Partes del aire

#7 | Una siesta en Nono

En la orilla del Río Chico, los argentinos parecen felices. La ansiedad va por adentro.

Hola! Espero que estés bien.

Pasé Semana Santa en Traslasierra, que no conocía, y quedé maravillado, como todo el mundo, con la belleza y la energía del lugar. Hicimos base en Merlo, donde nos hospedaron nuestros amigos Andrés y Luciana, y cada día salíamos a subir y bajar por la ruta 14 de Córdoba, que tiene de un lado a las sierras y, del otro, el monte y la sabana. Va a parecer que exagero, pero hay algo europeo en el camino de Merlo a Mina Clavero, al menos en este sentido: es una ruta con ondulaciones leves y curvas amables y, lo más importante, uno entra y sale de pueblos cada cinco o diez kilómetros, como en países mucho más densos que el nuestro. Para un porteño acostumbrado a manejar horas hasta encontrar una montañita, casi sin cruzar a un humano, me pareció algo…

Pará, pará, pará. ¿En serio, Hernanii, vas a escribir de tu fin de semana largo y tus observaciones moderadamente interesantes mientras el país político se enloquece, Cristina tira de la alfombra constitucional, Alberto lanza un plan inflacionario contra la inflación y otra vez balbucea falsedades sobre Venezuela?

Eh, sí. O al menos ésa era mi intención inicial, mientras tomaba notas mentales y zigzagueaba por las sierras con mi familia, escuchando en loop la banda de sonido de Encanto –nuestra favorita: la de Luisa, “En lo profundo/Peso”– y parando de vez en cuando a comer chivo asado o curiosear en las ferias artesanales. Sentía que tenía cosas interesantes para decir sobre este principio del final de la Argentina, escondido detrás de las sierras, refugio de hippies y desencantados, último oasis antes del desierto.

¿Se puede escribir de otra cosa ante semejante desnuda pirueta antidemocrática, tanta amenaza, patoteo, flirteo con el abismo?

A aquella intención inicial contribuyó que durante casi todo el fin de semana estuve sin Internet: la casa que nos prestaron no tenía wifi y la señal de 4G, que funciona bien cuando no hay turistas, ahoga las redes de Movistar y Personal cuando sí los hay, es decir, cuando son más necesarias. Por lo tanto no pude seguir las noticias penosas de aquellos días: el récord de inflación en 20 años, el falta envido de Cristina a la Corte (¡golpe de Estado!), la “renta inesperada”. Como en otras épocas, íbamos con los teléfonos al cielo, en busca de las barritas mágicas. Tan lejos, literalmente y espiritualmente, creí que mi fin de semana familiar en Traslasierra podía ser suficiente para esta cartita.

Ahora, en cambio, pienso: ¿se puede escribir de otra cosa ante semejante desnuda pirueta antidemocrática, tanta amenaza, patoteo, flirteo con el abismo?

Mal, pero acostumbrados

Una diagonal que puedo intentar es la siguiente. El Viernes Santo a la tarde paseamos por la orilla del Río Chico, en Nono. Parejas dormitaban en sus sillitas, de cara al sol, agarradas de la mano. Grupitos compartían mates, hacían chistes, se reían. Familias jóvenes jugaban con sus hijitos. Una escena idílica, de un país quizás con problemas pero unido y en paz. Sin embargo, cuando los miraba no podía evitar recordar que el 80% de esos argentinos, si les preguntan, dirán que el país está a la deriva, que su último año fue malísimo y que el próximo año será peor. Sin pensar están bien. Pensando, están como el culo. ¿Pueden convivir esas dos emociones, la armonía de corto plazo y la angustia de largo plazo?

Claro que pueden. Así hemos estado viviendo los argentinos desde siempre. Sobre todo en los momentos de alta inflación, es decir, casi todos los momentos del último medio siglo. Estamos acostumbrados a vivir así, separando un poco de vida privada mientras cabalgamos sobre la inflación: sabemos cómo hacerlo. Cuando en otros países se creen al borde del abismo porque su inflación se asoma a los dos dígitos anuales, nosotros, con una anualizada de más de 80%, vamos al río con la patrona y nos dormimos una siestita al sol con los pies en la arena. No parece mucho, dirá alguno. Dado el quilombo actual, contestaré yo, no es poco.

Otra opción es que el gordito en cueros que dormía al lado de su señora sólo pareciera tranquilo y que por dentro, en la duermevela de la siesta, estuviera haciendo cálculos en su cabeza sobre a quién le debía guita, cuándo iba a cobrar lo suyo y si podía patear un mes más las expensas. Es una posibilidad: la imagen de tranquilidad amenazada desde adentro por los pinchazos de la ansiedad. A veces siento que muchos argentinos creen que el país de su infancia era seguro y estable cuando en realidad el mérito era de sus padres, que lograban esconderles su propia inseguridad e incertidumbre. Y ahora esos mismos argentinos, ya adultos, se sienten inseguros e inestables. Pero lo que cambió no fue el país –que nunca cambia– sino ellos mismos, que crecieron y ahora se esfuerzan por no transpirar esa ansiedad a sus hijos, que dentro de 30 años quizás dirán, a su vez: “La Argentina en la que crecí era segura y estable”. Mi propio hijo, que pronto cumplirá cuatro años, debe creer que mi vida es segura y estable. Haré todo lo posible para que lo siga creyendo.

Pasan los párrafos y sigo sin escribir sobre las pavadas de Alberto y las maldades desesperadas de Cristina. Siento que debo hacerlo, pero aprovecho cualquier excusa, hasta una siesta en Nono, para irme por las ramas. ¿Por qué?

Hernanii

En Luyaba, cerca de San Javier, visitamos a unos amigos de unos amigos que se pusieron a hacer aceite de oliva y lo venden lo mejor que pueden entre conocidos y restaurantes. En Traslasierra hay una gran cultura emprendedora, derivada quizás del espíritu autogestivo más hippie, sobre todo entre los trasplantados de las grandes ciudades: todo el mundo parece estar haciendo algo por su cuenta. Los amigos de nuestros amigos se compraron una máquina italiana, que menciono sólo porque quería mostrar la foto de acá encima. Arriba se ponen las aceitunas y por las mangueras a los costados sale, de un lado, una pasta que se tira, y, del otro, el aceite mismo, que se estaciona un mes o el tiempo que sea. Eso es todo.

La noche anterior al viaje pregunté en Twitter qué ruta tomar para ir a Merlo desde Buenos Aires, porque Waze no me daba opciones claras. Recibí decenas de respuestas, que se dividían en tres opciones: hacer todo por Ruta 8, salir primero por la RN7 y después empalmar con la 8 y, porque yo había dicho que los kilómetros de autovía eran un factor importante, ir hasta Villa María por la 9 y de ahí a Rio Cuarto. Todas las respuestas tenían ganas de ayudar: es hermoso Twitter para estas cosas. Al final seguí el consejo de la mayoría (todo Ruta 8), admiré los 200 kilómetros de autovía hasta Pergamino (una obra impresionante, de un país mejor del que creemos que tenemos) y aproveché el paro de transportistas, que liberó las rutas pero nos tuvo parados varios minutos en Wheelwright, primero, y en Hughes, después. En la Ruta 8 hay un momento en el que si uno se distrae un poco y se deja contagiar por la calidad de la infraestructura y el brillo de las plantas de agribusiness que pasan a los costados, puede confundirse y pensar que está en un país más pujante. Otro país.

Gracias por leer. Hasta dentro de dos jueves.

 

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Hernán Iglesias Illa

Editor general de Seúl. Autor de Golden Boys (2007) y American Sarmiento (2013), entre otros libros.

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