Ruta 2, ayer a la mañana. Pasamos por el arco de piedra a la altura del Parque Pereyra Iraola y le digo a mi mujer: antes, cuando pasabas por acá, ya sentías que estabas en la ruta, en el campo, fuera de la ciudad. Ahora, en cambio, la ciudad se estira, le gana terreno al desierto, parques industriales y barrios de chacras. Hasta el kilómetro 70, Haras del Sur, con su Haras College (inicial, primario, secundario), uno todavía siente que tiene dos ruedas en el AMBA. Y al rato nomás: Chascomús.
Escuchamos un podcast de Emily Oster, la economista mamá, sobre cómo criar niños. El nuestro, seis años, juega a Friday Night Funkin en el asiento de atrás. Lamentan Oster y sus invitados que los pibes ahora crecen con la supervisión permanente de sus padres. Antes les (nos) daban menos bola y eso enseñaba a tener más autonomía, superar frustraciones, manejar la ansiedad. Ahora, mamis y papis bilingües están obsesionados con la seguridad y la educación de sus hijos: tolerancia cero al riesgo. Citan el caso de una mujer que le permitió a su hijo de 9 años volver solo a casa en subte en Nueva York. Irina, mi talentosa mujer, me mira y me dice: “Ni se te ocurra”. Tenemos acercamientos diferentes sobre este tema: yo más free-range, ella más helicopter, según la jerga del podcast. Pero lo veo natural, no un conflicto: desde hace milenios mamá es la seguridad del hogar, papá la aventura del mundo.
Chint Electric. Viñas de Balbo, el vino de todos los días. Billiken, un mundo de sabor.
Uno se acostumbra, pero es poco habitual la cantidad de publicidad a los costados de la Ruta 2. De principio a fin, una cada treinta metros. Glow, tu aliado en casa. Olga peluqueros. No lo digo como algo malo: a veces es lo más interesante del paisaje, que ofrece poco. Atravesamos la provincia de Buenos Aires como si fuera un túnel, un pasadizo, una distancia a cubrir. Acelerando por la planicie, los árboles viejos pero importados, las lagunas falsas, atravesadas por junco y alambrado: no sé sabe dónde termina la laguna y dónde empieza la inundación. Cuenta DNI, Vino Chacabuco, “donde todo empezó”. Llegando a Dolores, un hito nuevo: el mega local de Mostaza empotrado entre las dos manos de la ruta, tan simbólico como en los ‘90 el de McDonald’s en las afueras de Chascomús, cada uno marcando su época.
En Dolores, la salida hacia la Ruta 63 se llama “Distribuidor de Tránsito Soldado De Malvinas Argentinas José Luis Rodríguez”, que incumple mis tres reglas de oro sobre nominaciones públicas: 1) no ponerles nombres a cosas que no necesitan ser nombradas, 2) no ponerles nombres largos, 3) no ponerles nombres de personas. Un saludo igual al soldado Rodríguez, que murió en Monte Longdon.
Canto: voy a seguir hasta encontrar una parrilla en Dolores. Pero ya comimos brutos sánguches en el ACA de Chascomús, abajo del puente, nuestra parada favorita. Hombres con pañuelos en las manos nos intentan seducir, pero no lo logran. Hay algo de esas parrillas que no rescata ni Calamaro.
Mientras mi familia duerme, pienso en algunas frases que me llamaron la atención en estos días. Una de Werner Herzog, el mejor acento extranjero en inglés del mundo: “La academia es la muerte del cine, es lo opuesto a la pasión”, dice. “El cine no es un arte de eruditos sino de analfabetos”. Me hace acordar a una parte de la conversación que tuvimos con Karina Galperin en Seúl Radio la semana pasada: la teoría literaria como lugar a donde va a morir el amor por la literatura. ¿De qué va a vivir la literatura? No debería vivir de la caridad de millonarios o de subsidios de funcionarios. Es lo que dice el autor misterioso de La Aventura Interior, nuestro newsletter de ayer, sin ofrecer respuesta, quizás porque no la hay.
Avanzamos hacia la Esquina de Crotto por el municipio de Tordillo: 2.000 habitantes. Es impresionante lo vacía que está esta parte de la provincia. La bahía de Samborombón: un misterio. Está en los mapas, pero nunca nadie la vio. Buenos Aires se queja de que está lejos del exterior, pero también está lejos del interior. Todo le queda lejos. Aislado por el delta, el río, los campos, los pantanos, el AMBA no convive con nadie. Quizás de ahí viene nuestro ombliguismo: no tenemos otros ombligos para mirar.
El tramo de la Ruta 56, el último en convertirse en autopista, se atraviesa sin pensar. Paradas de colectivo vacías, sin poblados cerca, esperando a nadie. Las de la mano al sur tienen pintadas en negro: “Cristina es pueblo”, “¡Fuera Milei”. Las de la mano al norte, en rojo: “Pincha campeón”, “7-0”, que sólo entenderán los hinchas de Estudiantes (y los de Gimnasia). Igual hay una parte en obra, ruta sin terminar, que nos obliga largos minutos a andar a menos de 60. Me acuerdo de una frase de Federico Peralta Ramos que es una de mis definiciones favoritas de la argentinidad: “Una forma de argentinizar una idea es no concretarla”. Ese es el país que siempre creímos tener, la eterna sensación de que nos faltan cinco para el peso.
En la rotonda de Madariaga, prendemos la radio. “¿Holgadamente?”, pregunta Cristina Pérez. Su corresponsal en el Congreso le acaba de decir que el Gobierno va a sostener cómodo el veto a la ley de financiamiento universitario, que se vota dentro de media hora. Vuelven los carteles, que en los tramos provinciales habían desaparecido. Al acercarnos a Pinamar, sube el nivel de los anunciantes: Coca-Cola, Remax, Amarok.
Qué lindo es viajar por la ruta sin tráfico. Podría haber seguido derecho, casi hasta el infinito, Necochea, Punta Alta y más allá, al indio y el desierto. Cuando entramos a Cariló, otro paisaje bonaerense creado por el hombre, real y falso, autóctono e importado, como toda la Argentina (es un piropo), se alborota la radio otra vez. El gobierno, como pronosticó el cronista de Rivadavia, ha sostenido su veto. Mi hijo se despierta y saluda. Sus amigos lo esperan con una sonrisa.
Hasta el jueves que viene.
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