La aventura interior

#9 | París con gente mal vestida

'Bouquiner' en la Feria del Libro Usado.

Todos desaparecemos por momentos, el mundo hace su ruido y nosotros –solitarios universos de pequeñas cosas– dejamos de estar, nos fundimos a negro hasta que es un sábado de sol primaveral en Buenos Aires y hay una feria de libros usados a dos cuadras de tu casa. Entonces la ves, sale del baño de Invernadero (el restorán que florece escondido a espaldas de la Biblioteca Nacional), la agarrás justo en ese corto camino antes de entrar a escena, en el que piensa que nadie la está mirando, menos que menos una editora con un traje azul noche de Armani y mocasines con flecos que almuerza en un rincón una limonada de ananá y jengibre. Rápida, la editora entiende: si no adoptara al caminar la misma forma que tiene el cantante de Babasónicos, nadie podría adivinar cuánto se parecen.

Todos desaparecemos por momentos hasta que emerge la gran exitora, laureada y deslumbrante (las canas parecen pintadas por un dios de mano suave), y nos grita en la cara: “Mirá cómo existo”. La camisa de gasa es azul Klein; la boca, rojo flamenco; los anteojos, muy logrados (en contraste con sus botas con plataforma), evocan el reciente cortometraje pampero sobre el affaire Miu Miu. Mariana Enríquez emerge al sol desde una penumbra de palmeras: rockera de las letras, se acomoda el pelo en el centro de su entourage antes de empezar una perfo anti Milei.

Qué maravilla bouquiner, verbo que en español debería decirse en francés: buscar libros viejos en estanterías llenas de polvo, leer libros antiguos o, en su tercera acepción, leer cualquier cosa con mucho gusto y placer. Se puede hacer en las orillas del Sena o en el carril central de Pacífico, sobre Santa Fe. O en la Feria del Libro Usado (FLU) en la plaza del lector: París con gente mal vestida.

Bouquin: libro.
Bouquiner: ya saben.
Bouquiniste: traficante de libros antiguos y de ocasión.

No hay nada como el tesoro de libreros expertos en custodiar épocas, ediciones, estantes. La FLU es una ráfaga de vitalidad violenta; comprar de un saque once libros fue como arrancarle viejas capturas a un pasado sin pantallas. Diálogos perdidos, cabos sueltos, restos, sobrevivientes. La antigua idea del fatum se realiza cabalmente en estas ferias donde por fin recobramos tomos que atravesaron muchas vidas para encontrarnos.

Todo lo que es Buenos Aires

Si hablamos de moda, hablamos de estilo; y si hablamos de estilo, hablamos de personalidad. Nuestra pequeña aldea no es mezquina a la hora de regalarnos, como si fueran flores, perfiles singulares, dignos de antología. Un díptico para este miércoles de lluvia negra:

Libreros tan perfectos que solo Cris Morena hubiese podido imaginarlos: reos, campechanos, millonarios, se descapitalizan en cultura para palermitanos, y solo visten violencia de género literal: ropa agujereada, gastada, astillada por tranqueras, con olor a compost. Pertenecientes a la oligarquía porteña, pueden darse el lujo de esnobear al lujo y calzarse una camisa hawaiana de mangas cortas con bermudas cuadrillé para entrar a la Bourgogne.

Herederos universales, célebres albaceas, escritores deseados, que jamás nos darán el gusto, sus roperos albergan piezas exclusivas: blazers hechos a medida en la mismísima Italia, sweaters de pura lana inglesa, y demás materiales nobles como su biblioteca. Son incapaces de dejarse rozar por objetos que no estén a su altura, y se los ha visto elegir su propia tenue para un comercial de Miu Miu, negándose a ponerse las piezas de la marca, con excepción de una bufanda que aceptaron por no ser descorteses y luego sintieron en el cuello como el neumático de una bicicleta. De réplica rápida, los he visto responder al pedido de un anfitrión de quitarse los zapatos: “Mis suelas están más limpias que tu moquette”.

Ernesto Montequin en train de bouquiner, calle Corrientes, 2017.

Ernesto Montequin en train de bouquiner, calle Corrientes, 2017.

Tumbas vecinas

Fashion victim. Se sabe que las modelos trabajan pensando en la ropa que después de los desfiles podrán quedarse, pero nadie imagina que un actor del under, celebrado en tablas porteñas y alemanas, intelectual e incluso exitoso, sería capaz de convertirse en un acaparador compulsivo frente a la única oportunidad de poseer un ítem de la afamada marca de Miuccia Prada: el último día de rodaje, no dudó en abalanzarse sobre un par de zapatos de otro talle, manotear camisas y perder la dignidad por unas medias con el logo demasiado visible.

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