El otro día publiqué un tuit sobre los precios de la ropa en el shopping Cenco Costanera, en Santiago de Chile, donde pasamos el último fin de semana de unas vacaciones familiares que habían empezado en Pucón y otros lagos del sur trasandino. El tuit mezclaba euforia (porque compramos un montón de ropa) con la depresión de tener que cruzar la cordillera para comprar cosas básicas a precios internacionales. Es cierto que ahora, además, nos ayuda el súper-peso argentino, pero la ropa siempre estuvo más barata en Chile y la única explicación posible es la de siempre: el histórico proteccionismo textil argentino.
Combinados ambos factores (dólar barato y falta de competencia), la diferencia se volvió descomunal. Uso remeras de H&M desde que vivía en Estados Unidos, compro o mando a comprar en cada viaje, son cómodas, duran mucho, cuestan unos 10 dólares en Lisboa, en Austin o en Santiago. En Buenos Aires en 2024 sólo compré dos remeras en Gola, 40 dólares cada una: lindas, cancheras, pero a un precio que jamás quiero gastar por una remera lisa (sólo uso remeras lisas).
Lo primero que hice cuando volví fue rajar a mi sucursal del Banco Nación en el microcentro, donde tengo cuenta desde que fui funcionario y mantengo crédito UVA, para hacer el “stop debit” de los gastos en dólares de las tarjetas, que vencen mañana. Aunque el dólar esté barato, igual uno necesita someterse a esta burocracia humillante para evitar que una serie de impuestos temporarios se coman buena parte de la ventaja cambiaria. En el Banco Nación me tuvieron de acá para allá, me hicieron esperar más de una hora, se cayó el sistema en un momento clave, pero finalmente logré mi objetivo. Cuando uno se pregunta por qué pasó de moda el “Estado presente” tiene también que mirar la diferencia de calidad entre los servicios del Estado y, cuando hay, sus competidores privados. En el caso de los bancos y las nuevas billeteras el contraste es brutal.
Esto es anecdótico pero también refleja un hartazgo y un fastidio secular de mi generación y, por qué no, mi clase social. Mirado dos veces, mi tuit es deprimente por lo que cuenta de la semana pasada pero también porque podría haber sido escrito en casi cualquier momento del último medio siglo. En el corto veranito cambiario de fines de los ‘70, la primera clase media viajera hizo propio en Miami el “deme dos” (televisores, sábanas, zapatillas) que habían acuñado los venezolanos. En enero de 1989, verano pre-hiperinflacionario, de cortes de luz y TV tres horas por día, fuimos con mi familia a Florianópolis: a pesar del caos financiero, igual fue negocio un día viajar dos horas para comprar remeras y calzones de Hering.
El bichito de comprar en el extranjero lo tuvimos ya de adolescentes. En los ‘90 no había restricciones financieras ni cepos, pero la nueva clase media que volvió a viajar a Europa y Estados Unidos también aterrizaba en Ezeiza con las valijas llenas, porque valía la pena. Durante la década larga kirchnerista, que pasé casi entera en Nueva York (buen timing), no había visita porteña que no combinara sus visitas al MoMA y la Estatua de la Libertad con excursiones a los outlets de Nueva Jersey, a una hora de distancia. Fui a Europa por última vez en febrero de 2023, momento de brecha y dólar altísimos: me dolía ir a restaurantes buenos, paraba en hoteles medio pelo, pero igual llené una valija para mi familia en H&M, Zara y Primark.
¿Cuánto tiempo durará esta anormalidad de no comprar en casa lo que otros disfrutan como una rutina irrelevante? Paseaba por un Decathlon el sábado pasado, un negocio alegre, bien surtido, interesante, regalado (me compré una paleta de pádel), y sentía una mezcla de melancolía y furia. No tuvimos tiempo de ir a IKEA, donde el efecto habría sido parecido. Ni pregunté en las concesionarias cuánto costaban los autos. No quise amargarme. En estos días estamos queriendo cambiar nuestro auto de 2017 con mi mujer y casi todas las opciones de mejora cuestan una fortuna.
Sé que todo esto suena muy tilingo para el discurso nacional-progresista que en nombre de un industrialismo abstracto y gaseoso desprecia el consumo popular. Pero para qué sirve el capitalismo si no es para permitirles a los trabajadores, como decía en el tuit, disfrutar de cosas lindas a buen precio. La solución de fondo es técnica y política y requiere (creo yo y creen otros) salir del Mercosur, esa jaula de oro. Pero antes que eso se pueden hacer muchas otras cosas.
Yo le creo a Toto Caputo cuando dice que su objetivo es esa normalidad que reclama mi generación y tantas otras generaciones de argentinos. Pero también creo que al gobierno le falta una visión de capitalismo popular para la fase post-emergencia de su gestión económica: cuando finalmente saquemos el cepo, por ejemplo, ¿qué camino de desarrollo le va a ofrecer La Libertad Avanza al país y, no menor, a sus votantes de clase media-baja? Propiedad, crédito y consumo no es una mala manera de empezar.
De Chile nos traemos, además, una semana en un país donde las cosas, fuera del alboroto político, parecen tener un runrún cotidiano inconmovible. El que no quiere interesarse por la política puede ignorarla y su vida no cambiará en absoluto. En Argentina te distraés cinco minutos y terminás pagando un 30% de más en la tarjeta de crédito. Fuimos a los lagos y a sus playas populares de arena negra, donde comimos frutillas bañadas en chocolate y tomamos mote con huesillos; y también al océano, donde almorzamos salmón y mariscos en una modesta cooperativa pesquera y vimos pingüinos en una isla cercana. Aprendimos qué son las empanadas de pino, que nuestro hijo (6) devoró sin parar, junto con los Gansitos y Pingüinos que encontró en las estaciones de servicio y reconoció de sus youtubers mexicanos favoritos.
Compré libros de Alejandro Zambra, mucho más baratos que en Buenos Aires, y un párrafo de Literatura infantil (Anagrama, 2023) me advirtió sobre el cambio de vida que me espera desde la semana que viene. Le escribe a su hijo Zambra, uno de mis autores contemporáneos favoritos: “Yo, que solía ser un pájaro nocturno, ahora me desmañano contigo”. La paternidad ya cambió bastante mis históricos hábitos nocturnos, pero se avecina primer grado, con horario de entrada (¡innecesario!) a las ocho de la mañana, más de una hora antes que el jardín, y no me quedará otra opción que transformarme, pasados los 50, en una persona de horarios adultos. Sin IKEA ni H&M, pero madrugador.
La seguimos el jueves que viene, cuando tengo pensado volver a responder preguntas tuyas, como ya hice dos veces. Podés ya mandar la tuya, sobre el tema que sea, respondiendo este mail o escribiendo a hernanii@seul.ar.
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