Arranco disculpándome por la ausencia de este newsletter la semana pasada, pero estuve de vacaciones, sin computadora y con las antenas apagadas. Con la cabeza en otra parte es difícil estar atento, aunque cuando uno se gana la vida haciendo esto siempre está escribiendo. Durante una visita a un refugio de animales en Iguazú la guía se refiere al grupo como “familias” y uno en su cabeza lo transforma en un párrafo. Nancy, la guía, nos mostraba a dos pumas hermanas mientras dormían la siesta y nos decía: “No las podemos devolver a su hábitat, familias, porque crecieron sin sus madres, que son las que les enseñan a cazar”. Y aclaraba: “Si las soltamos, familias, se mueren de hambre, no sabrían cómo sobrevivir”. Mientras Nancy hablaba yo escribía mentalmente: “Qué rápido pasé de ser un mochilero soltero o un turista marido a alguien que antes que nada es identificado como parte de una familia”.
Venezuela, entonces, al tema de la semana, que nos tiene en una montaña rusa emocional desde el domingo. En estos días pasamos por todos los estados de ánimo, desde la (ahora ingenua) esperanza de que las cosas finalmente pudieran cambiar millones de venezolanos hartos y desesperados, hasta la bronca contra los argumentos y las bravatas de Maduro, convertido en una parodia de sí mismo, y la creciente irritación por el fraude a cielo abierto, visto por todos, pero que todavía no genera cambios, aunque mantengo esperanza (quizás ingenua) de que las cosas ya no volverán a ser como antes. Me resulta difícil pensar en que Maduro y su runfla vuelvan a controlar el país como lo hacían hasta hace una semana: algo se despertó, entre los venezolanos pero también en los que lo miramos de afuera. El desgaste ya es ridículo, la trampa más transparente que nunca.
Lo que más cambió es María Corina Machado, corazón y cerebro de esta monumental hazaña que la oposición venezolana está a punto de concretar. Opositora desde siempre, halcona, dura, acusada durante años por el régimen y por opositores de ser demasiado dura, demasiado halcona, demasiado neoliberal, encontró una estrategia pero sobre todo encontró una conexión. Machado había sido siempre una política de centro-derecha con llegada a las clases urbanas, pituca, bien vestida, preocupada por las instituciones, la corrupción y el desmanejo económico. Sus ideas eran correctas, pero su alcance era limitado. Se la pasaba diciendo “¡qué barbaridad!” ante cada tropelía del populismo. Su modo era la resistencia, la crispación, el enojo.
Algo pasó, sin embargo, hace un año o dos, cuando empezó a recorrer el país y a sonreír, a ofrecer un futuro, a mirar a la gente de cerca. Sorprendiendo al régimen y a sus colegas de la oposición (y también, supongo, a sí misma), alrededor de ella se creó un movimiento, un huracán político, basado en gestos, vínculos y una frase (“hasta el final”) que es una contraseña y un compromiso: esta vez no vamos a quedarnos a mitad de camino, no los vamos a abandonar, no nos vamos a pelear ni a pactar con el régimen. Esta vez vamos hasta el final.
Es lo que está haciendo. La proscribieron con excusas ridículas: no le importó. Dejó su lugar a otro. Sospechó que se venía un fraude (otro) y se preparó. El sistema de recolección de actas electorales, que luego fueron procesadas y subidas a la web en menos de 24 horas, es un fenómeno político y tecnológico como no recuerdo haber visto antes. Si Maduro está en problemas ahora es porque la oposición tiene el 80% de las actas. Si no las tuviera, sería para el chavismo otra crisis más, como tantas otras que ha pasado con días de violencia, protestas en las calles y presión internacional que de a poco van perdiendo fuerza. Ahora es distinto: ahora hay pruebas. Y son pruebas recolectadas por miles de voluntarios, comprometidos y organizados, que se arriesgaron para cumplir un plan del que dependía todo.
Salvando las distancias (enormes), esto me recuerda al movimiento de fiscales voluntarios del PRO en 2015, una energía ciudadana sistematizada y canalizada que sorprendió al sistema político y permitió ganar una elección, por ejemplo en la provincia de Buenos Aires, que de otra manera habría sido mucho más difícil. Pasé algunas de aquellas mañanas, hace ya casi nueve años, en Morón y en Moreno, gracias a una medida de último momento de la jueza Servini de Cubría, que permitió a la gente fiscalizar en distritos distintos del de su domicilio legal. Aquella marea urbana, incluso cheta, de aventura en el conurbano, con sus viandas y sus grupos de Whatsapp, está en el origen de mucha de la épica reciente del PRO, su cruce de la General Paz, su cuerpo a cuerpo con el peronismo. Ahora ha quedado un poco olvidada, repetida y mecanizada después en otras elecciones, a veces con buenos resultados, pero ya sin aquella mística inicial de 2015, cuando todo parecía posible y no sabíamos dónde nos estábamos metiendo.
La épica de arrancarle el poder a los que creían que lo tenían amarrocado. No arriesgábamos la vida, es cierto, como sí lo hacen los venezolanos, perseguidos y cazados en estas horas por la tropa oficial y la tropa inorgánica del régimen enloquecido de Caracas, que hace bien en resistir, o entiendo por qué lo hace. Resiste en parte porque sus capos no tienen salida: a dónde van a ir, con sus millones y sus hijos malcriados, ¿a Teherán? ¿A Moscú? Ya ni La Habana es territorio seguro, porque saben que si cae Caracas, La Habana tendrá los días contados. Eso los tiene perplejos también: el chavismo ha sido, entre muchas cosas, una arrogancia, una fanfarronería, una pretensión de eternidad. Con carisma en el caso de Chávez, patéticamente en el de Maduro. Un cuarto de siglo jugando a la hegemonía, para qué. El socialismo del siglo XXI se queda sin nada: sin futuro, sin presente y, pronto, sin pasado, porque pronto ya nadie recordará amablemente aquellos primeros años de vacas gordas y la comedia del “¡exprópiese!”.
Quería escribir también sobre aquellos que siguen defendiendo a Maduro desde afuera, jugando sus pequeñas batallas ideológicas, haciendo desfilar sus opiniones. Venezuela se volvió en los últimos años un poco como era antes el aborto: preguntale a alguien qué opina sobre el aborto y podrás deducir un montón de sus otras opiniones políticas o sociales. Con Venezuela pasa lo mismo: a alguien que sigue apoyando a Maduro, con los argumentos banales de estos días (la geopolítica, el bloqueo), uno lo puede pintar de cuerpo entero. Pero no voy a escribir sobre debates entre los que no nos jugamos nada mientras hay venezolanos jugándose la piel en la calle. No me voy a burlar de los kirchneristas. No hoy, no por ahora.
Hasta el jueves que viene. Y viva Venezuela.
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