Desconfío de ciertos saberes. Aunque sean excelsos en otras materias, los que saben detalles de los servicios de inteligencia, por ejemplo, me generan un escozor de sospecha que no se va fácil. Lo mismo me pasa con los que hilan fino con la política: miro torcido a los que hablan con soltura de circunscripciones electorales y consideran que el día de cierres de lista es tan excitante como un mundial de fútbol.
Esto, obviamente, deriva del hecho de que no sé nada sobre esos temas. Sin embargo, no se trata de que sospeche de cualquiera que sepa algo que yo no sé. De hecho, no hay nada que me guste más que entrevistar a un experto en algo, casi de cualquier cosa, desde el tratamiento de las aguas residuales hasta la historia de la meteorología. Los misterios de las conspiraciones secretas y las ingenierías para ganar una elección no me interesan demasiado y en general no las entiendo. Si acertara en un pronóstico electoral, sería con la escuela del Pulpo Paul, puro azar y misterio. Basta con ver el listado de las conversaciones que mantengo públicamente para comprender que la política no es uno de mis desvelos.
Para el análisis político, sólo sé usar la brújula: tengo una idea de cómo quiero que sea el país y quienes son los que apuntan en la misma dirección. Son muchos y de ideas muy diferentes, pero todos tenemos la misma brújula. Cuando escucho discusiones entre halcones y palomas siento al mismo tiempo que todos tienen razón y que ambos bandos son increíblemente obtusos. Así que prefiero no participar. Me limito a chequear que todos apunten el barco hacia el mismo Norte y ya. Ese punto cardinal se define, para mí, con tres o cuatro cosas muy simples: integración al mundo, aceptación de la democracia y el capitalismo como ejes centrales de acción y que los poderes te rompan las pelotas lo mínimo indispensable.
En la dirección opuesta apunta la brújula del kirchnerismo. Su fracaso histórico ya es innegable, incluso para los prudentes de siempre. Gobernaron 14 de los últimos 18 años y todo está peor. Se desaprovechó una oportunidad histórica en términos económicos. Los desastres de la economía llevaron a catástrofes sociales, pero eso no es el único problema. El país está empobrecido, degradado, estancado, a la deriva en el mejor de los casos y yendo al peor de los puertos si nos descuidamos. No es que ese fracaso ostensible e innegable implique que no puedan eternizarse en el poder: la lucha por conservar sus privilegios es lo único en lo que son buenos. Lo que ya no pueden hacer es ilusionar genuinamente. Son matufia y fracaso.
No somos inmunes a esa degradación. Más bien por el contrario, obligados a hablar siempre de ellos, girando en torno a sus atropellos y bravuconadas, empobrecemos nuestra conversación y, en definitiva, la calidad de nuestras vidas. Con la misma ansiedad con que sucumbimos a las harinas, nos tiramos de cabeza a cualquier afirmación que refuerce nuestras convicciones previas sobre el kirchnerismo, sin pensar ni verificar. Así pasó en estos días un par de veces en las redes sociales con dos casos en los que sucedió “la noticia deseada”, como dice Miguel Wiñazki: la “noticia” que elegimos creer porque refuerza nuestro lugar privilegiado en la jerarquía moral del mundo.
Una fue la atribución al actor ultrakirchnerista Raul Rizzo de declaraciones delirantes respecto de que Robert De Niro venía a la Argentina a sacarle el trabajo a nuestros actores. El origen no era una fake news sino directamente un chiste paródico: era una foto del actor y el entrecomillado de esa apócrifa y desopilante declaración. Claro que Rizzo ha dicho disparates, pero no era demasiado difícil darse cuenta de que en este caso se trataba sólo de un chiste de un tuitero ocurrente. Con un par de clicks era evidente que el origen era uno solo y que no había fuentes adicionales que confirmaran esa afirmación. Par de clicks que varios periodistas profesionales no hicieron y convirtieron el chiste en hecho y el hecho en nota. Sucedió en canales de noticias y en las principales radios del país. La caída de calidad de la práctica periodística es un capítulo especial de esta misma novela.
Lo cual nos lleva al segundo episodio: el rant furioso de Alfredo Casero contra Luis Majul. Todo el mundo tiene el derecho de enojarse si no te gusta cómo te están entrevistando y hacerlo explícito en el mismo momento. Sin embargo, la diatriba pública que arrancó con el golpe sobre la mesa fue extraordinariamente imprecisa, mezclando irritaciones particulares con malestares generales. Como un test de Rorschach, los internautas lo interpretaron a piacere como una justísima expresión de hartazgo que confirmaba su posición a priori: contra el kirchnerismo, contra la cuarentena, contra el periodismo, contra el calor, el frío o la humedad. En donde el discurso alcanzó una cierta referencia concreta (los “Mandelas”) resultó que estaba basado en un fake, bastante evidente también.
No es que no se pueda hacer una crítica del periodismo. Se debe, y buena parte del contenido de mi cuenta de Twitter está dedicado a eso. Sin embargo, hay que tratar de hacerlo con precisión y no al voleo, buscando prácticas erradas sistemáticas y exponiéndolas de la manera más clara posible. Y eludiendo explicaciones genéricas, como la del “sobre”, que se aplica a casos muy puntuales y evidentes y que evitan una caracterización un poco más compleja y realista del mal estado del periodismo.
Enfrentar la decadencia que propone el kirchnerismo no implica solamente ser críticos de cada cosa que hacen o dicen sino resistirse a ser arrastrados a su nivel. Si en el entusiasmo por la noticia deseada uno se come un fake, no habría que escudarse en el “no será cierto, pero es verosímil”. Combatir al kirchnerismo es restituir las categorías de cierto/falso, contrastar las afirmaciones con el mundo real. Ignorar a la realidad es una práctica que ellos llevaron al paroxismo hasta hacerla política de Estado.
Volviendo a la brújula, en el camino está el Norte. No podemos llevar el barco en la dirección correcta si dejamos que los que apuntan en el polo opuesto marquen el tono de la conversación. Hablemos de cosas lindas, pero, cuando hablamos de las feas, seamos precisos y elegantes. Eso, al menos, dice mi brújula.
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