Partes del aire

#52 | La Bruja Bertie

Los dichos de Benegas Lynch provocaron una catarata de respuestas serias, pero no hacía falta: él es parte de la comedia de este gobierno, no de la tragedia.

Buenas! Cómo estamos.

Yo bien, saliendo del primer resfrío del año gracias al Acemuk, mi nueva poción mágica, efervescente como las mejores cosas de la vida. Desde el aturdimiento del moco seguí en estos días, con interés variable, las infinitas polémicas cotidianas del momento político, que es especialmente ruidoso. Todos los momentos políticos lo son: hagan el ejercicio de ver tapas de los diarios de hace cinco o diez o 15 años y traten de recordar de qué se trataba la polémica del día. Muchas veces son indescifrables. Dos nombres, por ejemplo: Bruglia y Bertuzzi, dos jueces en cuyo traslado (o no) pareció cifrado a fines de 2020 el destino de nuestra democracia.

Pero este momento, el de la presidencia Milei, contiene ruido como pocas veces hemos visto: una parte importante la genera el propio Gobierno, por supuesto, que lanza sus manotazos, a veces embocando, otras pifiando, y otra parte la genera la oposición, orgánica o inorgánica, que responde a cada manotazo con otro manotazo o un alarido. El domingo, por ejemplo, estuve desconectado de las redes porque pensé que me estaba muriendo (me dolía la garganta) y cuando me sentí mejor vi tuit tras tuit tras tuit de repudio a Bertie Benegas Lynch, todas declaraciones correctas sobre los beneficios de la educación y los perjuicios del trabajo infantil. Como pasa tantas veces en X, tuve que scrollear infinitos repudios hasta encontrar la ofensa original, que era efectivamente una burrada pomposa. ¿Para esto perdimos la tarde?, pensé yo, que la había perdido viendo Barracas-Instituto.

La frase de Benegas Lynch, cuando la escuché mejor, me pareció que reflejaba bien uno de los mundos de los que viene Milei, el de los círculos liberales que hasta hace poco eran minúsculos, marginales, poco prestigiosos y también muy endogámicos. Círculos donde los mismos tipos discutían entre sí cosas abstractas que eran casi como ejercicios teóricos, tan alejados se sentían del poder, la influencia o la política real. Un caso hipotético, por ejemplo, que presencié alguna vez: en la playa de estacionamiento de un supermercado un hombre se topa con un auto cerrado en el que adentro hay un bebé llorando, ¿tiene derecho ese hombre a violar la propiedad privada del dueño del auto para rescatar al bebé? Horas de discusión: los más halcones creían que no tenía derecho y acusaban de blandos, de no ser verdaderos liberales, a quienes creían que sí, que la vida del bebé valía más que una luneta rota.

Bertie viene de ahí: de las discusiones teóricas, por el puro placer de ejercerlas, pero completamente alejadas de la realidad y, por lo tanto, muy malas influencias para alguien a quien ahora se le reclama que opine sobre cuestiones reales. Cuando dice, como dijo el otro día, que la educación no debería ser obligatoria, dudo mucho de que tuviera un proyecto de ley doblado en la axila listo para presentar al día siguiente. Quería plantear la cuestión, un poco frívolamente, sentirse inteligente, como cuando dijo el año pasado lo de privatizar los ríos, otro clásico juego intelectual libertario. Estuvieron tantos años en los márgenes ideológicos y políticos, donde lo que decían no tenía ninguna influencia, que todavía no hicieron el switch de la ética de la responsabilidad.

Así por lo menos lo veo yo, más como una debilidad que como una perversidad de Bertie, y por eso me sorprendieron la catarata de respuestas serias de gente que aprecio, gente con las ideas correctas y el corazón bien puesto, los comunicados con membrete, los empujones para quedar retratados en la foto de los buenos. Me pareció que no hacía falta, que Bertie es parte de la comedia de este gobierno, no de la tragedia (ahí lo pongo a Lijo, por ejemplo), y además, como marcó después Roy Hora, la “gran vergüenza” no es tener un diputado que dice cualquier cosa sino “darle a nuestro chicos una educación deficiente”. Roy enlazaba al último informe de Argentinos por la Educación, donde se ve que incluso nuestros hijos más privilegiados, con todas las ventajas, reciben una educación más o menos. Esto es lo que a veces me enerva (deja de parecerme comedia) del estado del debate actual: que ante los sablazos a ciegas de buena parte del Gobierno se corporiza una defensa del statu quo, igual de ideológica que la oficialista, que permite seguir eludiendo la solución de problemas concretos.

La situación de la educación argentina, pública y privada, es grave, necesita cambios urgentes y mucha polenta política para llevarlos adelante. Lo que con frecuencia genera el Gobierno con estas polémicas sin ton ni son es empujar hacia el rincón de los anti-reformistas, los que le van a frenar todo sea como fuera –¡la casta!–, a los interesados en reformar pero no en ser maltratados u ofendidos sistemáticamente. Otros aprovechan, porque son vivos, y saben que la defensa ideológica sigue pagando en Argentina: si exclamo “¡en defensa de la educación pública!” puedo seguir durmiendo la siesta de mis responsabilidades, sin reformar, sin mejorar, manteniendo el ronroneo del lento declive y mi puesto en la punta de la pirámide.

A dónde iba con esto. Quién sabe. Sigo por acá entonces: a pesar del ruido, lo que se mantiene en esta dinámica es que el Gobierno empuja y la oposición resiste, uno ataca y la otra defiende, uno quiere cambiar cosas y la otra quiere mantenerlas como están. Más allá de quién tenga razón, este esquema es por ahora un éxito del Gobierno, porque coloca a los opositores, tanto políticos como civiles o sociales, en el lugar de la reacción, de la inmovilidad y de la protección de un sistema percibido ampliamente como obsoleto y en necesidad de reforma. Es una posición de debilidad no tener un proyecto alternativo más que la conservación, el statu quo, la “defensa”, porque le falta futuro, le falta vitalidad. El mercado laboral es un desastre: casi la mitad de trabajadores están en negro. El Gobierno quiere cambiarlo, los opositores quieren dejarlo como está. El sistema educativo está en crisis: el Gobierno no sabe qué quiere pero quiere dinamitarlo, la oposición dice que está orgullosa de lo que tenemos. Y así al infinito.

Otro corolario de esto es ver a los kirchneristas correr al Gobierno desde el centrismo, desde la sensatez, desde la corrección política y la preocupación por las reglas de la democracia. Ellos, que durante 20 años se habían enorgullecido de su incorrección, de animarse a decir lo que supuestamente nadie decía, de correr las fronteras de lo posible, de irritar a la odiosa clase media, ahora están enojados con Milei porque corre las fronteras de lo posible y enuncia lo indecible. Seguramente tienen diferencias ideológicas genuinas con el Gobierno, pero debe ser triste ver cómo te roban el rayo de la vanguardia discursiva: antes les encantaba hacer enojar a la moral burguesa; ahora los burgueses enojados son ellos.

Ya me siento mejor. Respiro por la nariz, tengo la mente más clara (escribir me aclara) y la cantidad de sueño justa para irme a dormir no muy tarde. Me despido con esto: señor Presidente, por más argumentos que crea tener en su cruzada contra los periodistas, no está bien ni corresponde ni le conviene burlarse de ellos, decir que son todos corruptos o acusarlos de conspirar en su contra. Haga su crítica si quiere, el periodismo la necesita y no parece estar con ganas de hacerla sobre sí mismo: pero las generalizaciones, la acusación de delitos al voleo y el placer por verlos fracasar son cosas que deberían estar por debajo de su investidura. El periodismo es así, es medio zonzo, medio histérico, medio hinchapelotas, acá y en todo el mundo. Es imperfecto, pero quién no lo es. Hay que bancársela un poco mejor, porque además la queja constante lo empequeñece, es como pasarse el partido pidiendo amarilla para los rivales. Hay que pedir la pelota y jugar, que para eso está ahí en la cancha. Si además puede meter un par de goles, mucho mejor.

Un Acemuk y a la cama. Hasta el jueves que viene.

 

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Hernán Iglesias Illa

Editor general de Seúl. Autor de Golden Boys (2007) y American Sarmiento (2013), entre otros libros.

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