Partes del aire

#72 | La cara que merecemos

En las sociedades modernas vivimos enmascarados, jugando roles que a veces nos tocan y a veces nos inventamos, escondiendo una parte y revelando otra de lo que somos.

El otro día fui al entierro de mi amigo Tucho, que sufrió un ACV hace un año y medio y no se pudo recuperar. Estuvimos juntos 12 años en el mismo colegio de varones en San Isidro y seguimos siendo parte del mismo grupo de amigos después. Como éramos los únicos que vivíamos en el “centro”, como se le dice en San Isidro a todo lo que está al sur de la General Paz, nos veíamos bastante. La última vez que almorzamos fue unas semanas antes del accidente.

No vengo a escribir sobre mi amigo, porque me parece una cuestión privada, por respeto a Vicky y al resto de su familia, sino sobre algo menor, mucho menos importante, casi una frivolidad, que me llamó el domingo en el Jardín de Paz. Entre los cientos de personas que se habían acercado a despedir a Tucho había muchas cuyas caras reconocí, a pesar de que no las veía hace 30 años. Hermanos, primas, amigos de hermanos, gente con la que me cruzaba en las fiestas y los clubes de San Isidro a fines de los ‘80 y principios de los ‘90. Estaban cambiados, por supuesto, muchos de ellos y ellas orillando los 50, ahora con sus propias familias, pero me sorprendió ver que detrás de sus arrugas, sus canas y sus peladas podía imaginar perfectamente a los adolescentes que habían sido. Cuando los conocí tenían la cara que les había tocado. Ahora, a los 50, tenían, como tenemos todos, la cara que se merecían.

Esta frase, genial y famosa, no es mía sino de George Orwell, que la escribió en una de las últimas entradas de su diario, cuando ya era un escritor famoso gracias a 1984 y Rebelión en la granja: “A los 50, todos tenemos la cara que nos merecemos”, anotó, poco antes de morir, en 1949. Más tarde la frase la adaptó, la robó o la reinventó Coco Chanel, que dijo: “La naturaleza te da la cara que tenés a los 20, la vida moldea la cara que tenés a los 30”. Y acá su remate orwelliano: “Pero a los 50 tenés la cara que te merecés”. Dicha por Chanel, ícono y pionera del diseño de modas, adquirió la interpretación más popular que tuvo después: a los 50 la vida ya te deja marcas visibles. Si te cuidás vas a tener marcas mejores; si no te cuidás, peores.

Esta interpretación me hincha un poco las bolas porque remite a la ética ascética de estos años: si hiciste ejercicio, dormiste bien y comiste verduras, tenés esta cara. Si chupaste, fumaste y pasaste los veranos al sol, tenés esta otra. Contá tus 10.000 pasos, dejá las harinas, tomá dos litros diarios de agua, dormí ocho horas: hacelo por tu cara del futuro. Ojo con la sal y con el azúcar, con quedarte quieto y con moverte mucho, largá los postres y la birra. La cara de los 50 no como el testimonio de una vida sino como un juicio de valor, una medalla: has vivido como un monje, tomando limonada mientras otros tomaban whisky, madrugando para correr mientras otros volvían tras una noche de farra. ¡Pero qué linda cara!

Es una interpretación posible, no mi favorita, porque “merecer” es una idea endemoniada y porque ni Orwell ni Chanel vieron venir la popularidad del botox y otras técnicas que permiten a cincuentones y cincuentonas tener caras que técnicamente se “merecen” (pagaron por ellas) pero no en el sentido de las infinitas publicidades de Instagram que me recuerdan todo el día que no me ejercito ni cocino ni duermo ni me concentro lo suficiente.

Me gusta más la interpretación que hizo David Runciman, uno de mis ensayistas favoritos, que prefiere leer la frase de Orwell en términos de máscaras. En las sociedades modernas vivimos enmascarados, jugando roles que a veces nos tocan y a veces nos inventamos, escondiendo una parte y revelando otra de lo que somos. A los 20 creemos que la máscara es temporaria, una concesión que le hacemos a la sociedad para que nos permita integrarnos: para conseguir trabajo, para conseguir pareja, para ser aceptados. A los 50, sugiere Orwell, tenemos la cara que nos merecemos no porque nos merecemos nuestra apariencia física: nos merecemos nuestra máscara. Después de haber vivido tanto tiempo con ella ya no podemos decir que es sólo una fachada. Podemos mantener la fantasía de que en algún momento se revelará nuestra verdadero ser, pero Orwell dice que no, que ya no hay diferencia entre tu máscara y vos. Son la misma cosa.

Uno puede leer esto en clave deprimente: qué triste creer que los demás ven de nosotros sólo un disfraz, un maquillaje, un ventrílocuo. Pero no tiene por qué serlo. Fusionarte con tu máscara también significa que has aprendido a negociar la vida en sociedad, el contacto con los otros, el matrimonio y el trabajo. Es la máscara, cada vez más imperceptible, invisible ya a los 50, la que te mantiene a flote como miembro útil de la sociedad. ¿Es una hipocresía? Quizás, un poco. Pero puede serlo en un nivel tolerable.

En la vida, como en la política, hace falta un poco de máscara, de hipocresía. Queremos que nuestros políticos sean sinceros, pero los castigamos cuando lo son. Los acusamos de decir lo que no piensan, o de no decir lo que piensan, pero les armamos un escándalo si dicen lo que se aparta de la máscara.

Por eso me pregunto si esta idea sobre merecer caras o merecer máscaras a cierta edad puede aplicarse no sólo a personas sino también a países. Argentina es un país joven, que se rebela contra su máscara, porque todavía cree que tiene una cara. Como somos jóvenes, creemos que estamos a tiempo de cambiar, revelar al mundo nuestro verdadero ser, convertirnos en nosotros mismos. Siempre creemos que estamos a punto de renacer, pero las décadas pasan y seguimos igual. ¿Al final no seremos solo esto? ¿No nos habremos convertido en nuestra máscara? Si es así, ya no somos un país tan joven.

En el entierro, veía a esos cincuentones y cincuentonas como cuando eran adolescentes, quizás como hacía muchos años, acostumbrados a sus máscaras, no se veían a sí mismos. Su juventud, olvidada por ellos, sobrevivía en mi mirada. Me parecía más real mi memoria que lo que tenía enfrente.

Buen viaje, Tuchito. Gracias por tantos años.

Hasta el jueves que viene.

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Hernán Iglesias Illa

Editor general de Seúl. Autor de Golden Boys (2007) y American Sarmiento (2013), entre otros libros.

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