PATRICIA BRECCIA
Mucho texto

#9 | El autómata ajedrecista

Un inventor del siglo XVIII desenmascarado por el escritor Edgar Allan Poe.

Me encanta el mundo de los inventos. Ese mundo que fue dejando unos artefactos geniales, útiles, perfectos. La máquina a vapor, la cámara fotográfica, el teléfono, la bombita eléctrica: detrás de esas cosas hay gente que se rompió la cabeza, que probó y buscó hasta dar con la forma definitiva.

El mejor momento de la imaginación técnica fue ese que transcurrió entre mediados del siglo XVIII y principios del XX donde había hombres cuya profesión era “inventor”. No es que ahora no se invente nada, pero sí es cierto que son cosas que transcurren a una escala que no entiendo: ni lo que pasa dentro del átomo ni de las células ni del mundo digital de ceros y unos me suenan a inventos, aunque lo sean. Tienen la magia de lo invisible, claro, pero a mí me gusta la magia de las máquinas. Me sigue asombrando la cadena de la bicicleta, ni hablar si además tiene cambios: platos, pedales, piñones, un prodigio.

En 1769 el austríaco Wolfgang von Kempelen sorprendió al mundo con un autómata ajedrecista capaz de replicar a cada jugada de su contrincante con una jugada contraria que le permitía ganar la partida. El autómata tenía forma humana –vestido con ropas turcas, una pipa en la boca– y aparecía sentado delante del tablero sobre una mesa grande. Fue tal la sensación que Kempelen lo sacó de gira. Por más que se rompieran la cabeza para saber cómo era capaz de funcionar, los curiosos no lograron descubrir cómo ese hombre había sido capaz de crear una criatura que no sólo tenía movimientos autónomos sino –y esto era lo más asombroso– que era capaz de pensar. Había creado una inteligencia artificial.

Aunque Kempelen se hizo famoso con este invento, el autómata ajedrecista no era el centro de su interés, porque tenía una empresa mucho más ambiciosa: construir un artefacto capaz de imitar el lenguaje humano. ¿Acaso una máquina podía hablar? Las discusiones involucraron a la física, la filosofía, la ética.

El matemático Leonhard Euler ya había fantaseado con eso: un órgano en el que cada tecla reproduciría un sonido humano de modo que, presionándolas sucesivamente como si tocáramos el piano, lo haríamos hablar. La máquina que ideó Kempelen se parecía a otro instrumento, una gaita: una caja de madera conectada a un fuelle (los pulmones) por un lado y, por el otro, a un embudo (la boca) que debía moverse con la mano para hacerla hablar. Incluso escribió un libro con los fundamentos teóricos y los lineamientos prácticos de su funcionamiento para que cualquiera pudiera replicarla. Pero su máquina parlante tenía un problema y no era técnico. Por más que se hicieran pruebas y sucesivos perfeccionamientos, seguía produciendo en los oyentes algo que no podría describirse de otra forma que no fuera como siniestro. Esa es la palabra. La voz producía una inquietud propia de las cosas que no son de este mundo, era un fantasma.

Hace unos años publiqué un libro con testimonios de oyentes de la radio en sus inicios. No hace ni cien años que la gente escuchaba, entre incrédula y maravillada, esas voces que venían del cielo, de algún lugar indeterminado.

“Era tanta la curiosidad que tenía que, cuando mi tía apagaba la radio, yo iba a ver atrás del aparato a ver qué había”.

“Yo me sentaba escuchando la radio y me imaginaba cómo sería. El aparato es como si lo quisiera perforar y ver adentro la gente que había”.

“Era una cosa imposible de imaginar, como fue imposible imaginar después que se pudieran ver las personas en la televisión. Nadie podía imaginar que iba a haber una persona hablando en vivo y en directo”.

Sé que no tiene gracia ahora cuando, en instantes, cualquiera puede hacerle cantar un rap a Goyeneche o hacerlo declarar a Messi en inglés después de un partido, tal vez nos sonreímos con la ocurrencia la primera vez, después nos aburrimos y listo. No hay asombro ni inquietud. No hay lugar para experimentar lo siniestro. Y sin embargo. Me cruzo hace unos días con una noticia: “Jorge Lanata tuvo un paro cardíaco. Está intubado y sedado”, sintonizo Radio Mitre y escucho la voz del mismo Jorge Lanata –ronca, jadeante– actuando unos pasos de comedia publicitarios con la locutora. Es una máquina parlante, como la de Kempelen.

“Una voz significa esto: hay una persona viva –garganta, tórax, sentimientos– que empuja en el aire esa voz diferente de todas las otras voces. Una voz pone en acción una úvula, la saliva, la infancia, la pátina de la vida vivida, las intenciones de la mente, el placer de dar una forma propia a las ondas sonoras. Lo que atrae es el placer que esta voz pone en existir”.

—Italo Calvino

Lo que me gusta de esa época de los grandes inventos, que incluye también a los fallidos, es el espíritu que los animaba. El de la ilustración, el que le permitió a la humanidad salir “de su elegida inmadurez”, en palabras de Kant, y que se condensó en una metáfora visual: el iluminismo. Frente a la oscuridad previa, la luz lo era todo.

Pausa. Lo que viene ahora es un pedido.

Pido, ruego, necesito que en los ámbitos educativos deje de repetirse eso de “no usamos la palabra alumnos porque alumno significa sin luz, a-lumen, y acá estamos en contra de eso, somos todos seres de luz, incluso ustedes, oh, jóvenes educandos”. Los alumnos también lo reclaman, “no queremos que nos llamen así”.

Lo escuché en la Facultad, repetido una y otra vez en clase y en sentidas reuniones interclaustro, lo escucharon y lo siguen escuchando mis hijas en su escuela de parte de sus profesores. En un último intento de hacerles levantar la vista del celular, van por la demagogia de la mano de la etimología.

No es necesario saber latín, yo no sé, sólo hace falta hacerse una o dos preguntas y “no repetir como un loro”, como nos decía la señorita Mirna. Si les vas a reclamar a los chicos espíritu crítico, si les hablás cada día del peligro de las fake news, si le temés al Chat GPT como si fuera Satanás, si te escandalizás porque sacan todo de Internet y les exigís que chequeen fuentes, tomate la molestia de, por lo menos, googlear.

Si uno busca, muy rápido encuentra que alumno no se armó de dos palabras sino de una: alumnus, que viene “del latín de raíz indoeuropea donde la a antepuesta a alguna palabra no significa privación como sí lo hace la a en griego” y que “se deriva de un verbo cuyos significados se expanden a crecer, alimentar, cultivar”. Parece que la palabra se refería en un origen al bebé que se nutría de un pecho y desde ahí se extendió a los niños, discípulos o pupilos alimentados intelectualmente.

Y como Google es tan generoso nos ofrece también, en los primeros resultados, una serie de notas que hablan del malentendido con la etimología que ha cargado de connotación negativa a la palabra alumno y que se mantiene aunque sea un error evidente. También podemos meternos en esa especie de deep web que son los foros de discusión y encontrar refutadores como estos:

—Deberíamos desterrar alumno de nuestro vocabulario docente, llamar a los niños, adolescentes o jóvenes por su nombre de pila es más afectuoso y, como en un aula se arma una comunidad de aprendientes, el maestro está incluido en ella como el “par más capaz” según Vigostky.

—Desterremos el término alumno homogeneizante y disciplinador. Aunque se le den las vueltas que se quiera, siempre se llegará a lo mismo: la palabra alumno es peyorativa. Las y los ESTUDIANTES no son ni CHICOS, ni ALUMNOS (sin luz, sin experiencia, sin información), son seres humanos que ESTUDIAN.

—En la antigüedad griega se distinguía el discípulo del alumno pero las filosofías neoliberales unieron estos dos conceptos, así como desviaron otros conceptos como política y democracia.

—Aunque la palabra no signifique oficialmente “sin luz”, se puede generar mentalmente el significado por asociación así que es preferible usar la palabra “estudiante”.

—La palabra alumno es de origen griego que significa “Alúmine” que significa “Sin Luz” pero los liberales empezaron a hablar del origen latino “Alumnus”. Creen que no nos damos cuenta.

Es claro que las palabras cambian a lo largo del tiempo y que no necesitamos conocer su etimología para hablar y escribir, de hecho es lo que hacemos todo el tiempo. No sé cuándo, dónde y cómo empezó esta confusión –vamos a llamarla así–, pero seguro tiene algo que ver con Galeano. No tengo pruebas, tampoco tengo dudas de que en cada iluminado que se para frente a una clase y repite muy serio lo de la luz y la falta de luz hay un ser sensible que leyó El libro de los abrazos. Es probable también que en el acto de colación de grado lea un discurso compungido, les diga a los chicos que llegó la hora de volar y descubrir su propio camino, que son todos especiales, un mar de fueguitos que brilla, cada uno, con luz propia.

¿Y qué pasó con el autómata ajedrecista? A diferencia de la máquina parlante que venía con instrucciones para ser replicada, esta otra conservó el misterio. Al darle forma humana (un turco fumando una pipa), Kempelen se aseguró de regatear el artificio y se llevó el secreto a la tumba. Más de 60 años después, el autómata seguía de gira y el famoso escritor Edgar Allan Poe se obsesionó. No era posible que una máquina fuera capaz de pensar y jugar y vencer a un humano; había un truco y él lo iba a desenmascarar. Se distrajo de sus cuentos y empezó a seguir la gira en cada una de sus presentaciones, le dio vueltas al autómata turco por uno y otro lado.

La respuesta fue decepcionante, pero a mí me parece hermosa. Detrás de un simple juego de espejos, la mesa que sostenía al muñeco escondía a un enano que, imagino, habrá ido cambiando a lo largo del tiempo.

Tengo muchas preguntas, pero la que más me inquieta es esta: ¿por qué este episodio ha quedado en la historia como un caso de engaño tecnológico y nadie ha reparado en la improbable casualidad de encontrar no uno sino quizás varios enanos tan buenos en el ajedrez como para ganarle a cualquier contrincante?

Nos leemos en quince días.

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Andrea Calamari

Doctora en Comunicación Social. Docente investigadora en la Universidad Nacional de Rosario. Escribe en La Agenda, JotDown, Mercurio y Altaïr Magazine.

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