Venía invicto, pero ayer a la mañana robaron el teléfono en un cafecito de Mansilla y Jean Jaures que siempre miraba con simpatía, aunque nunca paraba, cuando volvía caminando de dejar a mi hijo en el jardín. Me senté en una mesa de la vereda, pedí un doble cortado y me puse a revisar mensajes y redes sociales bajo el sol amable de la primavera. Leí sobre los cambios en la venta de medicamentos, celebré que se pueda volver a comprar aspirinas en los kioscos y recordé una vieja discusión en tuiter con Gabriel Puricelli, progresista eminente, que en su momento había festejado la prohibición. Mientras pensaba un tuit de respuesta, diez años después –no soy rencoroso, pero sí memorioso–, una mano izquierda, pegada a un tipo subido a una moto, me arrancó el celular de la mano y salió acelerando por Jean Jaures. Grité dos sonoros “¡Nooooo!” y salté hacia la calle, pero el chorro ya estaba esquivando a un ómnibus escolar, cruzando en rojo el semáforo de Paraguay y perdiéndose en la inmensidad de la ciudad anónima.
Cuando volví al café me esperaban la dueña, el encargado de un edificio vecino y un artesano hippie, que comentaban el episodio. Era el tipo de conmociones que genera comunidad en un barrio, conversaciones entre personas que nunca se hablan. El encargado me contó que vio al chorro dar marcha atrás y subir por un garage para volver por la vereda y sorprenderme de espaldas. El tipo, sugirió, no estaba pensando en afanar, pero me había visto ingenuo y despreocupado, la víctima boluda ideal, impertérrito frente a las decenas de historias de amigos y conocidos a los que les vienen arrebatando teléfonos en la calle en estos años.
Todo ocurrió, como se dice siempre, en un instante. Sentí una mano en mis manos, casi una caricia, y cuando quise entender qué estaba pasando, ya había pasado: la moto bajaba de la vereda a la calle y se iba con mi teléfono. ¿Cuánto tardé en darme cuenta de que me habían robado? Nada, un momento. Intento reconstruir mi proceso cerebral y no hay nada. Quizás un “finalmente me tocó a mí”, un “ah, esto es lo que se siente cuando te roban el teléfono”. O no, por ahí estoy escarbando donde no hay. Amigos a los que les que conté más tarde me dijeron “qué impotencia”, pero no es eso lo que sentí. Tengo muchos defectos, como cualquiera, pero una virtud: no me amargo por cosas que no puedo controlar. Y un segundo después de que el tipo se fuera por Jean Jaures ya sabía que la situación estaba fuera de mi control. Diría más: los quince o veinte pasos que di para perseguirlo fueron una actuación, una performance, para los demás y para mí mismo, de que al menos estaba haciendo algo para recuperar lo robado: una decisión, no una reacción, cumplí mi rol de víctima indignada.
Es la primera que me roban cara a cara en Buenos Aires, donde nunca me sentí inseguro, quizás por esta virginidad.
Es la primera que me roban cara a cara en Buenos Aires, donde nunca me sentí inseguro, quizás por esta virginidad. Sólo recuerdo un par de robos de pasacassettes, a fines de los ‘90, cuando trabajaba en TyC Sports, estacionaba sobre Salta y faltaba el aparato que había dejado debajo del asiento. Manejaba derecho 15 cuadras, sin doblar ni una vez, hasta la calle Libertad, donde paraba con balizas frente a alguno de los boliches de audio, compraba un equipo idéntico al mío (quizás el mío) y salía manejando y ya escuchando la radio, como si nada hubiera pasado. Un viejo chiste dice que un conservador es un progresista que ha sido afanado. El garantista intelectual se transforma, después de sufrir la violencia y la pérdida de propiedad, en un militante de la mano dura. No creo que el episodio me cambie la ideología (con el tiempo me volví más mano dura, como la mayoría de la sociedad), pero sí, quizás, la despreocupación con la que vengo caminando por Buenos Aires, a cualquier hora, desde hace por lo menos 30 años. Nunca tuve miedo y nunca quise sentir miedo: preferí correr riesgos a preocuparme por adelantado. Primer arrebato a los 50, bastante suerte tuve.
Leyendo en el tren
Más tarde fui en tren a una reunión en Vicente López: al principio sentí pánico ante la idea de pasar casi una hora solo con mis pensamientos. Encima me había dejado el Kindle en la oficina. Busqué algún libro chiquito para llevarme (Qué es un escritor, de Patricio Zunini, 2018) y me fui para Retiro. Leí todo el viaje y me gustó esta frase de Pedro Mairal: “A la hora de escribir sobre una experiencia muy dura, por más catártico que sea un texto, uno lo está actuando. O sea: hay una parte de simulación”. A la vuelta leí todavía más, pero a medida que llegaba a casa sentía la ansiedad por chequear mensajes, memes, menciones. Apenas entré, saludé a mi familia pero troté a la computadora. Había mensajes, memes, menciones, pero no tantos: el mundo siguió bien durante mis tres horas de ausencia.
Los amputados hablan del “miembro fantasma”: saben que aquel brazo, o aquella pierna, no existe más, pero a veces lo sienten como si estuviera ahí. Quieren moverlo, tocarlo, porque les parece real. En el ascensor, como siempre, me llevé la mano al bolsillo trasero del pantalón: estaba el librito. En Retiro el cuerpo, olvidadizo, me pedía chequear mensajes. Era una sensación física más que mental, una abstinencia: quince minutos después, otra vez. Sabía que me habían robado el teléfono, pero surgían nuevas necesidades. Miraba un pliegue en el cielo y me daban ganas de sacarle una foto. A qué hora juega Boca. Qué calor, cuántos grados hace. Perdido en el tiempo, paraba a los trabajadores suburbanos para preguntarles la hora. El Mitre, un libro, preguntar la hora: un viaje a 1994.
¿Hay una moraleja en esta historia? ¿Debería sorprenderme por lo rápido que me acostumbré, después de los espasmos iniciales, a no tener teléfono? ¿De todas las páginas que leí? No lo sé, espero que no la haya. Le reconozco un beneficio al episodio: me dio tema para este newsletter, una experiencia dura pero con su parte de actuación, como diría Pedro, su parte de simulación. ¿Estoy enojado o actúo como que estoy enojado? No es poco.
Hasta el próximo jueves.
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