Partes del aire

#92 | Qué hacemos con Elon

Todo lo que le funcionó bien a Musk en sus aventuras en el sector privado podrían no resultar en el público. ¿Hay algo que —otra vez— él ve y los demás no?

De loco lindo a loco malo. De constructor neurodiverso a destructor eufórico. De ingeniero nerd a funcionario conspiranoico. ¿Qué hacemos los defensores de Elon Musk con esta nueva versión de los últimos meses, bola sin manija, opinador todoterreno, ojitos de Red Bull? Buena pregunta, que intentaré responder.

Cuando Walter Isaacson estaba escribiendo su gran biografía de Steve Jobs, Steve Wozniak, co-fundador de Apple, después maltratado y abandonado, le dijo que la gran pregunta para hacerle a Jobs era por qué había sido tan bicho, tan cruel, tan dramático. Isaacson le preguntó a Wozniak si él habría sido más amable al mando de Apple. Le contestó que sí, que habría tratado a todos como una gran familia. Después hizo una pausa y agregó: “Pero si yo hubiera manejado Apple, capaz que nunca habríamos creado la Macintosh”.

Esta anécdota la cuenta Isaacson al principio de otro gran libro, su biografía de Musk, un poco para introducir un tema principal de lo que vendrá después: que Elon puede ser cruel, ciclotímico, impredecible e insoportablemente intenso (aunque no mal tipo, como sí parece haber sido Jobs), pero consigue cosas y construye cosas que no lograría si fuera más amable y tratara a todos como una gran familia.

Me acordé de estos párrafos, que por suerte había marcado en el Kindle, pensando el otro día en la pregunta del principio: cómo fue que Elon pasó de ser el tipo que le daba Internet gratis a Ucrania para defenderse de los rusos al que el otro día le reclamó elecciones a Zelensky usando los mismos argumentos falsos de su nuevo jefe, Donald Trump.

Su transformación, por supuesto, viene de antes. Hace cinco años, Musk era un empresario impredecible pero innovador, el “hombre más rico del mundo” (una etiqueta de doble filo), dado a furcios y metidas de pata, pero habitante cómodo de la élite neoliberal y progresista, como la mayoría de Silicon Valley: le gustaba Obama, no le gusta Trump, le preocupaba el cambio climático, quería impuestos más bajos. Hace dos años, para la época que compró Twitter, Elon ya había empezado a intercambiar granadas con la izquierda woke. Cuando le preguntaban si se había corrido a la derecha respondía que no, que sus críticos se habían corrido demasiado a la izquierda. Lo ilustraba con este meme:

Elon todavía se veía como parte de los liberales centristas que sentían alarma por el patrullaje woke pero les daba pudor definirse como conservadores o cercanos al Partido Republicano. Había un montón de gente interesante en este lugar. Cito a algunos intelectuales y periodistas, que son los que sigo más de cerca: Bari Weiss, Andrew Sullivan, Yascha Mounk, Thomas Chatterton Williams, Jesse Singal. Al revés de todos estos, que ya no son progres pero siguen mirando con desconfianza a Trump, Elon hace un año se prendió fuego por la causa. Y después empezó a prender fuego todo lo que tenía alrededor.

Primero salió del closet en su apoyo a Trump, arrastrando detrás de sí a otros ex demócratas de Silicon Valley, como Marc Andreessen, y después lo acompañó ($$$) en la campaña. Ahí empezó a decir cosas que hacían dudoso el centrismo del meme. Por ejemplo, a dudar sobre la limpieza de las elecciones. O decir que si ganaban los demócratas se terminaba la democracia en Estados Unidos. Ni hablar de cuando se puso a opinar sobre líderes extranjeros: fue durísimo con Keir Starmer, el primer ministro británico, a partir de un terrible caso real (niñas violadas por bandas de inmigrantes), pero apoyándose en teorías conspirativas; hizo campaña por AfD, el polémico partido populista-nacionalista alemán que el domingo salió segundo en las elecciones; y se hizo eco de las mentiras de su jefe sobre Zelensky en Ucrania.

Después está el tema de DOGE, la super-agencia de desregulación que lidera en el gobierno de EEUU. Su objetivo explícito es bajar el gasto y quitar regulaciones, pero por ahora parece más enfocado en reducir la cantidad y el nivel de wokismo de les empleados públicos. El disfrute de reducir el presupuesto de USAid, la agencia de cooperación internacional, no es por el dinero ahorrado, que es insignificante, sino leer en conferencia de prensa la lista de proyectos delirantes que se financiaban (entre ellos, la revista progresista argentina Anfibia, dependiente de la Universidad de San Martín, que protestó públicamente por el cierre de los fondos).

Una frase del libro de Isaacson que me sirvió para entender a Elon es que “cuando estás eliminando procesos, si no tenés que reponer el 10% de lo eliminado es que no cortaste lo suficiente”. Esto lo hacía en sus empresas cuando las obligaba a recortar y simplificar y mejorar hasta niveles que sus empleados creían imposible. Parte de la estrategia de DOGE es similar: recortan de todo, bastante a lo bestia, y cuando suenan creíbles las protestas sobre por qué cortaron tal o cual departamento valioso, lo reponen sin chistar. Como en sus empresas, Elon prefiere pasarse y después arrepentirse, antes que quedarse corto.

Pero si este sistema de elefante en bazar ya era raro en el mundo corporativo, es absolutamente estrafalario en la política y el Estado, donde el proceso vale tanto más que el resultado. Musk sólo ve resultados y se olvida de los procesos, muchas veces representados por la gente que trabaja ahí, los gremios que los representan, los políticos que los defienden. El Estado burocrático moderno, en cambio (esta crítica libertaria es correcta), está obsesionado con los procesos y con frecuencia se olvida de los resultados. La cultura de Musk es muy distinta de la del sector público y habrá que ver quién prevalece: lo ideal sería que Elon sacuda un poco (nunca viene mal) sin desmoronar el edificio.

Con todo esto, Elon se volvió un villano (un nazi: no hay nada peor) para buena parte de la prensa internacional y la política progresista: un oligarca, un señor tecno-feudal, un tipo sin principios que se metió en el Estado para ganar más plata, su única motivación verdadera. Un corolario de este argumento es que Musk no tiene verdadero mérito: siempre necesitó del Estado para triunfar (subsidios para clientes de Tesla, contratos de SpaceX con la NASA), o tuvo suerte, o realmente no inventó nada, sólo re-empaquetó cosas que ya existían. (Esta crítica es parecida a la que se le hace desde la izquierda y el nacionalismo a Marcos Galperín en Argentina: que vive del Estado, por los beneficios de la ley de software, y que no tiene ningún mérito, porque supuestamente se copió de eBay, a pesar de que Mercadolibre vale hoy casi cuatro veces más que eBay y siete veces más que YPF).

Muchas de estas críticas erran al vizcachazo. Si hay algo que le interesa poco a Musk es tener más plata de la que tiene. Sus motivaciones están claras desde hace 30 años: “Me puse a pensar en qué cosas tendrían más impacto en la humanidad”, escribe Isaacson que le dijo Elon. “Y encontré tres: Internet, la energía sostenible y los viajes espaciales”. Hay que reconocerle que fue bastante consistente con ese sueño: su primera gran empresa (PayPal) fue pionera en Internet; la segunda (Tesla) revivió casi por sí misma la industria de los autos eléctricos y la tercera (SpaceX) es la empresa de viajes al espacio más exitosa del mundo (lejos)  en este momento. Y tiene otro mérito, para mí muy interesante: al revés otros capos de Silicon Valley, que producen software, poderoso pero invisible, Musk lleva 20 años fabricando autos y cohetes, montando fábricas gigantescas y (el sueño de húmedo industrialista) en el propio Estados Unidos. A Apple y a tantos otros los fajaron años por producir en China; Elon produce en California, en Texas, en Arizona y no recibe ni un mimo de los “compre nacional”.

En cualquier caso, es un momento incómodo para los elonistas de la primera hora, los que nos gustaba defenderlo en parte por contreras (como Musk, a quien le encantan el quilombo y la polémica, quizás demasiado, por eso compró Twitter), defendíamos la existencia de este hombre extraño, endemoniado, que derrota a las burocracias para hacer lo imposible (como atajar cohetes) frente el capitalismo de comité y compliance supervisado por el Estado. Nos gustaba el Elon que llegaba a las oficinas de Twitter y mostraba cómo la empresa le había dicho sí a la censura pedida por los gobiernos: esto no se podía decir (por ejemplo, que el COVID salió de un laboratorio), a todos estos bajalos del algoritmo.

Aquel Elon tenía mística, nervio y sentido del humor, en parte porque hacía mil cosas al mismo tiempo (¿cuándo duerme?) pero se comía peces de su tamaño. Ahora quiere morfarse el gobierno entero de Estados Unidos y la geopolítica global, un cachalote incontrolable que, además, no le pertenece. Ni Musk ni Trump son los accionistas mayoritarios del Estado, sino apenas sus gerentes temporarios.

Musk vive cada día, desde hace 30 años, en modo “sobrevivir o morir”. Hasta ahora le ha funcionado, uno nunca sabe a qué precio personal, pero en el libro de Isaacson sus mujeres y ex mujeres hablan bien de él. Es un marciano emocional, por supuesto, pero buen padre y un marido razonablemente cariñoso. ¿Hasta cuándo puede seguir a este ritmo? Ya parece estar bartoleando, tratando de devolver demasiadas pelotas. La máscara se confunde con el fondo: el teatro reemplaza al trabajo. La motosierra en el escenario, el chichoneo mezclado con denuncias de lawfare, populismo de manual. Si el espiral eufórico de Elon no cambia de tendencia o, al menos, baja la velocidad, los pronósticos (los míos) son reservados. No se puede vivir así y embocarla seguido.

Al mismo tiempo, todos los que apostaron contra Elon en el pasado perdieron. Se escribieron decenas de necrológicas sobre su carrera. Sus tres primeros cohetes cayeron al agua. Tesla estuvo dos veces al borde de la quiebra. Quizás está viendo ahora cosas que los normales no vemos. O quizás, como le dijo Wozniak a Isaacson y Isaacson parece hacer propio, este cambalache incomprensible, este zafarrancho ideológico, es el precio a pagar por un beneficio mayor que en algún momento revelará nuestro marciano. Dudoso. Me gustabas más cuando querías ir a Marte.

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Hernán Iglesias Illa

Editor general de Seúl. Autor de Golden Boys (2007) y American Sarmiento (2013), entre otros libros.

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