Hola, cómo estás. Censado y descansado, espero. Qué día extraño ayer, esa mezcla de recuerdo de cuarentena (¡buh!) con domingo de elecciones (¡yay!).
A eso de las doce, después de que pasó la censista, salimos a dar una vuelta con mi mujer y mi hijo, esperando ver el prometido panorama apocalíptico de locales cerrados y calles vacías. En parte lo encontramos, pero con dos excepciones que nos mejoraron el día. La primera: el patio de juegos de la Plaza Vicente López, que estaba abierto. La segunda: también estaba abierto el café de la esquina de casa, que no identificaré por razones obvias. Le preguntamos al mozo por qué no habían cerrado. “No sé”, contestó. “Anoche recibimos un mensaje en el grupo de Whatsapp que decía: ‘mañana se abre’. Y vinimos”.
Igual la atmósfera del día se nos coló por los poros. La mañana otoñal con la ciudad encerrada me hizo acordar a la fase más dura del aislamiento, innecesariamente largo y cruel. Otra vez la calle sólo para esenciales, los comercios impedidos de trabajar: la fuerza del Estado –acá se hace lo que yo digo– en todo su esplendor.
Y sin embargo, no pude evitar sentir también algo de entusiasmo cívico. Soy un pavo, lo sé, pero todavía me conmueve creer que tenemos un Estado con la autoridad y la eficacia para tocar 15 millones de timbres en un día y procesar los resultados en una noche. ¿Lo tenemos? En 2010 creíamos que sí y después aparecieron denuncias de todo tipo, la más reciente por la hinchazón artificial de La Matanza. Algunos tuits de anoche, de cientos de personas que declaraban no haber sido censadas, enviaron las primeras señales extrañas.
Un indulto para Alberto
Otra noticia de estos días fue el arreglo de Alberto Fernández para cerrar la causa penal por haber violado el aislamiento que él mismo había decretado. Pagará, junto con la Primera Dama, tres millones de pesos. El acuerdo fue abucheado en las redes, en los medios y en la política: ¿cómo cree el Presidente que con esto arregla lo que hizo? ¡Cuánto cinismo! Nadie comprende al pobre Alberto, ni los propios ni los ajenos. ¿Por qué? ¿Qué tiene su conducta general, y especialmente en este caso, que genera tanta desconfianza y tan pocas ganas de creerle?
Sobre su conducta general hay mil teorías, muchas de ellas psicológicas, la más difundida es la que dice que sus genes de rosquero político le hacen decirle a cada interlocutor lo que quiere escuchar. Se mimetiza: es proteccionista reunido con textiles, pro-inversión cuando le llevan una petrolera, pro-ruso en Moscú, anti-ruso en París. Pero no es eso lo que pasó con el cumpleaños de Fabiola, en cuyas fotos se lo ve sentado a un costado, personaje secundario, aburrido como el clásico porteño que no tolera a las amigas de su novia 20 años más joven. Lo que pasó ahí es otra cosa.
Mi hipótesis es que la foto de Olivos sigue siendo una herida abierta porque Alberto nunca pidió perdón. Un día lo intentó, pero le tiró la pelota a Fabiola. Millones de argentinos en sus casas sin ver a sus familias, decenas de miles sin poder despedirse de los que estaban muriendo de covid, mientras él y Fabiola recibían gente en Olivos. Pero Alberto nunca pareció haber entendido qué había pasado, qué había hecho mal. Esta disonancia ha sido desesperante y es lo que mantiene el caso en carne viva. Lo va a perseguir no sólo el resto de su presidencia, sino el resto de su vida. Creo que la única manera que tenía de frenarlo era pidiendo disculpas sinceras. No lo hizo.
Digo esto como consejo para figuras en aprietos pero también porque quiero vivir en una sociedad menos implacable con quienes se equivocan.
Los políticos a veces ponen mucho énfasis en evitar mandarse macanas pero poco en cómo reaccionar a esas macanas. Y mi impresión es que la mayoría de la gente, en la política como en la vida, es menos severa con los errores ajenos que con la reacción posterior al error: ahí es donde juzgamos el carácter de una persona, porque errores cometemos todos. Sin embargo, a los políticos que los descubren haciendo algo indebido les cuesta admitir la situación. Prefieren esconderse, negarla o minimizarla, con la esperanza de que otro ciclo de noticias los saque de las pantallas y los memes. Eso no pasa casi nunca.
Otra opción es la intermedia, la de la falsa disculpa: “Pido perdón si ofendí a alguien”. Tampoco sirve. La única disculpa que sirve es la real: “Estoy avergonzado y arrepentido de lo que hice. Ojalá no lo hubiera hecho. Me duele haber traicionado tu confianza. Prometo no volver a hacerlo”. Con las disculpas cambiamos el pasado, con las promesas cambiamos el futuro.
Digo esto como consejo para figuras en aprietos pero también porque quiero vivir en una sociedad menos implacable con quienes se equivocan. En la que podamos perdonar a los que piden disculpas sinceras: no los condenemos a vivir marcados por un error. Sobre todo si pretendemos ser perdonados cuando, tarde o temprano, los equivocados, los injustos, los frívolos, los enojados, seamos nosotros. Como no puedo pedir una sociedad donde nadie se equivoque, pido esto: una sociedad con disculpas sinceras y disculpas aceptadas.
Te pegaría un tiro
A fines de 2020 uno de los episodios de nuestra alterada discusión pública rondó el desempolvamiento de unos desagradables tuits viejos de jugadores de Los Pumas, casi todos ellos escritos una década antes. El hooker Santiago Socino, por ejemplo, había publicado que “le pegaría un tiro” a Claribel Medina. Ante el escándalo, su reacción fue extraordinaria. Le mandó una carta privada a Claribel donde decía cosas como: “No me alcanzan las palabras para disculparme y decirte lo avergonzado y arrepentido que estoy de lo que hice”. Y también: “Me avergüenza muchísimo lo que hice en ese momento. Perdón de vuelta”.
En su programa de Canal 9, Claribel leyó el mensaje de Socino (con su autorización) y a su vez respondió: “Esto habla muy bien de él. Yo lo tomé bien y le acepté las disculpas. Entiendo que todos nos equivocamos y yo no soy quien para crucificar a alguien”. Después, otra frase genial: “¿Por qué no cerrar esta historia? Pasaron ocho años y el hombre está arrepentido”.
En esos días tuve una conversación en Twitter con Roberto Gargarella sobre este caso. “¿Hay algo más importante en la vida que atreverse a pedir perdón y animarse a aceptar las disculpas?”, me preguntó. Aunque algo debe haber, a mí no se me ocurrió nada.
Moraleja final: tenemos que perdonarnos más, en la vida privada y en la pública. Sin ser tan boludos de andar aceptando disculpas rápidas de oportunistas y charlatanes, pero con el ojo atento a los sinceros. Y pidamos perdón cuando nos equivocamos, sin dramatizar pero también sin esconder nada. Si nos perdonamos más, vamos a tener menos miedo a equivocarnos.
Alguno dirá que no quiere perdonar a Alberto por la foto de Olivos y está en su derecho. Pero no corremos ese riesgo: pedir perdón es de valientes y Alberto no lo va a hacer nunca.
¡Nos vemos dentro de dos semanas! Un abrazo.
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