¡Qué pobres seríamos sin los muertos!, suspira Victoria Ocampo por carta antes de doblar el papel y cerrar el sobre. Esta loa –que en el caso de una heredera, como ella, se aplica al pie de la letra– es simbólica, patriota. Los argentinos tenemos algo que nadie más tiene, explica esta mujer en Florencia en 1934 frente a una audiencia fascista (Mussolini en primera fila) que se ilusiona cuando lee el título de la conferencia: “Supremacía del alma y de la sangre”. No entienden que es la manera que ella encontró de darle otro nombre al sentimiento de inferioridad que padece nuestra tradición cuando se compara con las europeas (el contexto, como el pelo, es todo). No somos menos; sentimos más. Ésa es la tesis. Sentimos tanto por los amigos, por la familia, por los vecinos, por el compatriota, que nos cuesta despegarnos y despegar.
Por eso somos un pueblo melancólico, el único en el mundo con jóvenes que siguen soñando con líderes que nunca vieron, cuyos padres tampoco conocieron, líderes por quienes vibró el corazón de sus bisabuelos, y sin embargo ahí están con sus veinte años en 2024 gritando Perón volvé. Ni en Estados Unidos se escucha gente pidiendo por JFK, ni anhelan en Francia el regreso de Mitterrand. Mientras, los adolescentes argentinos siguen escuchando Spinetta. Somos una aldea afectiva; por la calle, cada estela de conversación podría ser parte del gran poema nacional. Nuestra sangre responde a ella, la bendita nostalgia que inunda tangos y propagandas de Quilmes desde la noche de los tiempos, cuando éramos muy pocos y todo estaba por hacerse; desde antes de Rosas, tan argentino con sus pestañas enormes, tupidas, cuya expresión habitual –cuenta Mansilla– era también la melancolía.
Todo lo que es Buenos Aires
Francia insiste en proyectar su racismo vieille France en Argentina porque no conoce la historia de Raúl Grigera (1886-1955), el proverbial dandy negro porteño. Bioy, que era uno de los chicos bien que lo tenían de bufón, dice que el Negro Raúl sabía su nombre y que, si lo veía por Quintana, le gritaba. Conoció el pico de la fama en 1916 y su ocaso al final de los años locos. Se lo veía por Florida desfilando con galera, bastón y guantes blancos, à la Baudelaire.
“Soy el Murciélago, yo vivo de arriba, yo no trabajo. ¿La receta? Muy fácil: ando con la muchachada. En la calle Florida me conoce todo el mundo, y en Belgrano, y en Adrogué, y en Esmeralda y Corrientes, y en los teatros… La muchachada me lleva de farra todas las noches. El carnaval pasado, me ataron a la cola de un automóvil. Después fuimos a Palermo, me tiraron al agua y me escondieron la ropa. Soy muy popular: la muchachada me paga todo”, cuenta en una entrevista en el primer número de Fray Mocho, en 1912.
Paulina L. Alberto –investigadora académica– lo tomó por objeto y escribió un libro que necesitamos leer, Leyenda negra: las múltiples vidas de Raúl Grigera o el poder de los relatos raciales en Argentina (Prometeo, 2024). A fines del siglo XVIII –nos cuenta– en Buenos Aires más del treinta por ciento de los habitantes eran negros, y al noreste del país, más del cincuenta. ¿Qué pasó con ellos? Paulina lo explica muy bien: enfermedades, guerras y mestizaje. En un país en ciernes, que les ofreció la libertad, fueron despegándose de su origen y formando una identidad nueva a lo largo de las generaciones.
–Mi tío era negro carbón –comenta una escritora argentina de apellido virreinal.
–¿Qué tío?
–Un hermano de mi viejo.
–¡Ah, tío, tío!
–Sí.
–¿Carbón?
–Así como lo escuchás. Siempre te hablé del gen negro de mi familia y vos nunca me diste bola.
Al rato, me manda unas capturas de pantalla. Buscó en google su apellido al lado de la palabra “mestizaje” y encontró lo siguiente: “En el valle de San Juan en el siglo XVI, la élite blanca era necesariamente reducida y en ella las líneas étnicas fácilmente se desdibujaban”. Una élite, como explica un paréntesis sobrio, “de piel de color dudoso”. Eran tan pocos, en un lugar tan rústico y tan lejos de todo (“a cuarenta leguas de travesías desérticas de Mendoza, San Luis o La Rioja”) que casarse con el que tenían al lado fue un camino y un método. “Familias de largo arraigo, emparentadas entre sí” que eligieron forjar desde cero una capital propia. Lo hicieron entre ellos, blancos, indios y negros, acumulando linajes en un mismo suelo, mezclándose al punto de olvidar todo origen.
–¿Qué es eso de “piel de color dudoso”? ¿Eran blancos o no eran blancos?
–En ese lugar eran blancos.
–Sarmiento dice que los Albarracín y los Mallea (que, a diferencia de los primeros, eran “de origen mestizo”) fueron las primeras familias que se asentaron en el valle.
–Con que una Albarracín haya estado con un Mallea, ya está. Ahí tenés la respuesta al qué pasó con los negros argentinos: trescientos años de aislamiento y endogamia.
Tumbas vecinas
Un esclavo de mi voz. Si las paredes hablaran y los audios de WhatsApp se forwardearan, se sabría que cierto escritor rioplatense vigila desde su cómodo sillón Eames a críticos de quienes espera, como si fueran súbditos, sólo buenas reseñas. Si alguno osa señalar una falta o un defecto en vez de sucumbir a la experiencia de su prosa, se ofusca al punto de la paranoia. Lee y relee, envenenado, la línea adversa hasta convencerse de que está siendo el centro de un complot tan singular como su obra. O se felicita, en éxtasis, seguro de haber hecho caer al otro en su trampa: “Cree que me está criticando, pero piensa exactamente lo que yo quise que pensara: es un esclavo de mi voz”.
Esclavismo presidencial. Casi como si hubiera adivinado la rivalidad que un Mundial tejería rápidamente entre argentinos y franceses, en un villarruelismo avant la lettre, Cristina se adelantó y en sus viajes a París como presidenta de la nación se ocupó de maltratar al personal del lujoso hotel George V, donde se hospedaba, como si fueran verdaderos esclavos. Pedía room service a toda hora y no dudaba en mandar de vuelta cada plato. A su favor, lejos de ser racista, siempre trató a todos por igual: o un sirviente o nada.
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