Buenas! Cómo estás.
“Los debates no sirven para ganar elecciones pero sí para perderlas”, decíamos en nuestros equipos como axioma de campaña, y eso explicaba por qué preparábamos los debates, nosotros y casi todos los demás, con una estrategia bilardista, apuntada al 0-0, sobre todo si estabas arriba o parejo en las encuestas.
Aunque las cosas cambiaron mucho y el bilardismo sirve cada vez menos en comunicación política (la nueva era es: para meter goles tenés que arriesgarte a que te metan goles), la pobre actuación de Joe Biden en el debate de la semana pasada fue un caso de manual de alguien que fue a no perder y terminó perdiendo mucho más que un debate. Entró para decir “sigo siendo el mismo” y salió percibido como alguien que tiene un declive cognitivo irreversible que le hará difícil no sólo ganar las elecciones de noviembre sino, mucho peor, gobernar efectivamente hasta enero de 2029, cuando va a tener 86 años.
El episodio generó un terremoto político en el Partido Demócrata, que se venía haciendo el distraído con los videos donde a Biden se lo veía tildado, lento o confundido. La Casa Blanca, los medios amigos y las élites progresistas venían argumentando que esos videos eran ediciones maliciosas de la ultraderecha, populares en las redes, pero que Biden en privado seguía siendo el presidente enérgico y decidido de siempre. Y a algunos convencían.
El hechizo, sin embargo, se rompió con el debate, el lugar no guionado por excelencia de la campaña. Expuesto a lo imprevisible, Biden fracasó. Y abrió una conversación censurada dentro del partido: ¿es Biden el mejor candidato para frenar a Trump? Desde hace meses venían flotando la idea algunos periodistas progresistas y dirigentes marginales. A todos se los bajaba de un hondazo, con acusaciones de traición y argumentos dudosos. La idea parecía innombrable, hasta el jueves pasado. Un minuto después del debate ya estaba permitido hablar sobre el posible reemplazo de Biden y diez minutos después ya era de lo único que se hablaba. Fue impresionante cómo esa misma noche columnistas y dirigentes de todo tipo empezaron a pedirle al presidente que diera un paso al costado. Lo que el miércoles era tabú, el viernes se había transformado en consenso: Joe has to go.
Ahora habrá que ver qué pasa. Los demócratas tienen a mano el recurso de la convención del partido, que se reunirá en agosto en Chicago. En las últimas décadas las convenciones se convirtieron en meros eventos de campaña, sin consecuencias reales, pero durante más de un siglo, hasta los años ‘60, habían sido el lugar donde se elegían los candidatos a presidente, porque había menos primarias, más delegados elegidos a dedo y menos disciplina partidaria. Era muy común que se llegara a la convención sin saber quién iba a ser el candidato. Para los demócratas, la última convención abierta fue la de 1968, con el partido dividido por la Guerra de Vietnam, un presidente que había renunciado a la reelección porque le daban mal las encuestas (Lyndon Johnson) y un candidato popular, triunfador en varias primarias, asesinado tres meses antes (Bobby Kennedy). La convención se hizo en Chicago, como la de este año, y es recordada por los enfrentamientos entre los manifestantes anti-guerra (que apoyaban a otro candidato, Eugene McCarthy) y la policía local. Al final el aparato y los sindicatos nominaron a Hubert Humphrey, vicepresidente pero rival de Johnson, que no había participado de ninguna primaria y se comería una paliza tres meses después contra Richard Nixon.
Ahora ya no hay sorpresas. Con la creciente importancia de las elecciones primarias, son los propios votantes los que eligen los candidatos y los delegados sólo levantan la mano según los resultados de las primarias. Este proceso ha tenido efectos positivos (más poder para los votantes, menos para los aparatos) pero también negativos, como el debilitamiento de los partidos políticos como máquinas de canalizar el estado de ánimo de la sociedad. Cuando las cosas van bien, nadie los extraña; pero cuando hay quilombo, no hay de dónde agarrarse.
Esto muestra la dificultad de la situación actual: salvo tres o cuatro dirigentes importantes, como Barack Obama (y, al cierre de esta edición, el gobernador de California), el resto de los demócratas parece estar susurrando la idea de ir a una convención abierta en Chicago y elegir una nueva fórmula. Pero dada la debilidad del Partido Demócrata como institución centralizada, no hay mecanismos orgánicos como para empujar en esa dirección a un Biden que, según los reportes, sigue diciendo que va a aguantar y va a ganar.
En las primarias de 2020, los votantes demócratas eligieron a Biden con inteligencia: nominaron al único que le podía ganar a Trump, a pesar de su edad, sus furcios y la falta de energía militante a su alrededor. Este año no les dieron esa opción, porque el presidente (como es habitual, salvo para el pobre Johnson) no tuvo retadores, a pesar de su impopularidad y las dudas sobre su edad, que los electores planteaban mejor que las élites. Pero hay datos imposibles de soslayar. En casi todos los estados, por ejemplo, Biden tiene menos intención de voto que los candidatos demócratas al Senado, incluidos los cuatro o cinco estados que decidirán la elección. O sea que hay un problema con Biden como candidato, que venía de antes y se profundizó en estos días. Hasta la semana pasada esto era algo difícil de decir en voz alta, ahora es casi lo único que se puede decir.
Mi primera reacción pos-debate, al ver la súbita plegaria del New York Times, la biblia progresista, para que Biden se bajara, fue que era mejor dejar las cosas como estaban, con un candidato conocido, que hizo un gobierno razonable y deja una economía percibida como mala pero sólida en los datos. ¿Cómo instalar un candidato nuevo en apenas dos meses, lo que hay entre la convención y la elección? ¿Cómo instalar, además, un candidato que tenga el visto bueno de la burocracia centrista histórica del partido y, también, de la creciente rama “socialista”, ruidosa y joven, anti-Israel, woke pata negra, intolerante con propios y ajenos? Me parecía difícil. Kamala Harris, la VP, no medía bien, y tampoco medían bien los gobernadores y senadores más conocidos.
En estos días cambié de opinión y me pasé, sabiendo que hay que elegir entre dos opciones malas, al bando de quienes creen que Biden debería bajarse.
Por un lado está la cuestión electoral: a este Biden, ya desnudo, abierta la caja de Pandora sobre la pregunta principal que se hacían los independientes (“¿no está muy viejito?”), le costaría remontar la elección y obtener las diferencias que necesita en los estados clave. Podrá tener días mejores y peores, pero es improbable que pueda volver a mostrarse como él quiere ser percibido.
Después está la cuestión institucional. Los demócratas más oficialistas vienen diciendo que las opciones en noviembre son Biden o el fin de la democracia, “el principio de la tiranía”. Quizás exageran, quizás no. Pero siento que ahora, si de verdad quieren proteger la democracia, deberían dejar de empujar para mantener en la Casa Blanca a una persona cuya salud sólo empeorará en los próximos años y tendría serias dificultades para hacer bien uno de los trabajos más difíciles del mundo. Con China en ascenso y mostrando los dientes, polvorines ásperos en Israel y Ucrania, ¿qué fortaleza podría tener Estados Unidos para proteger a sus aliados con un presidente de quien no se sabe si registra correctamente lo que está pasando?
No es una decisión fácil para Biden. Se le está pidiendo un gesto que no se le pide a casi nadie más: entregar voluntariamente el poder en nombre de un objetivo mayor, ya sea partidario o democrático. Tiene todo el derecho a decir que no y meterle para adelante, confiando en que el pánico a una segunda temporada de Trump, que no esconde sus rencores y es un poco más popular que él, aunque no mucho, le termine haciendo el favor que necesita para ganar. Pero quizás sea el momento de una decisión shakesperiana, dramática, histórica.
En una de esas ya lo sabremos para el próximos jueves. Saludos!
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