Es conocido que Alfred Nobel se arrepintió de haber inventado la dinamita y por eso donó su fortuna a establecer los premios que llevan su nombre. Menos conocido es que Nobel se dio cuenta de su mala reputación cuando leyó unos obituarios sobre su propia muerte que la prensa europea publicó por error. “Mercader de la muerte”, le decían. “El rey de la dinamita construyó su vasta fortuna gracias a encontrar nuevas formas de matar y mutilar”.
En realidad el que se ha muerto es su hermano mayor, Ludvig, pionero de la industria del petróleo, que en 1873 va a las colinas cerca de Bakú, en los confines del imperio ruso, toca esas rocas impregnadas de brea y se contagia para siempre la fiebre del oro negro. En ese far west que es la búsqueda de petróleo en el siglo XIX se hace rico, más que su hermano, y en una de sus pocas vacaciones, dispuesto a disfrutar en su madurez lo que tanto le ha costado, muere de un infarto en la Riviera francesa.
Ludvig Nobel tiene una vida muy del capitalismo de su época, aventurera, sin reglas ni regulaciones, de enormes apuestas y no poca violencia, con grandes fortunas ganadas y perdidas a veces de un día para el otro. Heredero con sus hermanos de una quebrada fábrica de armamento en Rusia, a donde había emigrado su padre sueco, consigue un contrato del ejército ruso para fabricar fusiles y manda al Cáucaso a Robert, el benjamín de la familia, a buscar la madera que le falta. En Bakú, Robert ve cómo los nativos sacan petróleo trabajosamente (cavando en el piso, metiéndolo en baldes) y también le pica el bichito. Con la plata que le dieron para los nogales compra una refinería de kerosene y llama a su hermano: vení ya. Una década después, Ludvig se convierte en “el rey del petróleo de Bakú”.
Lo que más me impresiona de la historia de este Nobel olvidado no es su fortuna o su éxito sino algo más específico: la construcción de un tren y un oleoducto desde Bakú, sobre el encerrado Mar Caspio, a Batumi (hoy Georgia), sobre el conectado Mar Negro. En este momento de la historia el único otro lugar del mundo donde se produce petróleo comercialmente es en las sierras de Pensilvania, en Estados Unidos, cuyas empresas, sobre todo Standard Oil, fundada por el austero, taciturno e implacable John D. Rockefeller, controlan casi todo el (todavía pequeño) mercado mundial.
El uso principal del petróleo es para hacer kerosene e iluminar las noches de las ciudades, desde las mansiones a las pocilgas, porque brilla mejor y es más barato y seguro que los aceites (como el de ballena). Un tiempo después los petroleros van a creer que su industria se habrá terminado por culpa de Edison y su bombita incandescente, pero justo aparecerán los autos, que empezarán a usar la gasolina (originalmente, un desecho del kerosene) y a transformarlos en la gran industria del siglo XX, íntimamente asociada con las guerras mundiales (vital para los triunfos aliados), las revoluciones (Stalin debutó como revolucionario en Bakú), los nacionalismos y la geopolítica. Aunque su trono empresario global parece haber sido birlado por Silicon Valley y la “transición energética” los tiene acorralados, uno puede seguir diciendo, como hace 100 años, que tener petróleo es tener poder.
En aquel mundo aparece Ludvig Nobel, que enseguida se da cuenta de que para sacar su petróleo de la negra Bakú necesita llevarlo mil kilómetros hacia el oeste a través de desiertos, ríos y montañas. Los barriles tradicionales (por eso seguimos midiendo en “barriles de petróleo”) pierden y son caros de mover, por la dificultad del terreno. En Estados Unidos se envía a los puertos por tren, en vagones-tanques, y entonces Nobel se manda a hacer, en el medio de la nada, su tren de las nubes. Lo primero que necesita es plata y la consigue tras contagiarle la fiebre petrolera a Alphonse, uno de los Rothschild franceses. La construcción es durísima, se pasa varias veces de presupuesto, obliga a los obreros a pasar frío y calor, pero finalmente, en 1883, llegan al puerto de Batumi, desde donde Nobel y Rotschild, a veces socios, a veces competidores, empiezan a enviar petróleo a medio mundo, desde Europa a India y China, via el recién inaugurado Canal de Suez. Para 1890 Rusia ya produce casi tanto kerosene como Estados Unidos, lo que ayuda a frenar el avance planetario de Rockefeller.
Apenas terminado el tren Bakú-Batumi, Nobel se da cuenta de que no es suficiente, que la producción crece demasiado rápido. Necesita algo que no existe: un oleoducto. Consigue el hierro, consigue la ingeniería, consigue la plata y lo pone en marcha, pero no llega a verlo terminado. Sí llega a ver otra de sus invenciones, el buque petrolero, aunque el verdadero fundador del transporte de petróleo es Marcus Samuel, un gordito judío de Londres que hace su primera fortuna como intermediario y para 1902 ya controla el 90% de todo el petróleo que pasa por el Canal de Suez. Samuel es hijo de un comerciante de caracoles decorativos de mar: en homenaje a su padre, llama a su empresa “Shell”.
Cuando toda esta estructura está finalmente en pie –los pozos en Bakú, la refinería en Batumi, los barcos de Shell hacia Rotterdam y Asia, los vendedores de kerosene en Macao, Shanghai y Bombay–, Ludvig Nobel sufre el infarto inesperado. Muere cuando todavía el petróleo es una aventura, un negocio de locos y personajes, mirado de lejos por repúblicas e imperios. Con los años y las guerras, esto ya no va a ser así.
En Estados Unidos, las conductas monopólicas y extorsivas de Rockefeller salen a la luz y transforman a Standard Oil en el gran villano de su época. La denuncia el Gobierno y la Corte Suprema la obliga a dividirse en sus filiales estatales: una en Nueva Jersey (que luego se llamará Exxon), otra en Nueva York (Mobil) y otra de Indiana (Amoco), que con las décadas colaborarán, luego competirán y luego volverán a fusionarse. La vieja generación de pioneros es reemplazada por una serie de ejecutivos con más o menos personalidad y sus empresas, al principio opacas y atadas con alambre, se convierten en grandes conglomerados seguidos de cerca por el fisco y la opinión pública.
Standard Oil recupera algo de popularidad con la Primera Guerra Mundial, porque produce el 25% de todo el combustible que consumen los barcos, los trenes y los tanques de los aliados. En una reunión posterior al armisticio de 1918, uno de los principales políticos británicos de la época, Lord Curzon, dice: “La causa aliada navegó hacia la victoria sobre una ola de petróleo”. Otro invitado, el senador francés Bérenger, agrega: “El petróleo, la sangre de la tierra, fue también la sangre de la victoria. Los alemanes fanfarroneaban sobre su superioridad en hierro y carbón, pero no contaban con nuestra superioridad en petróleo”.
La principal ventaja del combustible en la guerra es mover más rápido a las tropas. Esto se ve claro casi desde el primer día. En la ofensiva alemana sobre París, en septiembre de 1914, la ciudad queda semi-desierta; los invasores, a apenas 50 kilómetros, parecen imparables. Reina el pesimismo, pero el viejo general Gallieni, maestro de la improvisación, monta una contraofensiva urgente y recluta a más de 600 taxis para llevar soldados hasta el lugar de la emboscada. Trenes no hay, caminando no llegarían a tiempo. “¿Cómo vamos a cobrar?”, preguntan los taxistas, que son patriotas pero no zonzos. “Lo que marque el reloj”, les responden.
Cinco soldados en cada Renault, entonces, en la noche francesa, con el taxímetro prendido, atravesando bosques y campos, yendo a parar a los alemanes. Los refuerzos funcionan y después de dos días de batalla el enemigo retrocede. Hambrientos y cansados después de ir y venir, los taxistas se reúnen en Les Invalides a esperar que les paguen (les pagan). No lo saben, pero de alguna manera son la primera división motorizada de la historia. Y la gasolina, quizás traída de Rusia, de los pozos del otro Nobel o transportada por Samuel, su combustible. La sangre de la victoria.
Hasta el jueves que viene.
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