Murió a los 90 años Robert Morse, el genial comediante norteamericano que tuvo una segunda era de éxito cuando interpretó a Bert Cooper, el socio más importante de la agencia de publicidad representada en la serie Mad Men. Bert atendía descalzo en su oficina repleta de arte oriental y ordenaba las tropelías de socios y empleados con una mezcla de pragmatismo capitalista y distanciamiento budista. Fue inevitable recordar su muerte en la ficción y desear que la del actor haya tenido la misma gracia y serena aceptación.
La noticia tuvo el efecto secundario de desatar en los nostálgicos una galería de imágenes de la serie misma: desde las andanzas alcoholizadas de Don Draper hasta Betty sosteniendo un rifle apuntando al cielo con un pucho colgando de la boca. Para mí, pensar en Mad Men es ser abducido por el recuerdo del octavo capítulo de la quinta temporada, el que termina con una canción de los Beatles, probablemente uno de los puntos más altos de la historia de la televisión. Para mí.
En ese capítulo –titulado “Lady Lazarus”– Don Draper se enfrenta a uno de sus recurrentes abismos (simbolizado por un ascensor que falla y abre la puerta al vacío): su refinada y afrancesada segunda esposa Megan no comparte sus sueños de publicista exitoso y quiere retomar su carrera de actriz, renunciando a la agencia. Quiere, de alguna manera, recuperar su vida verdadera, lo que explicaría el título del capítulo. Para colmo, un aviso encargado a la compañía que lidera Don demanda que sea musicalizado con algo que suene como los Beatles, que en ese 1966 de la acción del capítulo de la serie están en auge.
Draper no termina de entender de qué le están hablando y le pregunta a su esposa con ingenuidad: “¿En qué momento la música pasó a ser tan importante?”.
Draper no termina de entender de qué le están hablando y le pregunta a su esposa con ingenuidad: “¿En qué momento la música pasó a ser tan importante?”. En la última escena, Don llega a su casa cuando Megan está por ir a una audición. Ella le muestra que le compró el último álbum Beatle: Revolver. Le dice: “empezá por esta canción”, le señala en la contratapa del álbum, le da un piquito y se va, rumbo a una vida lejos de la sombra de su abrumador marido.
Don pone la púa del tocadiscos sobre el final del lado dos y para su desconcierto malhumorado suena “Tomorrow Never Knows”, el primer experimento sonoro revolucionario de los Beatles, que abriría surcos totalmente inexplorados hasta el momento. Antes de que termine la canción, Draper levanta torpemente la púa del disco y se tira sobre un sillón, solo y desconcertado en la inmensidad de su departamento.
Apagá la mente
Efectivamente, “Tomorrow Never Knows” cierra Revolver, un disco fundamental en la historia de la música pop. Fue la primera canción que grabaron para ese disco y representó un esfuerzo conjunto extraordinario, no sólo de los cuatro músicos sino también del productor y el ingeniero de sonido. La composición es básicamente de John y su letra está basada en su reciente experiencia con ácido lisérgico y con la lectura del libro de Timothy Leary The Psychedelic Experience: A Manual Based on the Tibetan Book of the Dead.
“Turn off your mind, relax and float downstream. It is not dying”, comienza cantando Lennon. “Apagá la mente, relajate y dejate llevar por la corriente. No es como morir”. Empezaba la hora de expandir los límites que impone la conciencia.
La base rítmica a cargo de Ringo es repetitiva y central: suena fuerte, como un tambor ancestral que golpea directamente en el corazón. Lo que rodea esa inquietante monotonía es una serie de sonidos desconocidos, que no responden a ningún instrumento convencional. Se escucha algo parecido a una bandada de gaviotas que surca el espacio sonoro (era un sonido que a mis nueve años yo asociaba no al canto de las aves sino al grito de los indios cuando atacaban en las series del Oeste que veía en televisión). Hay cosas que suenan como instrumentos electrónicos pero aún más distorsionados. La voz de John se escucha lejana, como viniendo de otra dimensión.
Es una canción que no responde a ningún patrón previamente conocido: no hay estribillo ni puente ni melodía pegajosa. El pop alcanza sus propios límites y derriba una pared. Es pop pero no es pop. Se puede cantar bajo la ducha pero uno se siente más como un chamán que como una estrella de rock.
Hay cosas que suenan como instrumentos electrónicos pero aún más distorsionados. La voz de John se escucha lejana, como viniendo de otra dimensión.
“Lay down all thoughts, surrender to the void”, dice John en la segunda estrofa. “Suspendé todos los pensamientos, entregate al vacío”. Parece que le habla a Don Draper, parado frente a una puerta de ascensor abierta pero que sólo ofrece el abismo. Es una invitación extraña pero atractiva.
“The Void”, es decir, “El vacío”, es el título tentativo de la canción. Finalmente la nombran con una de esas frases de Ringo mal construidas, como “A Hard Day’s Night”, tan difíciles de traducir porque responden a una estructura diferente a la convencional. De esa manera, hasta el título es algo deforme: “Mañana nunca sabe”.
Es difícil mensurar la revolución sonora que implicó esta canción. Se trataba de cuatro muchachos muy jóvenes que habían irrumpido globalmente tan solo tres años atrás con canciones simples que decían: “She loves you, yeah, yeah, yeah”. ¿Qué los llevó a intentar algo que rompía todos los cánones? Paul, quien escuchaba a Stockhausen y su “música concreta”, fue el que propuso reformular todos los sonidos convencionales, hacerlos extraños y volver a colocarlos en función de esta canción. George Martín, el productor/padre que los venía cobijando, dio un salto cualitativo en su tarea y lejos de limitarse a mejorar un sonido nuevo pero dentro de las convenciones, estimuló el impulso vanguardista y puso a trabajar al ingeniero de sonido.
No había computadoras, todas las distorsiones debían hacerse analógicamente, con elementos materiales. Los loops, que hoy son un click en un programa, se realizaron pegando trozos de cinta con el material repetido. Las cintas se pasaron a una velocidad más lenta para crear un sonido más ominoso y eventualmente se pasaban de adelante hacia atrás. Las “gaviotas” eran un loop de la grabación de una risa estentórea de McCartney distorsionada hasta hacerla irreconocible. Lennon quería sonar como diez mil monjes lamas hablando desde la montaña: para ello usaron un amplificador que no estaba destinado a voces y duplicaron su voz con un desfase de milisegundos. Suenan flautas, cítaras y mellotrones pero ninguno de los instrumentos es identificable en una primera escucha.
Por primera vez, los Beatles graban una canción que no podrá ser interpretada en vivo: la producción empieza a jugar un papel que hace imposible su réplica en un escenario. No es que les importe, deciden en esa época no volver a tocar en estadios, hartos del griterío que les impide escucharse a ellos mismos. No volverán a hacerlo hasta satisfacer el deseo en la terraza de los estudios Abbey Road, en el memorable set de Get Back. Con el experimento de Revolver están abriendo las puertas al álbum del siguiente año, Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, cumbre del pop experimental.
Acolchados en el confort de la rutina y protegidos por la seguridad que nos da lo conocido, vivimos todos como Don Draper en 1966, incapaces de entender lo radicalmente nuevo y desafiante. ¿A qué le estaremos dando la espalda hoy, desdeñosamente, que será motivo de admiración y reconocimiento mañana? Draper encontrará su iluminación, luego de varias crisis y expiaciones, hacia el final de la serie, un evento de meditación que quizás lo reconcilia con la canción incomprendida y le daba a la vez la posibilidad de seguir creando avisos masivos y exitosos. Quizás nosotros, desvalidos pasajeros de un mundo demasiado cambiante, si mantenemos nuestras antenas alertas podremos alcanzar mañana una iluminación similar. Claro que, como nos dijeran hace ya muchos años, mañana nunca sabe.
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