Tenía otro tema para escribir hoy (y aprovecho para pasar el chivo de la excelente entrevista que hicimos con Pierpaolo Barbieri en Seúl Radio), pero la confirmación de la condena a Cristina Kirchner me puso a pensar, a la hora de la siesta, en la corrupción y en lo que hemos hecho con ella en todos estos años de kirchnerismo y post-kirchnerismo.
Alguien colgó anoche en tuiter el video de Lanata agradeciendo un Martín Fierro en 2016 y dedicándoselo a los “imbéciles” que lo chiflaban del fondo, todavía la autoestima kirchnerista en alta, la veta autoritaria de mandar a callar, como si aún gobernaran. “Eran socios”, les dice dos veces Lanata, y por un segundo los enmudece. Es un documento conmovedor, o al menos me conmovió a mí, el camino final de un triunfo que Lanata había empezado culturalmente e ideológicamente cerca de los Kirchner pero lo había terminado en las antípodas, acusado de lo peor, transformado en traidor y enemigo. Lo cerraba ganando: lo que hice yo fue periodismo, lo que hicieron ustedes no; los corruptos son ustedes, nosotros no. Nombra a Cristóbal López, a Sergio Szpolski y al resto de los empresarios de medios kirchneristas con una caradurez que ya casi no existe.
Decía que me conmovió porque todo el día estuve pensando en la corrupción, rumiando la idea, recordando que para analistas y politólogos no es tan importante, en las conversaciones finas quedás medio como un gil si decís que la corrupción es un problema importante. Del peronismo y la corrupción casi está prohibido hablar, pero lo hizo justo ayer, de casualidad pero con gran timing, Roy Hora en Le Monde Diplomatique. “Es difícil no concluir que el peronismo es la constelación política más propensa a aceptar, e incluso a promover, el enriquecimiento de dirigentes y funcionarios a costa del patrimonio común”, dice Roy, historiador progresista de modales amables, en la publicación financiada por Hugo Sigman. No me parece algo irrelevante.
En una época si hablabas de corrupción te decían “honestista”, cucarda de Martín Caparrós: denunciar corrupción es una performance, decían, sólo sirve para tapar problemas verdaderos. Para estos cancheros del “honestismo”, muchos de ellos progresistas, la corrupción no era un problema real, sino apenas una tapadera, una cortina de humo para, no sé, tolerar a Clarín o a Macri o a quien fuera. Este era el clima. Verbitsky lo decía más brutalmente: la corrupción es el “pretexto” para voltear gobiernos de izquierda y denunciar corrupción es hacer “antipolítica”, una acusación favorita del primer kirchnerismo que escondía su dorso: la política es corrupción y hay que bancársela.
En todos estos años, cuando los conversadores inteligentes decían que el problema principal de la Argentina era la “grieta”, es decir, la supuesta incapacidad de los políticos de acordar cuestiones centrales, ¿dónde dejaba eso a la corrupción? Cuando el Coloquio de IDEA de 2022 se titulaba a sí mismo “Ceder para crecer”, con el mensaje de que los políticos polarizados debían ceder y amigarse para arreglar el clima de negocios, ¿de qué forma creían que se debía ignorar la corrupción? Porque de alguna manera había que ignorarla. Si la división entre nuestros políticos era la causa de nuestro estancamiento, el énfasis en la corrupción debía ser entonces reducido. Por lo tanto, ni para los arquitectos políticos de la pos-grieta ni para los conversatorios de la élite la corrupción era un problema de primera magnitud. Menos que eso: era un estorbo, porque denunciarla alimentaba la grieta. Por eso las quejas por la polarización necesitaban sí o sí esconder la corrupción, ponerla en un segundo plano.
Todo esto sin estigmatizar, eh: fui uno de ellos, un reflexionador fuerte sobre la política que también sintió la presencia incómoda de la corrupción, la tentación de hacer como que no existe, a pesar de que no tuve nada que ver con ella, fui funcionario cuatro años y pago 900 lucas por mes de mi crédito UVA. Pero hoy sentí que había ignorado el tema demasiado tiempo, que hay una conexión (o una desconexión) muy profunda entre la honestidad de los servidores públicos y la credibilidad de la democracia. Voy a decir algo revolucionario: la corrupción está mal y es un problema grave. A ver si me invitan a algún panel.
La despedida de Lavagna
Un hito insuficientemente famoso de la historia política de este siglo es el discurso de Roberto Lavagna, todavía ministro de Economía, el 22 de noviembre de 2005 en la Cámara de la Construcción. Ante los empresarios del sector, denunció que en la obra pública del gobierno de Néstor había sobreprecios y “cartelización”. Las licitaciones de Vialidad, ejemplificó, según las crónicas de la época, “son investigadas por Defensa de la Competencia e incluso por el Banco Mundial”. Después se subió Néstor al estrado y tranquilizó a los empresarios de la obra pública. Menos de una semana después, Lavagna ya no era ministro.
Años más tarde, quizás arrepentidos, los empresarios explicarían que el circuito al que Kirchner los sometía era la única forma posible de trabajar. Que tenían empleados, algunos desde hace décadas: no podian dejarlos en la calle, había familias que alimentar. Era eso (aceptar la extorsión de De Vido, López, Jaime) o cerrar la empresa. Eso dirían después, ante sus familias, sus amigos o los jueces de la “causa cuadernos” que los interpelaban. Y quizás decían las verdad.
Pero aquel día del discurso de Lavagna tuvieron una oportunidad para juntarse, rebelarse, arriesgarse, negarse a participar de aquel circo de la corrupción que ayer, casi 20 años después, volvió a tener otro mojón. No lo hicieron. Lo podrían haber hecho por la democracia, por el sistema o por ellos mismos, porque al final ser socios de los Kirchner no les sirvió de casi nada: eran tan grandes las comisiones y tan lentos los pagos del Estado que sus empresas no crecieron, se quedaron una década en el mismo lugar donde estaban. Y encima de eso el desprestigio, las preguntas de los nietos, los paseos por tribunales. Noviembre de 2005: ese era el momento. Aprovechar el combo de denuncia y portazo de Lavagna y decir “mejor no”. Lavagna les había ofrecido hablarlo amorosamente: “No son temas menores. Cuanto más reflexionemos y más actuemos sobre ellos, mejor será”. Eligieron el dunga-dunga.
Con la condena a Martín Sabbatella de hace un par de semanas y la confirmación de la Cristina de ayer, ya son 17 los funcionarios o afines del peronismo 2003-2015 condenados por corrupción. Voy a decir sus nombres, como una lista de buena fe para las eliminatorias: Cristina Kirchner (ex presidenta, corrupción), Amado Boudou (ex vicepresidente, corrupción), Julio de Vido (ex ministro, corrupción), Guillermo Moreno (ex secretario, adulterar estadísticas), Ricardo Etchegaray (ex AFIP, corrupción), José Alperovich (ex gobernador, abuso sexual), Sergio Uribarri (ex gobernador, corrupción), Milagro Sala (dirigente, corrupción y otros), Felisa Miceli (ex ministra, corrupción), Lázaro Báez (amigo presidencial, corrupción), José López (ex secretario, corrupción), Ricardo Jaime (ídem), Juan Pablo Schiavi (ídem), Romina Picolotti (ex secretaria, corrupción), Néstor Pierotti (ex Vialidad, corrupción) y Juan Carlos Villafañe (ex Vialidad, corrupción).
No era la grieta, no era la clase política. Era el peronismo. Lo dice Roy Hora, no me tienen que creer a mí. Si el peronismo quiere volver a tener alguna chance en la clase media va a tener que decir en algún momento que ROBAR ESTÁ MAL, pero las reacciones de ayer fueron decepcionantes. ¿Todos los peronistas son chorros? Por supuesto que no. ¿Todos los chorros son peronistas? Tampoco. Pero muchos sí.
En un día tan nostálgicamente anti-K, qué felices éramos contra Cristina, no mencioné todavía al Gobierno actual, y eso que ocupa todos los rincones todo el tiempo. Algunos paladines anti-corrupción creen que Milei y Santiago Caputo tienen pactos secretos con el peronismo y que sus credenciales de honestidad son difusas. No lo sé. En algunos lugares, como la nueva ARCA, parecen haber puesto a los lobos a cuidar las gallinas. Y la designación de Ariel Lijo parece más una jugada para sostener un sistema que para combatirlo. En la retórica presidencial la corrupción aparece poco: degenerados son los que gastan, no los que afanan. Pero más allá de eso creo que no hay sospechas creíbles. Además (central), bajar la inflación es un enorme desincentivo a la corrupción. En nuestro país las curvas de inflación y corrupción han ido casi siempre de la mano. Un Estado más chico, que hace menos cosas, se quita trámites y aduanas, necesariamente se quita también oportunidades de corrupción. Veremos.
Me despido con Lanata, ridiculizado durante años, reivindicado hoy, le mando un saludo a la clínica donde tercamente se recupera de sus problemas de salud.
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