Los culpables del atentado terrorista son (¡spoiler!) un grupo de congresistas y senadores moderados, de ambos partidos políticos, financiados por grandes empresarios preocupados por la falta de diálogo político y el avance de las facciones extremistas de cada partido. Surprise!
Es todo tan a los ponchazos que ni la propia serie se da cuenta de lo salvaje y revolucionario de lo que está diciendo. Pero es más o menos así. Los terroristas dialoguistas tienen el diagnóstico de que el Partido Republicano y el Partido Demócrata han sido tomados por lunáticos en sus extremos y que la conversación pública se volvió un griterío dominado por las agresiones y las teorías conspirativas. La democracia, en fin, está en peligro. Matthew Modine, que hace del senador cabecilla de los rebeldes, en una escena se confiesa frente a De Niro y dice: “Tenemos a medio país en una fiebre de mentiras y conspiraciones. Y a la otra mitad gritando sobre pronombres y haciendo una lista de ofensas”. Hasta acá, nada muy distinto de lo que diría un columnista, un diputado o un politólogo.
La idea que se les ocurre para salvar a la democracia es un “shock sistémico” de un minuto seguido de unos meses de amplios poderes en la comisión investigadora. Con la sociedad asustada, porque le han mostrado cuán frágiles son los cimientos del orden, los extremistas quedarían aislados y el país entero le pediría a los políticos tradicionales que se hicieran cargo de la situación. “El plan era restaurar la fe de la sociedad en nuestra habilidad para gobernar”, admite el senador de Modine.
El plan empieza a fallar cuando en ese minuto mueren miles de personas y sigue fallando cuando la presidenta, en lugar de darle la comisión a Modine se la da a De Niro, a su vez padre de una de las conspiradoras, una congresista progre que llora cuando confiesa diciendo: “¡Sólo queríamos arreglar las cosas!”. Terrorismo de buenos modales.
Obviamente no hay que sacar demasiadas conclusiones de una ficción y muchos menos de una ficción como ésta, que es una jarra loca de ideas contradictorias. Pero no puede dejar de hacerme gracia ver a los moderados convertidos en terroristas, a los dialoguistas transformados en “vamos a torturar pero solo un rato, cuando se arreglen las cosas paramos”. No porque tenga bronca contra los dialoguistas (¿quién está en contra de charlar?) sino porque normalmente las voces de la razón contra la emoción, en los thrillers políticos recientes, son retratados como héroes solitarios que no se dejan llevar por las pasiones de la muchedumbre. Acá también, en realidad: se sienten apóstoles del bien común mientras matan a miles de personas para salvar a la democracia.
El propio De Niro es una de estas voces, pero a eso le suma la experiencia. Tiene un diálogo muy bueno con su hija, cuando el país está otra vez al borde del colapso social (apagones, saqueos, violencia), en el que ella le dice “vos no entendés lo roto que está todo, o entendés y te hacés el boludo”, y De Niro le responde: “¡Las cosas siempre están rotas!”, como diciendo que problemas siempre hay, soluciones no siempre, y la excepcionalidad es sólo una excusa para hacer cagadas autoritarias.
No tengo nada en contra de ser moderado (yo tengo la ideología más aburrida del mundo: riesgo país de 200bp, metete en la cama con quien quieras, torneos largos de 20 equipos), pero admito que a veces me irrita la actitud de algunos que llevan su moderación como una escarapela, con la misma actitud solemne que en la serie: los moderados somos poquitos, el mundo está dominado por locos, ay si tan solo nos hicieran más caso. Lo que digo es que la posición moderada o dialoguista también es un posicionamiento, como cualquier otro, todo pelota, ni mejor ni peor: el que se presenta de esta manera también quiere hacer su negocio, que incluye exagerar la locura de los otros para mostrarse como cuerdo.
En favor de los extremistas, reconocen que su posición es proactiva y elegida. Los moderados, en cambio, ofrecen su posición como la obvia, la única intelectualmente aceptable, todas las demás son sobreactuaciones o demencias. Surgida de la nada, o bajada del cielo, pero no elegida.
Así hablan, con el evangelio de la moderación, los personajes terroristas de Zero Day. “Hicimos esto por lealtad al país”, “la democracia estaba en peligro”, “teníamos que neutralizar a los halcones”, “le debemos al pueblo terminar nuestra tarea”. En defensa de la democracia se pueden cometer los peores crímenes, también con la máscara del diálogo y la moderación, que es un disfraz como cualquier otro. Algunos se visten de revolucionarios, otros de palomas, otros de radicalizados, otros de conservadores. Todos arriba del mismo escenario.
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