Partes del aire

#61 | Sabato contra los rascacielos

El recuerdo de una entrevista del escritor en la televisión española.

Buenas! Cómo va.

Una de las cosas positivas que tenía el inicio del mandato de Milei era el consenso de que las cosas no podían seguir como estaban. Esto lo vociferaban los ganadores pero también lo admitían varios perdedores. Había una urgencia, unas ganas de dar vuelta todo, con más o menos confianza en Milei, con acuerdos y diferencias. El clima de la mini-época: un convencimiento de que estábamos al final de una era, de que los argentinos habían reventado el sistema político y que los dirigentes tenían que hacerse cargo de ese mandato.

Esa urgencia ya no existe. Ya no estamos en un “período especial”, estamos otra vez en la vida política cotidiana de siempre, con sus miserias y su microclima, su pantano y sus bocinazos, como si la emergencia hubiera pasado y estuviéramos otra vez en “modo normal”. El tema es que no lo estamos: el Banco Central tiene apenitas arriba de US$0 de reservas y la situación macroeconómica sigue siendo extremadamente frágil. Mejor que la de hace seis meses, pero $0 de reservas es una desgracia, el resultado de años y años de destrucción de valor. No quiero hacer ahora una evaluación completa de estos seis meses de Milei (me reservo para el domingo, cuando tendremos una edición especial espectacular sobre el primer 12,5% de su mandato), pero sentí que no podía escribir hoy mi cartita susurrada, que intenta ser un refugio de la actualidad, sin contar esta sensación de estar viendo al runrún político otra vez en piloto automático, por el pancho y la coca, como si no estuviéramos al borde del precipicio.

Estamos empantanados hace 15 años, amigos, si esta estabilización no funciona lo estaremos otros cuatro años más o sufriremos otra gran crisis. O las dos cosas. Y mientras tanto se nos va la vida. No es joda. ¿Cuánto tiempo queremos seguir como en los últimos 15 años, empobreciéndonos de a poquito, entretenidos con la mediocridad? No digo que hay que callarse la boca o aceptar cualquier cosa, más bien que no. Pero volvamos al “modo emergencia”, al modo “esto no puede seguir así”. Prometo mejores argumentos para el domingo.

En fin. A lo que venía: el otro día revisé mis notas para ver de qué podía escribir en el newsletter y encontré una, de hace dos semanas, que decía apenas: “Sabato – Rascacielos”, sin ninguna referencia, interpretación o enlace. Normalmente cuando me mando algo al Evernote trato de aclarar qué me llamó la atención, pero esta vez no había nada. Googleé, me apareció un video de YouTube y me quedé una hora y media viendo a Ernesto Sabato en blanco y negro refunfuñar contra la vida moderna y la alienación del hombre contemporáneo: programón.

La entrevista es de 1977, de un programa de la televisión española por el que ya habían pasado Borges, Dalí, Yupanqui y muchos otros. Sabato, de 66 años, ya semi-retirado de la gran literatura, está un full mode apocalipsis: “Nuestra civilización se está muriendo”, dice, por culpa de la tecnología, la deshumanización, la vida en las grandes ciudades. Incluye a Estados Unidos pero también a la Unión Soviética, son parte de lo mismo: los astronautas que colaboran en el estación espacial, dice, no saben que sus imperios se están muriendo. (En realidad se estaba muriendo sólo uno de de los dos.)

Cuando llegué al momento de los rascacielos me acordé de por qué me había llamado la atención. Es genial en muchos sentidos. Transcribo a continuación:

Schopenhauer tiene una frase muy profunda que cita Nietzsche: “Hay épocas en que el progreso es reaccionario y lo reaccionario es progresista”. Hoy, levantar edificios de 30 pisos en Madrid o en Buenos Aires para que vivan, en esos cubículos de cemento armado y aire acondicionado, niños que nunca van a ver el nacimiento de un perro o la forma en que una gallina pone un huevo o el nacimiento o la aparición del sol y de la luna. Niños que van a ser futuros drogados, niños alienados y tristes. Niños que mañana estarán en manos de psicoanalistas. Esto hoy no es progreso, hoy es reaccionario. Esto ya es mortal. Lo revolucionario es proponer hoy la abolición de los rascacielos.

Qué cascarrabias hermoso. El pesimismo de Sabato con el tiempo se volvió legendario. A fines de los ’90 publicó un par de libros de memorias y ensayos que insistían con esta mirada: el fin está cerca. Aunque la crítica literaria lo había desdeñado, los grandes medios todavía lo veneraban, le daban premios, lo citaban sobre cualquier tema: lo llevaban a la Feria del Libro. Leí uno de estos libros de despedida en una playa bonaerense y lo único que recuerdo son varios párrafos de queja por lo fuerte que ponían la música en los bares. Me burlé de él, pero ahora el que protesta por lo mismo soy yo.

De adolescente había leído El túnel, cuya melancolía existencial me interesó, pero porque era adolescente. También leí Uno y el universo, del que entendí bastante poco. Sus grandes novelas no me llamaron, quizás por pereza. Lo leían mucho personas que leían poco, eso habla bien de él. Y tuvo su momento de bronce cívico con la CONADEP y el Nunca Más. En vida y a su muerte, en 2011, recibió cucardas y homenajes varios, pero hoy flota poco de Sabato en el aire: su aura de sabio gruñón pasó de moda, sus libros no circulan, su fama se va apagando. Los votantes de Milei no saben quién es.

La frase de los rascacielos me hizo gracia, además de por cascarrabias, porque reforzó una de mis mini-obsesiones favoritas, que es que las cabezas pensantes siempre creyeron que el mundo capitalista democrático estaba empeorando y yéndose al traste. Esto era especialmente habitual en los ‘60 y los ‘70: entre la amenaza nuclear, la urbanización acelerada, la violencia política y el estancamiento económico, muchos intelectuales creían que el capitalismo y la democracia estaban cerca de su final (y varios les daban empujoncitos para acelerar su declive).

Todo eran amenazas: la superpoblación, la contaminación ambiental, el consumo desenfrenado. Cada lavarropas comprado por una ama de casa les parecía un clavo en el ataúd del capitalismo. Y Sabato, que había nacido con esa personalidad crepuscular (lo cuenta él mismo en la entrevista: era un niño “triste”, “tímido”, “introvertido”), se dejó envolver por el clima de la época. La ideología es, antes que nada, una personalidad, amigos: en el mundo de la clase media amplia primero somos como somos, después elegimos el bando político que nos gusta. Otros factores influyen, claro, pero es así. ¡Lo dice la ciencia!, como escribí hace ya doce años en La Nación.

Orgullo reaccionario

En la entrevista con TVE, Sabato hace lo mismo que muchos críticos de la vida occidental y capitalista: las sociedades primitivas, dice, viven mejor que nosotros. Esto cita es una textual: “Puede haber leprosos, pero por lo menos no hay psicoanalistas”. Acá debería poner un emoji de sorpresa. Y después sigue explicando que la lepra es una enfermedad física, que se cura, pero que el psicoanálisis te destruye la mente y el espíritu. Ahí hace una pequeña sonrisita y tira: “Esta es la clase de reaccionario que soy yo”.

Esto me pareció valiente: reconocerse reaccionario, una palabra maldita, reservada para los peores villanos. Y viene Sabato y dice: “Yo soy reaccionario”. Es decir, quiere volver atrás el reloj del progreso: no me gustan esos raros rascacielos nuevos, ese psicoanálisis diabólico, esos pizza-café noventosos con la música demasiado alta. Quiere que la vida vuelva a ser como en Rojas, donde creció: casas bajas, problemas psicológicos aguantados en silencio y gauchos tomando grapa sobre el estaño.

Con el tiempo, “reaccionario” se volvió un sinónimo de “facho” o, peor, de “neoliberal”, que no tiene nada de reaccionario. Pero su significado específico Sabato lo usa bien: la modernidad es una farsa, quiero volver al pasado, cuando éramos más felices sin todos estos chirimbolos. (El “neoliberalismo”, lo pongo entre comillas porque es una etiqueta que sólo usan sus críticos, es tecnocrático, tecnológico, racional, burocrático, anónimo. Jamás podría ser reaccionario, que implica una nostalgia por una vida más simple y tradicional, menos racional y menos eficiente.)

Por eso me sorprende cuando le dicen “reaccionario” a Milei, a quien en todo caso se lo podría acusar de querer ir demasiado rápido hacia adelante, una aplanadora hiperfuturista de la mano de Elon contra todo lo análogo y sagrado. Es cierto que en su coalición hay reaccionarios (el secretario de Culto Sánchez, por ejemplo, que lamenta el divorcio civil, encaja en la definición), pero en lo personal es casi un personaje opuesto: un optimista del progreso y de la tecnología, que quiere arrasar con las tradiciones. Un fanático de lo nuevo que desprecia lo viejo. No digo que esté bien ni mal. Pero reaccionario no es.

Me despido con esto: en los ‘70 Sabato va a Israel y visita un kibbutz donde producen zapatos. Se enamora al instante del modelo, por su vida en comunidad, donde todos se conocen y se respetan, el modo de producción artesanal. Su anfitrión, un funcionario local de Tel Aviv, le aclara, sin embargo, que hacer los zapatos en el kibbutz cuesta 20 veces más que en una fábrica tradicional. “¿Y qué importa que cueste más?”, le responde Sabato, según su propio relato. No tiene ninguna relevancia, lo importante es el proceso manual y la dignidad humana de la vida comunitaria, insiste. “¿Por qué tanta obsesión con hacer todo más barato?”

Casi medio siglo después, en Argentina seguimos escuchando argumentos parecidos. Que termines bien la semana y la seguimos el jueves que viene. Estate atenta el domingo, que va a ser imperdible. Saludos!

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Hernán Iglesias Illa

Editor general de Seúl. Autor de Golden Boys (2007) y American Sarmiento (2013), entre otros libros.

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