Relación de ideas

#9 | No sos vos, soy yo

La pandemia pasó hace rato, pero dejó secuelas psicológicas graves y comportamientos erráticos y excéntricos.

Dimos de baja el teléfono de línea porque sólo recibíamos llamados de mis suegros y de Horacio Rodríguez Larreta. Con los padres de mi mujer teníamos otras diez formas de comunicarnos y del mensaje grabado de “Horacio” podíamos prescindir. El hecho es que teníamos un aparato provisto por la compañía telefónica que había que devolver. El procedimiento histórico para estos casos era que la compañía arreglaba una cita y pasaba a buscarlo. En este caso, comencé a recibir llamados y mensajes de wasap diciéndome que tenía que llevarlo a un “Centro de Recepción”. La asimetría de incentivos era tan extraordinaria que ni me molesté en argumentar y me limité a decirles que lo podían pasar a buscar por mi casa cuando quisieran pero que yo no iba a ir a ningún lado. Las veces que la conversación avanzó me dijeron que no se acercaban a los domicilios “por la situación de pandemia”. Ahí empezaba una conversación un poco más áspera en la cual siempre me terminaban cortando.

La idea era estrambótica en varios sentidos. Uno era pretender que seguíamos viviendo en abril de 2020 con las calles desiertas y los negocios cerrados y un virus suelto para el cual no había defensas. La otra, más siniestra todavía, era que les parecía sanitariamente peligroso que un empleado viniera a mi casa, pero si me desplazaba yo y me atendía el empleado en otro lado, el riesgo desaparecía. ¿Qué mecanismo de contagio imaginará esta gente? En cualquier caso, la situación de llamado, conversación ríspida y corte se repitió tres o cuatro veces más hasta que directamente bloqueé el teléfono desde el cual me llamaban.

La pandemia pasó hace rato, pero dejó secuelas psicológicas graves y comportamientos erráticos y excéntricos. Lo del barbijo en los restaurantes que los comensales sólo usan para pasar por la puerta (mientras el personal lo tiene todo el tiempo) es asombroso, pero no es la única anomalía. A mí me sorprende y me apena el caso de los encargados de seguridad que monitorean a distancia y aparecen en pantallas tipo Big Brother en la entrada de los edificios. No hay ningún motivo para que una persona cuyo trabajo es mirar en solitario una pantalla deba tener la cara tapada, salvo el clasismo que obliga a que todos los que nos brindan un servicio deben hacerlo enmascarados.

El aumento de casos de las últimas semanas detuvo algunas liberaciones programadas y activó la adrenalina de la gente que se entusiasma con estas cosas. Los chats de padres, reunidos por la actividad en común de nuestros hijos, se volvieron a llenar de buenas intenciones y de condescendencia autogratificante. “Nos tenemos que volver a cuidar, no cuesta nada”.

Como venimos diciendo desde el día uno de la pandemia, en cada acción hay que evaluar beneficios y costos. Hagamos eso.

Los beneficios de las llamadas intervenciones no farmacéuticas (conocidas como NPI por su sigla en inglés, de “Non Pharmaceutical Interventions”), básicamente cuarentenas y barbijos, no han quedado muy claros luego de dos años de un experimento a escala mundial. Más bien parecen haber sido irrelevantes. Este asunto no se resuelve con un artículo de The Lancet o de Nature. El que piensa y argumenta que una nota evaluada por pares es la verdad definitiva, no tiene la menor idea de cómo funciona la ciencia. Quien haya seguido las discusiones de estos dos años sabrá que para un artículo en una revista habrá otro contradiciéndolo en esa misma o en otra revista científica, igualmente prestigiosa.

Después de dos años y con más de un centenar de países involucrados, es claro que las formas de las curvas de contagios y muertes han seguido una trayectoria impulsada esencialmente por la actividad del virus y que no guarda relación con las NPI. La variedad de medidas y sus intensidades fue enorme y la disparidad de resultados no parece guardar una relación clara con las decisiones sanitarias. Si les da fiaca revisar cada país, piensen en Argentina: las subidas y bajadas de contagios y muertes no provinieron de subidas y bajadas en el comportamiento de la población. El último baile fue el de la Omicron, se contagió todo el mundo, hiciera lo que hiciera, y las consecuencias médicas fueron enormemente menores que la de las anteriores olas. No sos vos, soy yo, dice el virus.

Lo cual me lleva a otro tema importante. En el relato original de la pandemia nos decían, con impecable razonamiento, que se trataba de un virus nuevo para el cual no teníamos inmunidad. Así las cosas, era necesario tomar medidas para demorar su crecimiento: no porque el contagio fuera evitable sino porque la afectación de demasiadas personas al mismo tiempo haría que el sistema de salud colapsara y se producirían muertes por no tener la atención adecuada.

Ese argumento impulsaba medidas colectivas y coercitivas: al menos en teoría, la indolencia de uno ponía en riesgo la salud de otro. Era la época en la cual a quienes cuestionábamos una u otra medida nos exigían “renunciar al respirador”. Los respiradores dejaron de usarse, el sistema se tensionó un par de veces, pero no al punto de colapsar y, aun así, la amenaza del último respirador se seguía utilizando. La narrativa pasó de “evitar el colapso del sistema de salud” a “evitar cualquier contagio” y el desastre ya no fue sanitario sino social, educativo, económico y psicológico.

Ahora bien, y quiero poner esto en itálicas para reforzarlo en el texto, siguiendo el razonamiento original, en tanto el sistema de salud no esté amenazado, la enfermedad COVID es una más y debemos tratarla como tal. Puede ser grave para algunos o intrascendente para otros, pero deja de ser una enfermedad que nos obliga a comportamientos colectivos. La decisión de cuidarse o no pasa a ser estrictamente individual, como lo es con la gripe o la varicela.

Este pequeño razonamiento hace que miremos a la multitud que se desplaza por la ciudad con el barbijo puesto no como héroes solidarios que buscan impedir que colapsen los hospitales sino como gente temerosa que del menú de enfermedades posibles elige una para prestarle una atención desproporcionada. ¿Tienen derecho a eso? Tienen. ¿Tienen derecho a sentirse moralmente superiores? No.

Lo cual nos lleva al último punto: el uso de barbijos no tiene un costo cero. No voy a citar estudios que hablen de concentración de CO2 al respirar, no es eso, desconozco el tema y ya expresé que desconfío de los artículos sueltos en revistas científicas. Se trata de otra cosa, de cómo se entrelaza y se contacta la comunidad de la gente con la que nos cruzamos todos los días: en la escuela, el trabajo, el barrio, los padres de fútbol, los amigos de tu pareja. La expresión de la cara es el elemento de comunicación no verbal más importante que tiene el hombre. No lo invento yo, lo escribió Darwin hace exactamente siglo y medio, en 1872 en el libro La expresión de las emociones en el hombre y en los animales. Que los niños, que están descubriendo el mundo con sus ojos, hayan tenido durante tanto tiempo vedados las caras de sus maestros y amiguitos es algo que podría ser considerado perfectamente crimen de lesa humanidad. Que siga sucediendo en las aulas, aunque no sea obligatorio, es desolador. Es culpa de sus padres, obviamente, pero también de las autoridades escolares y políticas, que fueron mucho más eficaces en sembrar terror que en desarmarlo. Una sociedad que tiene tanto miedo como para ocultar su rostro ante los semejantes es una sociedad con un futuro pobre y mezquino. Quizás lo realmente solidario sería tener menos miedo y mostrarse ante el prójimo con nuestra expresión verdadera.

Ah, me olvidaba. Llegó un mail de la compañía telefónica. Me preguntan muy amablemente en qué momento podrían pasar por mi casa a retirar el mentado aparato.

Nos reencontramos en dos semanas.

 

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Gustavo Noriega

Licenciado en Ciencias Biológicas de la UBA. Participa de programas de televisión y radio de interés general y escribe regularmente en el diario La Nación.

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